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EL PALACIO DE LA LUZ

Cárcel de Huesca, domingo, 6 de junio de 1943

Antes del amanecer ya se había formado una cola de un par de cientos de personas delante del edificio de la prisión. En su mayoría eran mujeres familiares de los presos. Entre las madres, hermanas, sobrinas, hijas, esposas o tías, estaba Jana Belerma con un documento recién fabricado por ella misma por si tenía que certificar qué grado de parentesco la unía al bandolero. Había elegido el de prima porque tampoco quería aumentar, aunque fuera inventada, su proximidad a él. Había decidido hacer de tripas corazón y desplazarse allí porque no hacerlo le parecía una manera de eludir su compromiso con Sieglinde y Dagmar Géllert. Al menos eso era lo que se había contado a sí misma, sin poder negarse que ver a Durandarte también le despertaba mucha curiosidad, no sabía si sana o insana. Había muy pocas personas en su vida y tenía la esperanza de que Esteve alguna vez formara parte de ese limitado círculo al que pertenecían aquellos a los que podía llamar amigos.

Cuando apareció un guardia ante el portalón del centro fueron tantos los gritos que Jana prefirió quedarse callada hasta que cesaron. Como Durandarte no estaba entre aquellos que metían las caras entre los barrotes de las rejas, de tan flacas que las tenían, porque no esperaba que nadie fuera a verlo, ella pidió que lo avisaran.

—Tú, rufián, tienes visita, ha venido una que dice que es tu prima. Sal, pero no tardes —le dijo uno de sus carceleros.

Durandarte estuvo a punto de responderle que él no tenía primas, pero se calló a tiempo. No podía quedarse allí sin saber quién le aguardaba afuera. Le costó incorporarse en su celda, como si el hecho de ser tan alto le complicara aún más estirar los brazos y las piernas para deshacer su postura plegada de tantas horas seguidas.

Bajó las escaleras despacio, sus músculos agarrotados no le permitían avanzar de otra manera, y, cuando se acercaba al umbral separado de la calle por varios metros y muchas rejas, se tapó los ojos, pues la luz lo laceraba, y se detuvo porque no quería caminar a ciegas. Entre sus dedos vio a la multitud agolpada allí.

—Vamos, muévete —le dijo uno de los guardias de la puerta a la vez que lo empujaba con tanto ímpetu que casi lo tiró por los peldaños. Antes de caer, Esteve se sostuvo de la barandilla con la mano derecha. En ese momento, como si estuviera en lo alto de una de las cumbres del Pirineo, se puso la otra mano a modo de visera y vio a una mujer sola, que no hablaba con nadie. La reconoció. Su presencia allí era lo más parecido a un sueño, una sensación de lluvia en el infierno.

Una vez que Jana lo tuvo enfrente, al principio, entre tanto barullo, lo veía mover la boca, pero no podía escucharlo. Al final entendió que le decía:

—Nunca me voy a olvidar de esto. —Hablaba con tranquilidad. Se le notaba cansado pero también alegre, al menos en aquellos momentos. Ella había ido hasta allí a visitarlo y esto tan solo le bastaba. Era la primera vez que la veía sin el uniforme y la sintió arrebatadora.

—¿Qué? —Jana seguía esforzándose. En apariencia su peso no había disminuido, pero sus ojos tenían menos brillo y los pómulos estaban más marcados por efecto del agotamiento. En cambio, mantenía la misma sonrisa arrogante.

—Eso —se limitó a añadir él.

Jana llevaba un vestido de flores camisero bastante escotado para la época del año en la que estaban, aunque allí los días en los que hubiera podido lucirlo a cuerpo eran pocos incluso avanzado el verano. Lo cubría con una chaqueta de punto calado. Las dos prendas pertenecían al vestuario del que les proveían los ingleses para camuflar a los judíos. Su ropa de la época de Zaragoza había dejado de servirle y eran muy escasas las ocasiones en que podía lucir algo distinto a la ropa de trabajo. Con aquel atuendo que ella sabía que le favorecía mucho no quería provocar a Durandarte, sino hacerle ver que, si contaba con los medios adecuados, también era capaz de vestir y comportarse como una dama, que lo único que doña Mimín tenía de especial era su dinero. Este era el desafío que se había marcado aquella madrugada antes de salir de Canfranc: impresionarlo, que supiera que no era una más, que no iba a caer rendida a sus pies, sino que había viajado a Huesca porque su colaboración con la red lo exigía.

Esteve apuntó con un dedo hacia una esquina, ella recorrió muy seria la tapia en paralelo a él. Durante aquellos escasos pasos no se miraron, el prisionero prefirió no alzar la vista para que no le descubriera en los ojos la ilusión que le hacía que ella estuviera allí. En el rincón más apartado de la entrada central pudieron acercarse un poco. Entonces él le volvió a sonreír de la misma manera que lo hizo cuando se chocaron con las bandejas en el vestíbulo de la estación, con el gesto exacto que ella necesitaba pero por el que no iba a dejarse arrastrar.

La víspera, Jana había preparado una cesta de mimbre con queso, membrillo, plátanos y hasta una lata de leche en polvo americana que le dio Arlette. No quiso escribirle un mensaje porque sabía que examinaban a conciencia los paquetes antes de entregárselos a los presos. El contenido del bote se lo comería a pellizcos o lo mezclaría con el agua que les daban una vez al día dentro de un pote de metal. Pero era calcio al fin y al cabo, mejor que la cal de las paredes que arrancaban otros para masticarla e ingerirla. Sobre la cesta, que Jana después entregaría en la puerta, como si fuera una frazada que tapaba el interior, había una camisa blanca, mullida, planchada, que ella había cogido del hotel para que sustituyera a la que llevaba hecha trizas. Durante el trayecto en tren había ensayado lo que le diría, qué respondería él…, pero de nada le sirvió cuando Esteve comenzó la conversación de una forma muy inesperada. Se notaba que era alguien práctico, a quien no le gustaba nada perder el tiempo.

—El miércoles a las siete en punto cruzaré el puente del río Aragón de nuevo. Ya verás —le dijo Esteve mezclando los gritos con los gestos.

—¿A que no? —Jana no pudo evitar el tono de desafío. Le salió de forma automática porque estaba segura de que era muy difícil que lo soltaran—. No es todo tan sencillo, Esteve. —Jana remarcó mucho la palabra no.

—¿No? —Cuando le dijo esto volvió a sonreír, las marcas a cada lado de sus ojos parecían colas de peces. Jana tuvo la impresión de que no se refería a salir de allí, sino que la interrogaba sobre las posibilidades que tenía con ella. Se apresuró a transmitirle lo que la había llevado allí.

—Juste me ha encargado que te diga que aproveches mucho todo el tiempo que estés aquí encerrado, que tú sabrás a qué se refiere, y además pregunta por un húngaro, se llama Sándor Géllert, por favor. —Estas dos palabras las dijo en un tono bastante más bajo, casi inaudible, para suavizar su expresión, porque cuando comenzó con su enumeración notó que en el rostro de Esteve se dibujaba algo parecido a la desilusión. Era como si se apagara. Cerró la boca y dejó caer la mirada.

A Esteve le había quedado muy claro el mensaje y también que no había nada más. Para conformarse se dijo que tampoco tenía mucho sentido conseguir la libertad y atarse a una mujer. Lo que a continuación le contó Jana lo interpretó como un pago muy generoso por los escasos servicios que le solicitaba. Le dijo que le llevaba unos dólares de plata, la moneda habitual en el comercio de la frontera. A ella se los había proporcionado Juste, no eran muchas piezas porque así sería más difícil que las descubrieran, pero si conseguían burlar la vigilancia, a Jana no le cabía duda de que él sabría sacarles el máximo partido. Montlum le había explicado el truco para abrir un plátano con un hilo de forma que después no se notara; hasta que lo consiguió le tocó comer bastante puré de esta fruta para no desperdiciarla. Pero después de tanto ensayo estaban en la cesta con las monedas de plata dentro. Lo más grave que podía suceder era que las encontraran y se las quedaran. Si así ocurría los guardias estarían atentos por si ella volvía a llevarle otra mano de plátanos.

Mientras lo tenía enfrente, Jana pensó que verla allí hablando con el bandolero hubiera escandalizado a sus padres. El alboroto en la puerta de la cárcel de Huesca ya había mermado un poco, por eso Durandarte tuvo que gritar menos esa vez:

—Ha valido la pena que me encarcelaran. —Aquello no le importaba que lo escucharan los que los rodeaban.

Esteve se sabía mejor que muchos otros y disimularlo le hubiera resultado hipócrita. Él era así, para bien y para mal, pero a pesar de sus palabras y de sus ademanes lo sintió vulnerable. Le cruzó un pensamiento nefasto por la cabeza, pero decidió que a ella no le incumbía su vida íntima, que allá él. Eso sí, no podía ni imaginar qué clase de atracción le producía aquella mujer, doña Mimín, para que fuese capaz de vivir tantos riesgos por ella. No pudo evitar relacionar la seducción que ejercía la esposa del gobernador sobre él con una cuestión de poder, como si conquistarla fuera también un desafío, una muestra más de su temeridad. Y también se dio cuenta de que estaba obsesionada con la relación de ambos. No supo si responderle a aquello, solo sonreírle o no hacer ninguna de las dos cosas. Mientras lo pensaba, un guardia al que no habían visto llegar le dio a Esteve un culatazo en los nudillos de la mano con la que agarraba la reja para indicarle que ya había terminado el tiempo de visita. Quiso acercarse aún más a Jana a través de aquella celosía de forja, pero ella ya se había apartado sobresaltada.

Esa mujer era única, trabajaba lejos de su casa sin que pareciera necesitarlo, sus modos, su educación la delataban, era amiga de sus amigos, sin importarle que estos fueran varones, se la veía muy desenvuelta, se bastaba a sí misma. Sabía que era de Zaragoza y, sin embargo, parecía sentirse en Canfranc como en su casa. Todo un misterio, un hermoso enigma, pensó el bandolero mientras se alejaba hacia el interior tenebroso del penal de Huesca. No sabía si era por efecto de aquel entorno en el que Jana contrastaba tanto, pero, a diferencia de las veces anteriores, le había descubierto una belleza sobrenatural, como si le manara de dentro. La mirada que mantuvieron pareció solidificarse, como si fuera un puente entre ambos que obrara una especie de pacto del que aún no supieran a qué atendía.

Jana se quedó allí hasta que lo perdió de vista. Se había sentido muy a gusto a su lado a pesar de las circunstancias. Pero de inmediato se recompuso de aquel pensamiento con un antídoto que se enunció para sí misma: a todas les sucederá igual y después a saber cómo acabarán. Luego se acercó hasta el cuerpo de guardia, al otro lado del paso de ronda que separaba los locutorios generales, para entregar los víveres.

La cárcel estaba dividida en cuatro galerías con forma de aspas de molino, desde las que llegaban gritos, proclamas y algunos vivas. A los que aún quedaran allí el siguiente año los trasladarían al nuevo baluarte del orden que ya estaban construyendo en esa misma ciudad. Para estrenar la nueva cárcel tendrían que contar con la fortuna de uno de los pocos indultos que llegaban por goteo, no haber sido asesinados mediante la aplicación de la ley de fuga o fusilados después de un consejo de guerra por adhesión a la rebelión. También tendrían que estar libres de cargos por tenencia de armas y explosivos, acreditar que no eran masones, ni sindicalistas de la CNT, no haber vendido periódicos que no hubieran pasado la censura, ni estar afiliados a las Juventudes Libertarias, no haber promovido huelgas, ni ser enemigos de la fuerza pública… En resumen, no haber sido juzgados y condenados por el solo hecho de estar vivos. Jana albergaba la sospecha de que por muy seguro que estuviera Durandarte de que su cautiverio iba a durar poco, también conocería el nuevo edificio.

Como aún faltaban varias horas para coger el tren de vuelta a Canfranc, Jana Belerma se fue al cine. Eran muy pocas las oportunidades que tenía de hacerlo, así que aprovechó aquella. El palacio de la luz le pareció el mejor nombre posible para una sala de proyecciones, aunque se tratara de una construcción muy precaria cubierta por un toldo. No dejaba de sentir con mucha intensidad la presencia de Durandarte e imaginaba que estaba con ella y ambos se dirigían a ver una película como cualquier otra pareja. Más le valdría, se dijo; cualquier cosa menos estar donde está. La vida era muy difícil para todos en quellos tiempos, y más para las personas con las que ella se relacionaba. Si unos años antes le hubieran contado todo aquello no lo hubiera creído, le habría parecido el argumento de una de esas películas que se exhibían en la gran pantalla de aquel solar de la plaza Cervantes. Una historia más de las que se sentían con mucha pasión, pero solo mientras duraban.

Cuando compró la entrada lo que quería era un billete que la transportara lejos, a donde fuera, que le permitiera estar en otra realidad, pero sin exponerse, aunque tampoco podía negarse que quería que ese pasaje fuera de vuelta porque a pesar de todo necesitaba seguir en Canfranc con Juste, Arlette, Montlum, Didier y… Detuvo esta enumeración mental porque no quería llorar al pensar en Valentina. Con las manos ocupadas por la gaseosa y la bolsa de pipas, se sentó para dejarse inundar por la imagen del vuelo de un águila que anunciaba el Noticiario y Documentales Cinematográficos.