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MARCAS DE AGUA

Aquella última tarde en Canfranc, Laurent Juste tuvo una actividad frenética que llevó a cabo con la parsimonia que le era propia para que nadie advirtiera lo que tramaba. No podía evitar hacer balance de todo lo que habían conseguido desde que llegó: los refugiados judíos por los que velaron, los documentos transmitidos en varias direcciones: hacia el consulado británico en San Sebastián y hacia Madrid, desde donde llegaban a Londres a través de la valija diplomática de la embajada británica, donde estaba su amigo, el sensato Samuel Hoare, con el que lo unía, además de muchas otras cosas, su animadversión hacia el gobernador civil. Lo admiraba por la manera en que les afeó la conducta a las autoridades españolas en un memorándum de ese mismo año, escrito a instancias de Juste, después de que se entrevistaran en Madrid. En su carta le recriminaba al régimen de Franco la forma en que la policía trataba a los refugiados, por permitir pasar a civiles en edad militar, italianos y alemanes, pero no a los del bando aliado. Les recordó el convenio de La Haya por el que los prisioneros de guerra debían ser puestos en libertad al llegar a territorio español, ya que se trataba de un país que no había entrado en el conflicto. El gobierno respondía que su deber era tolerar su permanencia y asignarles una residencia. Así lo hacían. Lo que no señalaban era el nombre del lugar, que no era otro que el llamado con el eufemismo de «Depósito» en Miranda de Ebro. Laurent Juste recordó también los mapas que dibujó, a veces a partir de recortes de periódicos, de viejas revistas militares, de atlas, la manera en que ocultaban las filmaciones en las botellas de antibiótico, las falsificaciones de Jana, que superaban en perfección a los documentos auténticos. Todo lo que les fue posible hacer lo habían hecho.

En aquellos momentos debía conservar la entereza y por eso prefirió entretenerse en otros menesteres, cualquier cosa antes que regresar a casa. No quería pasar el resto del tiempo abrazado a Arlette, temblando de miedo, que lo vieran sus hijos en ese estado.

Como no podía salir con ningún bulto de la estación, le encargó a uno de los trabajadores de la oficina de correos española que llevara una caja con su nombre a la parada del autobús que iba a Villanúa. Él lo siguió unos minutos después, bajó en la parada indicada y recogió el paquete. Caminó hasta el pretil que encauzaba el río Aragón y lo arrojó a sus aguas. Ese paquete contenía su máquina de mecanografiar, con la que tantos escritos confidenciales había redactado. Vio como las ramas metálicas de las teclas se sumergían en el agua, deseó que no golpeara contra el fondo enseguida y se quedara a la vista. Con las burbujas que se formaron alrededor y las ondas de agua parecía que la máquina quería expresar algo, que su escritura se desdibujaba en el agua. Se llevó el embalaje vacío para no dejar ninguna pista.

Atravesó Canfranc en dirección al pueblo de Canfranc Estación, tenía que parar en La Serena, no entrar allí hubiera supuesto alejarse con una tristeza aún mayor. A Tricio no tuvo que explicarle nada cuando lo vio entrar, el dueño de la fonda le leyó en la cara lo que pasaba, aunque continuaron con lo que ambos se dedicaban, es decir, el disimulo. Tricio entabló conversación:

—¿Cómo va el cereal este año? ¿Pasan muchas toneladas? Eso es lo principal, Laurent, aunque dicen que no solo de pan vive el hombre —remató con cierta picardía.

—Ponme un aguardiente, Tricio. En septiembre vendrán dos profesores nuevos al colegio.

—Anda, que nos vais a afrancesar, que nosotros somos aragoneses y no vais a poder doblegarnos. Sois muy ladinos vosotros, poco a poco nos queréis conquistar. —A los dos les resultaba difícil representar este papel, pero necesitaban que la conversación pareciera lo más ligera posible.

—Claro, pero con amor, que en vez de tenernos manía nos admiréis —le dijo Juste como si tuviera que ganarse su favor.

—¿Ves? Eso sí que lo hacéis bien. Qué facilidad de palabra, ya quisiera yo.

—¿Está Pilar? —le dijo Juste a la vez que le señalaba hacia la cocina.

—Sí, pasa.

Laurent se extasió allí dentro, comenzó a salivar a pesar de que él estaba acostumbrado a comer lo mejor de lo mejor. Los rodeaban chuletas de cordero, todas las delicias de la matacía o matanza del cerdo, codornices, queso de oveja cortado y distribuido en platos.

—Toma, llévale esto a mi amiga y dile que a ver si se deja ver más.

Le tendió una tartera con dos asas a los lados y otra arriba. Al aduanero casi se le saltan las lágrimas al caer en la cuenta de que su contenido sería probablemente el último alimento que tomarían allí, y eso si les quedaban ganas de comer algo.

—Gracias, Pilar. —Laurent no quiso alargar más aquel momento. Él sabía que era una despedida pero ella no. Tuvo que darle la espalda. Aquella mujer generosa, amable, comenzó a cantar con un chorro de voz, ajena a lo que en aquellos momentos le sucedía a la familia francesa a la que tanto estimaba.