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LIMOSNA SOLAR
Lunes, 31 de mayo de 1943
[…] que con un asiento y la cama de pieles formaba todo el ajuar de la celda […] Danglars había reconocido también al bandido cuya existencia no quiso creer cuando Morcef trató de naturalizarlo en Francia. No solo le había reconocido a él, sino también la celda en la que Morcef estuvo encerrado, y que según todas las posibilidades era el alojamiento de los extranjeros.
—¡Helo aquí, excelencia!
En aquellos momentos la lectura de esos pasajes de El conde de Montecristo, lejos de proporcionarle entretenimiento y permitir que se evadiera de todo lo que tenía que ver con la desaparición de Valentina, desasosegaba a Jana porque se parecía demasiado a las circunstancias que ella estaba segura que estaría viviendo Esteve Durandarte en la cárcel de Huesca, adonde sabía por Juste que lo habían trasladado después de su paso por la torre del Reloj de Jaca. De forma que esos detalles la depositaban en el presente y le impedían evadirse.
Sus sentimientos hacia el bandolero seguían siendo muy encontrados. Por una parte no podía olvidarse de su conversación sobre el puente, cuando le habló con tanta franqueza, pero tampoco podía olvidar sus gestos insolentes y, sobre todo, su relación con doña Mimín. Todo eran habladurías, pero cuando los vio juntos en la estación, por la forma en que se miraban, ya no le quedó la más mínima duda de que mantenían un romance. También supo otra cosa, incluso antes de que se la señalara Arlette: lo que Durandarte despertaba en ella se podía calificar de cualquier forma menos de indiferencia. Su escarceo la soliviantaba demasiado, tanto que la delataba ante sí misma. Desde hacía semanas tenía muy claro que aquella fijación era demasiado recurrente. Ella abominaba de los chismorreos, solo le preocupaba la vida de sus seres queridos, tan pocos en aquel momento, y le parecía una pérdida de tiempo ocuparse en estos aspectos de los demás. Por eso todo lo que tenía que ver con lo que Durandarte le despertaba resultaba tan contradictorio… Se preguntaba si doña Mimín sería capaz de ir a visitarlo a la cárcel y se besarían allí, en su celda inmunda, contra la pared sucia. Lo más incongruente de todo era que desde que se había producido su detención, tal vez por la impresión que le supuso saber de boca de Arlette lo que probablemente le esperara, Durandarte se había instalado en sus sueños. Como si su presencia no pudiera dar lugar a escenas de otro tipo, estos eran muy tórridos, lo que aumentaba el conflicto que mantenía consigo misma, tanto que llegaba a preguntarse si habría perdido la razón. Era cierto que había estado sometida a circunstancias terribles: la guerra, la muerte de sus padres durante el bombardeo, los casi seis años posteriores hasta que partió a Canfranc… Jana asumía aquellos vaivenes, era consciente de sus desajustes, pero la mayor parte del tiempo se sentía capaz de aparentar que todo estaba bien.
Sin embargo, en sueños, ya sin ningún control, algunos resortes le saltaban en la mente; durante este estado de abandono se le disparaban. Ante eso la consolaba una idea muy poderosa: ella no era responsable de todo lo que le cruzaba la cabeza y el cuerpo mientras dormía. Aquellas vivencias eran su válvula de escape, la manera dosificada de descargar la tensión que de otra forma no habría podido contener. Esa era la explicación posible de por qué soñaba con Durandarte noche sí y noche también como si el hecho de que estuviera en una celda y no en su refugio de las montañas lo volviera más accesible. A veces estas sensaciones eran de una nitidez y una carnalidad tan palpable que todo lo que sucedía en ellas le parecía que lo había sentido en vigilia. Esteve se había enseñoreado de tal forma de su inconsciente que había desalojado de allí a cualquier otro actor, incluso a sus padres. La ventaja era que después se despertaba descansada, confortada, incluso satisfecha. Sin embargo, la ahogaba la culpa. A pesar de sus intenciones de comprenderse, no se perdonaba ni en sueños. Ella no era libre. Y de esa situación no podía escapar ni siquiera dormida.
Igual que sucedía en aquellos capítulos de la novela de Dumas, Esteve Durandarte estaba en un calabozo que más parecía una cuadra. Las paredes se deshacían con la humedad, el suelo era de tierra y solo el hierro alternaba con estas materias dentro de aquella penumbra continua. Aquel día recibió una visita. No se trataba de doña Mimín como Jana había imaginado, sino de su esposo, don Gervasio. Su excelencia entraba y salía de todas las instituciones, recintos y dependencias de la provincia como si fueran las habitaciones de su casa. En su arrogante consideración, su poder era omnímodo (om-ní-mo-do), como le gustaba decir a él con una de aquellas palabras que casi nadie entendía, para aludir a que su autoridad lo abarcaba todo.
—Vaya, vaya, vaya, a quién tenemos aquí. A la leyenda —dijo mientras dibujaba con los dedos en el aire un cartel.
Durandarte no lo miró. Estaba sentado en un rincón debajo de un ventanuco de forma que el sol escaso de las diez de la mañana caía sobre él como si fuera una limosna de luz. Con reconocer su voz le había bastado. Estaba tranquilo: tenía las rodillas flexionadas, se las agarraba con las manos cruzadas, la camisa blanca abierta, hecha jirones, y la melena suelta; le habían requisado la cinta de cuero por si intentaba estrangularse con ella, sin saber que nada quedaba más lejos de su voluntad. Su estado allí era el de quien espera resignado a que el tiempo pase para verse otra vez libre. No tenía ninguna duda de que así sucedería. En el penal de Jaca apenas estuvo unas horas porque Casanarbore había hecho que se lo acercaran más, hasta allí, para gozar de su proximidad. Le gustaba tenerlo en su territorio, en el núcleo provincial de su potestad.
Hasta esa reunión de los dos personajes más distintos que nadie pudiera imaginar llegaban alaridos desde otras celdas. El jefe del Movimiento en aquella demarcación sonreía. Por motivos como aquel, Esteve se negaba a mirarlo. No quería darle la satisfacción de que la puesta en escena de su mezquindad y de su vileza contara con él como espectador. Como el bandolero continuaba inmóvil y por su actitud el gobernador sabía que no lo honraría con un grato coloquio, llamó a un par de guardias que sin mediar palabra lo ataron con una cuerda que le rodeaba cada una de sus muñecas y que pasaron después por una argolla clavada entre la junta de las piedras de la pared. A don Gervasio le entregaron un látigo sobre una bandeja cubierta de una tela granate con borlas doradas a ambos lados. Lo presentaban de esta manera como si aquel instrumento de tortura fuera un objeto sagrado. A Esteve se le ocurrió que en su empuñadura llevaría grabadas las iniciales G.C. El gobernador lo hizo restallar primero contra el suelo de tierra para probar su firmeza y elasticidad y que de paso el otro supiera lo que le esperaba.
El primer latigazo le abrió la caja del dolor. Continuó callado, con cualquier cosa que dijera, Casanarbore se sentiría provocado y llamaría a uno de sus carceleros para que lo relevara una vez que él se hubiera cansado de azotarlo. Su situación empeoraría todavía más porque, a pesar de la escasez de alimentos, a quienes lo custodiaban se les veía aún bastante fornidos. La sangre comenzó a manarle desde el primer bandazo, sintió escozor, la quemazón de la herida abierta. El siguiente correazo ya fue sobre la carne viva. Mientras recibía el cuarto, el silbido de la tira cortó el aire pero no consiguió tapar los jadeos entrecortados del gobernador. Durandarte creyó que se debían a su esfuerzo, pero enseguida se dio cuenta de que aquellos resuellos tenían un cariz más emparentado con la excitación. No cabía duda de que disfrutaba con su martirio; que además se lo infligiera él, sin intermediarios, aumentaba su placer, pero aun así su reacción era desmesurada. Apenas un par de minutos después de comenzar, la respiración de Casanarbore era demasiado fuerte, se esforzaba en tragar oxígeno, como si le faltara. A Esteve se le pasó por la cabeza que muriera allí, que le diera un infarto a consecuencia de tanta agitación. Después escuchó como un ronquido entrecortado que enseguida se mezcló con un chillido largo, como de roedor al que le han pisado la cola. Casanarbore no se molestó en disimular lo más mínimo que acababa de descargar la tensión que tenerlo allí atado, casi desnudo, bajo su látigo, le había producido. Esteve no pudo verlos, pero sus espasmos musculares cesaron enseguida, fueron muy breves, propios también de un mamífero de escaso peso y volumen como era el caso de don Gervasio. Se recompuso y, queriendo sonar solemne, algo imposible con su voz de flauta desafinada, le dijo a modo de despedida:
—Así aprenderás. Mi mujer es sagrada. A Mimín no la toca nadie.
—Ni usted —musitó Durandarte.
—¿Qué has dicho, escoria? —La voz del gobernador sonó tan aguda que parecía que hablaba en un falsete aún más hiriente. Con la humedad entre las piernas, don Gervasio salió de la celda. Los guardias no volvían a desatarlo. A pesar del aturdimiento que le producía el dolor de las heridas abiertas por los latigazos y de la soga que le desollaba las muñecas, a Durandarte aquella experiencia le proporcionó una certeza muy rotunda sobre las apetencias sexuales de su excelencia.
Ya en la calle, el señor gobernador dio unas palmadas para que acudiera su chófer, como si espantara palomas. Esteve sabía que su estancia allí detenía muchas cosas: si a pesar de sus indicaciones algunos fugitivos se arriesgaban a pasar las montañas sin ayuda, él no podría salvarlos, de la misma forma que sentía cada minuto como una oportunidad menos de hallar a Valentina con vida. Abrió los brazos y los movió con fuerza, pero solo le sirvió para comprobar que le era imposible liberarse de aquellas cuerdas. Un pensamiento lo atormentaba: no poder cumplir con la promesa que le había hecho a la camarera de encontrar a la niña. Sin su palabra no era nadie y no quería verse desposeído de ella de aquella manera.