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EL ANIMAL DORMIDO
La estación era un edificio imponente. De doble jurisdicción, francesa y española, mostraba sus rótulos en ambas lenguas sobre sus fachadas idénticas, una orientada al norte y la otra asomada al río Aragón. La terminal tenía dos explanadas de vías para conducir el tren hasta donde terminaba el horizonte, esparcidas como cabellos metálicos y paralelos delante y detrás del edificio de viajeros con su sorprendente rotundidad de espejismo centroeuropeo encajado allí. Su estructura enorme de hormigón, piedra, plancha y cristal la culminaba una cúpula inmensa en el espacio central, la gran corona de fundición bajo la que crecía el vestíbulo, tan suntuoso que parecía una catedral. Los mostradores eran de madera labrada. Una escalinata de mármol subía a la segunda planta, donde se ubicaba el Hotel Internacional. Todas las demás dependencias ocupaban la planta baja y estaban duplicadas: las oficinas de cambio de moneda, de correos y telégrafos, las taquillas, los almacenes… Unas pertenecían a la Línea de Midi, la compañía francesa, y el resto a la española, llamada de los Ferrocarriles del Norte. Desde allí el convoy llegaba hasta Pau y enlazaba con París. Atravesaba la columna vertebral de los Pirineos por el túnel de Somport y pespunteaba el mapa elevado por la cordillera.
La estación se había proyectado como un escaparate de España que deslumbrara a quienes lo cruzaran. Ese propósito se había cumplido con creces porque la impresión que causaba este palacio ferroviario en los viajeros extranjeros era insuperable.
Y era este edificio el que estaba destinado a acoger al grupo de judíos que había llegado hasta Canfranc unas seis horas antes en el tren de la noche desde Pau, la capital de los Pirineos Atlánticos, en la región de Aquitania. Procedían tanto de Alemania como de otros países bajo el dominio del Reich. Los organizadores de su evasión les dijeron que en todo momento debían obedecer las indicaciones de Didier, un obrero de vía y obras, de unos cuarenta años, muy musculoso, con poco pelo, callado, pero que sonreía en cuanto tenía ocasión.
Él fue quien, con la ayuda de Durandarte, los había trasladado al hangar en el que permanecieron esas seis horas. No fue fácil sacarlos del vagón. Durandarte deslizó la puerta corrediza con mucho esfuerzo, después de girar la rueda de hierro del pestillo. Luego, Didier y él abrieron el candado con una de las llaves estándar de las muchas que tenían entre las herramientas y, por último, separaron los alambres que unía el sello de lacre. Este precinto era la prueba de que desde la ciudad de origen había permanecido cerrado. Después de ayudar a descender a todos, dentro del vagón solo quedaron unas veinte cajas de madera que contenían máquinas de coser, una mercancía muy valiosa porque con ellas se podía poner en marcha de nuevo alguno de los talleres desmantelados durante la guerra y con una sola toda una familia podía salvarse del hambre. Estaban muy bien embaladas y envueltas en mantas para aumentar su protección durante la descarga. De esta forma, el grupo de judíos tuvo asiento y abrigo durante el viaje. En cuanto bajaron todos, Didier se apresuró a derretir una barra de cera roja para unir de nuevo los filamentos de hierro que servían para certificar el sellado de aquel compartimento.
La larga espera había llegado a su fin, y en aquel momento, mientras en la otra cara del edificio se producía la ceremonia de la llegada que entretenía a los policías, los soldados alemanes de la brigada de Alta Montaña de Baviera, los agentes de las SS y otros miembros de la Gestapo, los refugiados judíos aprovecharon para escabullirse hasta un almacén vecino. Junto a él, las plantas silvestres con campanillas fucsias y violetas cerraban la terminal de Huesca al lado de las montañas. El momento tenía que ser siempre el exacto, no podía ser antes de que descendieran todos los pasajeros y bajaran todas las mercancías, pero tampoco debían demorarse tanto que todavía estuvieran allí cuando los soldados subieran al tren para inspeccionarlo y asegurarse de que estaba vacío por completo. Los vagones lacrados siempre debían abrirse ante la presencia de varias personas que reunieran la condición de pertenecer a fuerzas de seguridad y vigilancia distintas. Por ese motivo se dejaban para el final.
El hangar al que trasladaron primero a los fugitivos estaba en la parte francesa de la estación y era tan espacioso como si fuera de aviación. En aquel almacén cabían con holgura veintiocho vagones. Donde parecía que terminaba tenía otro fondo camuflado, un hueco de unos cinco metros de ancho y muy alto detrás de la plancha acanalada. Hasta había un váter rudimentario que solo constaba de una tabla con un agujero en el centro, pero tenía una cortina granate, tan basta como útil. El recinto oculto dentro del hangar apenas suponía una décima parte de aquella nave construida para cobijar al tren y evitar que algunas de las mercancías que transportaba se helaran en invierno. Laurent Juste se percató enseguida de que no había mejor sitio entre todas aquellas dependencias del valle de Los Arañones para construir aquel escondrijo. Se lo propuso a Didier porque el obrero disponía de todos los materiales y las habilidades necesarias. Bajo su dictado lo tuvo listo en un par de noches. Desde hacía más de año y medio lo venían utilizando igual. Tal como le indicó, su cómplice solo tuvo que adelantar la pared del final y duplicarla para crear el efecto óptico de que aquel depósito enorme acababa allí; luego volvieron a colocar todos los objetos que había en ella: una estantería con herramientas, un calendario, bastantes telarañas, un botijo, una placa metálica con un aviso de seguridad, un clavo con trozos de periódicos cortados del mismo tamaño y un par de trapos llenos de grasa. A nadie se le ocurriría medir el almacén por fuera y después por dentro. Esa hubiera sido la única forma de constatar aquella diferencia inapreciable a simple vista; a casi doscientos metros se le habían escatimado solo cinco.
Los refugiados judíos, débiles y agotados, debían permanecer en el hangar hasta que casi todo y casi todos se durmieran, hasta que solo quedaran en pie los guardias alemanes, el peor obstáculo. Eso era lo único que harían durante unas horas más, sumadas a las que ya llevaban en lo mismo, esperar: primero en el vagón entre los embalajes de madera de las máquinas de coser, después en el hangar y por último en el edificio de la estación, donde los más afortunados aguardarían la salida del tren de Madrid. El hecho de que no existiera intercambiador de vías como en Port-Bou e Irún, los otros pasos internacionales, los varaba allí durante horas. Los pasajeros pasaban la noche de forma cómoda en alguno de los alojamientos del pueblo, como la fonda La Serena, y los más afortunados pernoctaban en el Hotel Internacional. Los polizones, por el contrario, se estancaban en un tiempo detenido, marcado por sus propios latidos y por la angustia que respiraban como prófugos del nazismo a la espera de que amaneciera en Canfranc. Desde que el régimen había implantado la llamada en su terminología Solución Final para la cuestión judía eran carne muerta. No había voces, ni gritos, ni llantos, a pesar de que un tercio de quienes cruzaban las vías en aquellos momentos eran niños menores de diez años. Tenían los dientes frágiles como cáscaras de huevo porque las encías, abiertas por las infecciones, apenas los sostenían. Sentían frío, sed, hambre…, todas las necesidades que un ser humano puede tener, además juntas; a estas sensaciones físicas se sumaba el dolor por las pérdidas, por los familiares desaparecidos, por sus propiedades incendiadas, arrasadas, porque surgían de una herida, la de la Europa en guerra. Eran judíos. En la consideración de los nazis, el pus de un organismo. Los de aquella ocasión eran veinticuatro fugitivos.
Había en Europa dos trenes que no podían chocar porque cada uno de ellos tiraba hacia un extremo del mapa. Desde Berlín, Varsovia, Budapest, Viena y otras muchas ciudades salían vagones de mercancías y ganado repletos de personas, con el suelo cubierto de paja y las tablas de madera muy separadas, tanto que no aislaban del frío del exterior, en dirección a Dachau, cerca de Múnich, Auschwitz-Birkenau, a unos cuarenta kilómetros al oeste de Cracovia, Bergen-Belsen, en la Baja Sajonia, Buchenwald, cerca de Weimar, Mauthausen, en la Alta Austria y hacia otras muchas sedes del horror de las que entonces aún se desconocían sus nombres. Con la estrella amarilla cosida al abrigo, el nombre de Sara o Israel intercalado entre el propio y el apellido para marcarlos, eran conducidos hasta las cámaras que los convertían en humo humano.
Al otro tipo de trenes pertenecían los de aquel grupo. Los que acababan de llegar a la estación del norte de Aragón eran en su mayoría húngaros y polacos, también había un par de familias austriacas, varios ancianos a los que arrastraban cogidos de los hombros entre dos personas y un enfermo de tuberculosis, tan grave que para que su tos no se escuchara se había introducido un pañuelo en la boca. Le evitaba la asfixia el centímetro libre que había dejado cerca de su glotis, pero debía contener las náuseas que la tela ya tintada de rojo le producía. Escapaban en dirección opuesta, hacia el oeste del continente, para alcanzar el puerto de Lisboa y huir de forma definitiva. De todos ellos solo bajarían de nuevo al andén, en menos de dos horas, los que no tuvieran ningún impedimento porque les hubieran proporcionado allí de forma secreta nada menos que pasaporte, visado, salvoconducto, pasaje para el navío y, sobre todo, los billetes para subirse al ferrocarril que recorrería el mapa de los dos países. Todo esto reducía las posibilidades de muchos.
Antes de que las circunstancias se torcieran aún más por el aumento de la presión del gobierno alemán sobre el español, muchos habían intentado entrar en España en el tren, a cientos, y habían sido interceptados y deportados en cuanto fueron localizados dentro de los vagones mientras atravesaban territorio francés. Las patrullas alemanas tenían orden de detener a cualquier persona que intentara el paso clandestino por la frontera siempre que se le encontrara en un radio de cinco kilómetros a ambos lados. Y eso debían hacer también los carabineros, los gendarmes, los guardias civiles y la policía armada: ponerlos a disposición de las autoridades pertinentes, las de las naciones ocupadas a las que pertenecían, en aquel momento bajo el gobierno nazi.
Frente a la fachada de la estación, el grupo de judíos debía mantenerse junto, que nadie se saliera de aquella formación de manada, que a ninguno se le ocurriera echar a correr. Cada paso que daban era de una lentitud exasperante, pero moverse así era la mejor manera, la más conveniente para alcanzar el edificio. De esta forma era más difícil que fueran descubiertos que si cruzaran incorporados, porque en ese caso sus siluetas se recortarían, la velocidad alertaría a los guardias, mientras que así, agachados, casi detenidos, con un avance controlado y marcado por Didier, eran como una nube de bruma de las muchas que descendían desde las cumbres pirenaicas y se quedaban flotando allí, sobre las vías, a un par de metros del suelo.
A los de más edad parecía que los huesos se les iban a soltar en cualquier momento, les crujían como si se les desenroscaran. Y por muchas precauciones, por muchas medidas que se tomaran, el riesgo mayor seguía allí: que a alguno se le ocurriera huir y pusiera en peligro a todo el grupo. Luchar contra esa comprensible tentación de aquellos tanto tiempo retenidos, aprisionados, era lo más difícil. Si los guardias los descubrían les perforarían las espaldas a balazos, sin hacer ninguna comprobación. No tendrían la paciencia de detenerlos, de pedirles que se identificaran. Pero a ellos, a los organizadores de la evacuación, sí los detendrían; ya más calmados les sonreirían, los empujarían contra la pared del hall, los pegarían a ella de espaldas con los brazos en alto, el cañón de las armas contra ellos, como si los sostuvieran así, atravesados. Los cargarían como bultos, como escoria en un tren, y nadie los volvería a ver. Serían torturados para que desvelaran todas sus conexiones, para que les dijeran cuál era su forma de actuar, quiénes los ayudaban desde Pau, desde Marsella, desde París, Budapest, Cracovia, Berlín, desde tantos lugares.
El edificio que tenían ante sí no podía quebrarse, desaparecer como un espejismo… En aquellos momentos suponía su única y última posibilidad de escapar. Tenía que ser real. Quienes encabezaban el grupo, un par de hombres de unos treinta años y una mujer y una niña muy pequeña y muy flaca, fueron los primeros que, al incorporarse un poco, apenas un palmo, advirtieron su arquitectura de trazos imprecisos pero contundentes, con un estilo que agrupaba muchos: art nouveau o déco, modernista por algunos de sus elementos, pirenaico por los techos brillantes de pizarra de los que destacaban sus piezas en relieve con forma de escamas. Y aunque quienes en esos momentos contemplaron aquella construcción monumental no tuvieran ningún conocimiento sobre arte, no por eso dejaron de sentirse sobrecogidos por su magnitud y armonía. «Parece un animal dormido. El más grande del mundo», dijo la niña. La estructura metálica de la obra principal la fijaban al suelo las pilastras que sobresalían del tejado a cuatro vertientes en vez de a dos aguas. Sobre él, los pináculos que lo culminaban producían el efecto de atravesar todo el conjunto, desde el techo hasta la base, para enraizarlo, anclarlo en sus fundamentos y evitar así que se levantara, que aquel sueño tan acariciado saliera volando. La estación los miraba a través de sus ventanas, cientos de ojos verde bosque que reflejaban el tono que tenían enfrente.
Y en ese momento, mientras en la distancia se oía el relincho del caballo de Esteve Durandarte anunciando su marcha y la vuelta de los policías a su puesto, quienes iban en primer lugar vieron una figura humana que parecía esperarlos. Su actitud expectante confirmaba que sabía de su presencia. Desearon que fuera inofensiva o, mucho mejor, que los ayudara. Solo se alumbraba con una palmatoria muy tenue, tanto que el haz de luz apenas la envolvía.