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FERVOROSO

Por si Gröber la volvía a interceptar, Jana se vio en la obligación de comunicarle a Montlum la propuesta del mayor, pero antes le habló del paradero de Durandarte. En vez de encontrarse en su cuarto, en esa ocasión fue ella al obrador del horno.

—Montlum, ¿te lo puedes creer? Está en Toulouse… —Jana gesticulaba con mucha energía.

—Ni que se hubiera ido a Rusia. Si está ahí al lado. Además, seguro que su estancia allí tiene que ver con nuestros próximos cometidos. —Montlum barría la harina del suelo con bastante lentitud.

—Ahí al lado, total son solo unos trescientos kilómetros. Debería informarnos. —Jana se distrajo con la imagen de la catarata de la cola de caballo en la pradera de Ordesa que aparecía en el calendario de 1943. Después leyó debajo de la fecha que el santo del día era san Esteban. El nombre de Durandarte.

Se frotó los dos brazos a la vez como para borrarse el estremecimiento que la recorrió. No le dijo nada a Montlum, pero sintió que en ese momento estaba donde debía.

—Si no lo ha hecho será porque lo habrá estimado así. Nos conviene conocer solo lo imprescindible. Ni más ni menos. Ya sabes que a por los caballos se fue Marsella. Es un hombre de mundo.

—Vino a decirme que Arlette, Laurent y Auguste habían llegado bien a Zaragoza. Solo eso.

—¿Y qué más quieres? —Como si siempre fuera inevitable la asociación, Montlum continuó—: ¿Te has enterado de que el gobernador acusa de robo a la señora Mimín? Pero lo que se dice es que no es de dinero, sino de ciertas fotografías suyas, dice que se las llevó para cubrirse las espaldas, para que la dejara tranquila. No razona ese hombre, el más perjudicado puede ser él si su esposa se harta y las hace públicas. Y, por cierto, ¿a ti no te ha encontrado tu marido?

—Creo que más bien no me ha buscado. —Jana advirtió que su historia le hacía cierta gracia y consideró que no era para menos—. No le recrimino nada a Paulino. —Era la primera vez que pronunciaba su nombre allí, en Canfranc—. Es muy peculiar, pero no es mala persona. La culpa fue mía por aceptar aquella petición tan disparatada. Al principio disimulaba, era cariñoso, pero una vez que nos casamos comenzó a llenarlo todo de santos, estaban por todas partes, debajo del cristal de la mesita de noche y de la cómoda, colocó hasta uno en la alacena y otro, el colmo, en una repisa del baño. Él se puso varios escapularios, medallas, cruces, me pasaba a mí las cadenas por la cabeza, teníamos toda la colección, y de velas también. Me despertaban los ojos del Cristo de Limpias, saltaba pronto de la cama porque me dolía aquella mirada tan intensa bajo la corona de espinas.

A Jana le venía muy bien hablar de otras cosas antes de plantearle la cuestión que la había llevado a visitarlo en la panadería.

—Un hombre muy pío, sin duda.

—Pero no solo era la decoración. Todas las tardes, todas, venía su madre con tres amigas a rezar el rosario a nuestra casa, el piso donde yo había vivido con mis padres. Conseguí permanecer en él después de un tiempo, pero acompañada, no como yo quería al principio. ¿Sabes qué es eso? Veinte misterios, veinte padrenuestros, diez avemarías y un gloria, ni te lo imaginas. Y eso solo en mi domicilio particular, sin moverme de allí, que después estaban las salidas a la novena, al Triduo Pascual, una misa que dura tres días…

—Mujer, eso no es nada malo.

—¿Y nuestro viaje de bodas? A Tierra Santa. Y claro, volví más virgen de lo que me había ido, porque allí era pecado cometer actos impuros. Aún nos dio tiempo de hacer otro al Vaticano, a agradecer todos los dones recibidos. Montlum, no te imaginas lo bien que me ha sentado Canfranc, los efectos benéficos que ha tenido sobre mí. No me extraña que aquí hasta los tuberculosos se curen. Pero me siento mal, al fin y al cabo ellos eran así y yo lo sabía. Esa era mi vida: procesiones, romerías, visitar enfermos, asistir a comuniones, a bautismos, ayunar la cuaresma entera, no solo los viernes, actos de caridad, ir a los conventos para ver qué necesitaban las monjas de clausura… Montlum, ¿te lo puedes creer?

—Y ahora te enamoras del bandolero. —Montlum dejó de barrer y se detuvo con la escoba en vertical, apoyó la barbilla sobre su extremo.

Jana intentó responderle pero se quedó callada. Después volvió a lo mismo como si no hubiera escuchado aquel inciso.

—Paulino tiene la misma edad que yo, pero vestía como un viejo o un seminarista. A mí no me dejaba llevar la falda más corta que la de su madre, el escote, lo mismo, su primer regalo fue un velo, una teja y una mantilla, y porque no se le ocurrió encargarme una capa negra de ganchillo para taparme entera. Por la noche se ponía un camisón más largo y tupido que el mío, me daba un beso en la frente, me deseaba buenas noches y apagaba la lámpara de la mesita también con motivos religiosos, como todo nuestro ajuar, los platos, la cristalería, las servilletas, los cubiertos, los manteles, esos símbolos me rodeaban. De allí provengo.

—No es así, Jana, tus padres no eran de esa manera, lo que pasa es que esos pocos años te han eclipsado con tanta penumbra todo lo anterior. Yo aquí te noto cada día mejor. Vas a más, tanto que ahora temes irte al otro extremo, ¿no es eso?

—Menos mal que contigo tengo hasta consultorio sentimental. Es eso exactamente. —Jana dejó ahí su confesión, no iba a contarle que cada vez le costaba más refrenarse con Durandarte. Pero aun así le preguntó qué sería lo mejor en aquel momento, qué tendría que hacer.

—De momento, nada.

—Nada. —Jana se quedó con esa palabra como si encerrara dentro de ella su contraria: «Todo».

—Bueno, una cosa sí, tener paciencia. —Era la recomendación de un hombre sabio. A Jana no le quedaba ninguna duda de la sensatez de Montlum, y más cuando añadió—: Yo te puedo ayudar cuando acabe la guerra, nos queda mucho por hacer. —Y como para acompañar esa intención con hechos, continuó con la limpieza del suelo de la tahona.

—Ese parece mi sino, el luto perpetuo, la espera. Esto es provisional. No, si aún volveré con aquellos cabizbaja y afligida. —Aunque lo expresara así, no parecía que tuviera ninguna intención de hacerlo.

—Eso sí que no, antes te vienes conmigo a París. —Se lo dijo muy en serio, no solo para animarla—. Muchos de los que ves en los andenes y en el vestíbulo van y vienen de allí. Solo tienes que subirte en el tren y ver el paisaje desde dentro de las ventanas de los vagones en vez de desde fuera, como siempre. Eso sí, esperaremos, ahora todavía no, que está llena de invasores, pero ya les queda poco.

En ese momento a Montlum se le nubló la mirada y ella lo abrazó. Aún le quedaba pedirle lo más difícil.

—Montlum, Gröber quiere que toques para él. —Se lo dijo así de una vez.

—No, Jana, de ninguna manera, eso nunca, precisamente para no hacerlo me vine aquí, a Aragón, pero, mira por dónde, que ellos me han seguido. Ya tengo bastante con que se coman el pan que fabrico. —Montlum se llevó las manos a la parte de atrás de la cabeza.

—El mayor quiere que des un recital en la cafetería para despedir a sus compañeros. Se marchan por fin. Ya era hora. Se nota que no tienen ninguna prisa por volver.

—¿Me pides que toque para despedir a los que vinieron a detener a Laurent? Jana, pero qué cosas tienes.

—Yo no, Montlum, Gröber. No podemos negarnos. Sería peor para nosotros. Lo siento. Tenemos que actuar como Juste, fingir que nos llevamos bien con todo el mundo.

—Hasta que nos pillen, como le ha pasado a él. ¿Es eso? ¿Crees que no me temblará el pulso? Yo soy de otra pasta. No soy un héroe. —Montlum se movía a un lado y otro de la estancia con la boca del horno al fondo.

—Tres piezas y ya está. —No quería darle opción.

—Elegiré un réquiem.

Jana le puso una mano en la mejilla y pensó que su amigo era mucho mejor que un héroe. Después salió a la luz del mediodía. Estaba satisfecha porque había cumplido con su propósito y sabía que, por muy difícil que le resultara, Montlum estaría allí a la hora acordada. A ella le parecía un mal trago, pero no se atrevía a contradecir al mayor. Además, mientras estuvieran allí entretenidos sería el momento en el que Didier y Durandarte cruzarían las maletas con todas las piezas del radiotransmisor.