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EL CENTRO DE TRANSMISIONES ESTRATÉGICAS
El ambiente estaba caldeado en La Serena aquella noche de junio, algunos discutían por el importe de varias remesas de leña, muy importante para quitar el frío en invierno y para fabricar pan todo el año. Por su precio de venta había continuas rencillas. Las voces subían de tono y Tricio salió a pacificarlos. Él y el panadero eran los que mayor cantidad de troncos consumían, por lo que les convenía estar a bien con ellos. Eso, unido al hecho de que se encontraran en su casa, lo legitimaba para imponer su autoridad.
—No vale cualquiera para leñador —decía uno.
—Y para comerciante menos —le respondía el hombre con el que discutía.
A tres metros escasos un oficial alemán pasaba información muy valiosa sobre unas baterías de cohetes. Para él eran comentarios sin mayor importancia, pero lo convertían en un colaborador inconsciente, una de las figuras más apreciadas por los servicios de inteligencia militar, porque, además de que hablaban sin saber adónde irían a parar sus palabras, lo mejor era que ni había que pagarlos ni encubrirlos, todo lo facilitaba su propia indiscreción. A quien se lo decía era nada menos que a un técnico bastante izquierdista de Zaragoza, que movía en aquel momento todos los hilos para conseguir que atravesara por allí el aparato de radiotransmisión que Juste les había anunciado a Jana y a Montlum. Aquel local era un auténtico centro de transmisiones estratégicas. Se dejaba un mensaje allí y este llegaba a su destinatario con mayor celeridad que si se codificara a través del telégrafo o se enviara por correo postal.
Dorian Lander se acodó en la barra. El sargento que había interrogado a Valentina lo había enviado allí. El dueño de la fonda, con el paño de cocina al hombro como si se tratara también de la pieza de un uniforme, le sirvió un licor de moras de Ordesa. Cuando los escuchó salió su mujer.
—¿Qué se sabe de la niña? ¿Está bien? —Sin duda la noticia de su aparición había supuesto un alivio, pero también esperaban que su cautiverio no tuviera consecuencias irreversibles.
—Esta mañana ha estado en el cuartel, parece que el mendigo alemán, Voltor, la tuvo todo el tiempo con él en un refugio abandonado, pero no le hizo nada. —Dorian Lander no cometía ninguna imprudencia; tenía órdenes de contar lo sucedido con una finalidad muy determinada. Los allí presentes la sabrían en pocos minutos.
—Pobre criatura, qué miedo habrá pasado. ¿Y cómo llegó aquí? ¿Se escapó? —Pilar se frotaba las manos en el delantal.
—La rescató Durandarte —dijo sin ningún entusiasmo.
—¿Pero no estaba en la cárcel?
—Lo soltaron. Al parecer no tenían nada contra él —dijo Dorian Lander, que había recibido órdenes de no tocar a Durandarte por el momento.
Pilar se santiguó. Los que hablaban castellano callaron, porque habían escuchado la conversación, y algunos de los franceses también, intrigados por el silencio de los otros. Pilar se dirigió a su parroquia.
—¿Veis? No tienen nada contra él. Y muchos de aquí lo acusasteis. —Parecía su defensora.
—Tenemos que detener al viejo para que esto no vuelva a pasar, rastrearemos el bosque. Necesitaremos ayuda —comenzó a decir Lander.
—Durandarte os llevará enseguida —dijo rápidamente Pilar.
—Mujer, pero si es un contrabandista —continuó Dorian Lander—. ¿Cómo vamos a fiarnos de él? Seguro que aprovecha para algún chanchullo. —Esa idea ya se le había ocurrido al sargento del puesto después de interrogar a Valentina, pero, por orgullo, por soberbia o porque tenían muy asumido que la benemérita no se podía rebajar a pedirle ayuda, querían que fuera él, Esteve Durandarte, quien se ofreciera.
—Pues porque ha salvado a la niña, por eso. De no ser por él igual se habría muerto de hambre o de frío antes de que la encontraran otros. —A Pilar le resultaba difícil callarse.
—Eso no se sabe, que aquí las fuerzas del orden trabajamos mucho —dijo él bastante airado. Parecía ofendido por el comentario de la dueña de la fonda.
—Sí, para detener a esos pobres desgraciados que llegan de tan lejos. Esos precisamente que no han hecho nada, que solo intentan salvar la piel. —Para congraciarse con la autoridad añadió enseguida—: Además Durandarte también debe someterse, todos les debemos obediencia a ustedes, ¿no? —Se notaba que no estaba nada convencida de aquellas palabras, pero consideró que eran las que debía pronunciar en aquel momento.
Así se lo dirían a Esteve: la guardia civil reclama tu ayuda para dar con el escondrijo de Voltor. Pronto llegaría a sus oídos, hasta aquel lugar secreto entre la senda de Camille, el Col de Bessata, Lizara y Somport.