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VISIÓN

Viernes, 13 de agosto de 1943

Durante aquella mañana a Jana se le hizo más difícil que nunca sonreír a los clientes y mostrarse amable porque solo quería llorar, gritar, deshacer aquel manojo de nervios en que se había convertido desde que comenzó la huida de la familia Juste. Lo peor fue tener que atender a los guardias que la Gestapo había mandado para detener a Laurent. Ocuparon una mesa en un rincón, delante de dos helechos; se les veía despreocupados, como si los hubieran enviado a cumplir un mero trámite, como si la vida de un hombre con su familia al completo no valiera nada. Tuvo ganas de arrojarles un vaso de agua a la cara, de escupirles, pero en vez de eso les sirvió los cafés. Dejó la bandeja sobre la mesa redonda de caoba. Gröber les dijo:

Frau Belerma, einer meiner Lieblings-Landschaften[22]. —Y los tres rieron.

Cuando por fin terminó aquella noche, subió a su cuarto, se descalzó y se dejó caer sobre la cama con el uniforme todavía puesto. Abrió El conde de Montecristo y releyó uno de los pasajes que más le habían gustado de aquella novela.

—Además —añadió Faria—, en los doce años que llevo de calabozo he recordado las fugas célebres y, aunque pocas, las que han coronado el éxito fueron las meditadas a sangre fría y preparadas lentamente. Así huyó de Vincennes el duque de Beaufort, así de Fort Peveque el abate de Buquoi, y así Latude de la Bastilla. Ha habido además otras fugas deparadas por la casualidad, y esas son las mejores. Creedme, esperemos una ocasión y, si se presenta, aprovechémosla.

—A vos os ha sido fácil esperar —dijo Dantés suspirando—, vuestra continua tarea os ocupaba todos los instantes, y cuando no, teníais esperanzas para consolaros.

Buscaba evasión y esa historia la distraía, pero le recordaba demasiado en cada momento lo que estaba viviendo. Desde el principio le había pasado así. Siguió leyendo que el abate se fabricaba su propia tinta y su propio papel en su calabozo del castillo de If.

Estaba desazonada, no sabía qué hacer. Desde que los Juste habían salido el día antes a las cuatro de la tarde ya habían pasado treinta y seis horas. Lo primero que había hecho, incluso antes de que Laurent, Arlette y Auguste, en compañía de Didier, alcanzaran el túnel, fue descolgar todas las piezas que aleteaban cuando abría la puerta o la ventana sobre el tendedero improvisado de pared a pared en su habitación. No tenía demasiados lugares donde ocultarlas allí, pero había aguzado la imaginación para encontrar unos cuantos escondites que no fueran ni el colchón ni un hueco bajo una baldosa suelta. Ató algunos papeles debajo de los cajones y otros los metió enrollados dentro del sifón siempre vacío y en la barra del toallero a la que quitó los dos remates. Con algunas herramientas habilitaría otras cavidades para los objetos que había allí. Desde ese momento ninguno quedaba a la vista.

Sábado, 14 de agosto de 1943

A primera hora de la tarde del segundo día desde la fuga de los Juste, bajó al vestíbulo para recoger del quiosco los periódicos vespertinos y llevarlos a la cafetería. Imaginaba la furia de Eberhard Gröber. Esta vez cuando la viera no solo la agarraría del brazo, sino que se lo retorcería hasta que hablara, como le había visto hacer con la joven Solange. Aquellas paredes de la entrada le devolvían la música del violín de Montlum, las notas del charlestón cuando llegó Joséphine Baker. Su amigo músico estaba más triste que nunca, de Didier no sabía nada desde que lo vio de lejos entrar con la familia Juste en el túnel. Cuando iba a subir a la segunda planta de la estación, uno de los empleados de la oficina de correos y telégrafos la interceptó al pie de la escalinata del edificio de viajeros.

—Ha llegado un paquete para usted, parece un libro —le dijo con una sonrisa grande. Era muy joven, tanto que Jana pensó que trabajaría aún de aprendiz. Tal vez le hiciera gracia que siempre recibiera lo mismo, igual aún no sabía que cada libro era distinto.

Después de firmar el recibo sobre el mostrador de la oficina y dejar los diarios sobre un extremo de la barra de mármol, se llevó sin ningunas ganas el paquete a su habitación. No se trataba de una novela, sino de dos. Las miró con cierta desidia. Se ahogaba. Tendida en la cama tuvo la certeza de que todas sus esperanzas se habían diluido. Sentía que era cuestión de tiempo, de días u horas más que de semanas, que se la llevaran a ella también. Pero pensó en Sieglinde, en el camafeo que le regaló Dagmar, en tantas familias seccionadas, en los niños que acompañaban a quienes se disfrazaron de monjas, enfermeras y curas. Se dijo que daba igual cómo estuviera ella, que se debía a los demás, a los que aún podía salvar. Y como si fuera una fuerza de la naturaleza, o se pusiera en pie por obra de un milagro, se incorporó y sacó enseguida algunos de sus bártulos escondidos. Contaba con su propio libro de códigos, en realidad era un cuaderno en el que había anotado las claves. En ese momento, de forma bastante distraída, abrió las doscientas ochenta páginas de la novela La de los tristes destinos. Era otro de los Episodios Nacionales, en ese caso se trataba del dedicado a la reina Isabel II. En aquel momento era el mejor desafío para su mente. El otro volumen no se lo podía leer porque lo habían vaciado con ayuda de una cuchilla para ocultar dentro unas flores secas, un regalo intrascendente, pero que apuntaba a una pista. Jana advirtió que las cubiertas de cuero eran demasiado gruesas. Cortó con unas tijeras una tira de la parte superior y metió la mano en aquellas tapas convertidas en bolsillos. Contenían el premio por el que tanto habían luchado, las Danger visas prometidas por el comité de Fred Deyermond a cambio de salvar a los intelectuales y artistas que les habían encomendado. Ocupaban bastante menos que los pasaportes; a primera vista Jana calculó que había bastantes, que con ellas podrían salvar a muchas familias. Se entusiasmó con aquel primer recuento. Las sostuvo en sus manos como si fueran dos abanicos y enseguida le subieron hasta los ojos dos ríos de lágrimas porque quiso bajar a la casa de los franceses, apartar la cortina del salón y comunicárselo a Arlette y a Juste, pero ninguno de ellos estaba ya allí.

La euforia le había hecho olvidarse por unos instantes demasiado breves de que de nuevo se había quedado sin familia.

Ante aquello, Jana no tenía otro remedio que tomar las riendas. Con esto contravendría las órdenes de Laurent, quien le había transmitido que dejara en suspenso cualquier actividad y destruyera todas aquellas pruebas que podían incriminarla. Pero ella consideraba que ya habían llegado demasiado lejos y a esas alturas no podían detenerse. No podían desperdiciar aquellas decenas de salvoconductos. Sin contar con la red que centralizaba el bretón, sin su grado de perfección, recurriría a la improvisación, pero sin exponerse.

Le contaría la nueva situación a Étienne Guinart, solo tenía que escribir un mensaje en clave, que Didier se lo entregara al maquinista y este al dentista de Laurent en Pau. En él se ofrecería para ponerse al mando, se entrevistaría con ellos si fuera necesario en Toulouse o donde le dijeran y, sobre todo, buscaría a Durandarte. Didier, Montlum y ella no ostentaban ningún cargo, solo eran personal al servicio de una compañía de ferrocarril, un ayudante de panadería y una camarera del Hotel Internacional gestionado de forma conjunta por las dos empresas del tren, la del Norte y la de Midi, se decía Jana como si el oficio importara para ser detenido. No tenían ninguna prueba contra ellos, se repetía en su cuarto, donde, aunque ya no estaban a la vista, contaba con todo lo necesario: pasaportes fraudulentos de diez nacionalidades al menos puestos a buen recaudo en todos los escondrijos que había ido ideando. Ella, que aprisionaba resmas de papel oficial, que imitaba la caligrafía de los documentos, que falsificaba firmas y estampaba con los sellos de caucho, tallados por el maestro grabador de Jaca, cuanto salvoconducto o visado se le ponía por delante, no lo contaría si la detenían.

No saben nada, se decía. Pronunciaba estas palabras como un conjuro mientras pensaba en la rama de romero sobre el libro de Dumas y el rastro de barro sobre el suelo de su cuarto. Tenía que encontrar a Esteve cuanto antes para los nuevos planes.

Casi a las diez de la noche escuchó que llamaban a la puerta con mucha suavidad. Se acercó y le pareció distinguir al otro lado la voz de Montlum. Con él la confianza era mucha después de tantas tardes compartidas en las que hasta había probado sus cigarrillos y se habían hecho confidencias.

—¿Eres tú? —preguntó, solo por precaución, a la vez que abría, porque estaba segura de que se trataba de él. Pero no era Montlum, sino alguien mucho más corpulento, aunque no era ninguno de los guardias de la Gestapo a los que había servido hacía un rato. Encontrar allí y a aquellas horas a quien tenía enfrente le resultó muy sorprendente.

—¿Puedo pasar un momento? —le dijo Durandarte. Se le notaba la urgencia en la voz.

—Sí, sí, claro —le respondió muy desconcertada.

Miró alrededor. Dentro de su habitación todo estaba en orden. Verlo allí era aún más irreal que sus sueños. Vestía de blanco, como siempre, por el calor iba en mangas de camisa y jugaba con su sombrero como si no supiera qué hacer con él. Jana lo interpretó como una muestra de que pocas veces estaba a cubierto. Por fin lo dejó en la mesita de noche junto al libro de Dumas.

—Me gusta mucho este libro. —Izó la novela con la mano como si fuera un trofeo.

A Jana le resultaba difícil imaginárselo con él en las manos, en el monte, apoyado en el tronco de una carrasca, pero pensó que tampoco había nada que impidiera que la lectura fuera una de sus aficiones. No le cabía duda de que lo había prejuzgado, que se había dejado llevar por las muchas habladurías que sobre él circulaban, sobre todo por una. Y aquella reacción era una muestra más. Ella sentía su prisa, el tiempo escaso. Necesitaba, sin embargo, aunque de momento fuera con dos palabras, comunicarle también su decisión. Y había aparecido como invocado. Pero era otra cosa lo que lo había llevado hasta allí. La más importante para Jana entonces.

—Te traigo un recado de Pilar, la de La Serena, me voy enseguida —le dijo Esteve mientras la miraba como si quisiera ver a través de ella o del camisón bastante traslúcido—. Han llegado a Madrid y su hija a Zaragoza. Pero Pilar no me lo dijo así delante de los demás, sino como una copla. A ver qué hubieras interpretado tú: la virgen de la Paloma es la favorita de las lavanderas y la nuestra la de todos los demás. —Y rio. Se dio cuenta de que se estaba entreteniendo demasiado.

—Esta mujer es muy hábil. Ya puedo respirar, al menos la primera etapa ha salido bien.

Jana sonrió con cierto alivio, después se quedó callada y muy quieta porque advirtió que Durandarte allí de pie posaba los ojos en su cama. Y sonrió de nuevo. No sabía cómo comportarse. Se sentía muy extraña, como si en vez de en su cuarto estuviera a la intemperie. Dos rizos hirsutos, negros, duros, como si fueran crines, pero ondulados, se le escapaban a Durandarte de la tira de cuero que le recogía el resto del cabello en la parte baja de la nuca. Jana se fijó en sus labios, pero enseguida apartó la vista de ellos porque la invadió la escena del mar, recordó el olor a sal.

Era muy serio lo que se traían entre manos, la conversación sobre el destino de la familia Juste, como para mezclarlo con aquellas frivolidades, pero no podía evitarlo. El mensajero improvisado era la misma persona en la que ella pensaba para saber de una vez qué era capaz de sentir, si estaba preparada para soportar determinadas intensidades. Estaba convencida de que debía andarse con pies de plomo, paso corto y mirada larga, que de esa forma en cualquier momento podría detenerse si no le gustaba lo que iba encontrando. Para ella ya era suficiente aquella vida, en la que se había desprendido de muchas capas, pero no iba a quedarse de momento sin nada que la protegiera frente al abismo que representaba Esteve.

—No quiero que me vean aquí. Sé que tienes de vecino a Gröber —le dijo él.

El cuarto de Jana, al igual que los de sus compañeros, estaba en un pasillo distinto al de las habitaciones de los clientes del Hotel Internacional, a las de los empleados los separaba del resto una puerta sobre la que se leía Prohibido el acceso. Privado.

Durandarte continuó:

—Pero aun así he venido en cuanto lo he sabido para evitarte más horas de angustia.

Como si una cosa fueran sus palabras y otra su deseo, volvió a mirar la cama y a ella vestida de forma tan leve que las caderas se le recortaban dentro de la tela traspasada por la iluminación de la farola del exterior de la fachada. Veía el pecho de Jana subir y bajar con la respiración, como cuando la espió dormida. Quiso llevarla hasta la cama, sin decir nada, y que ella esta vez asintiera cuando la besara. Aquellas situaciones, quedarse a solas con una mujer, no eran muy habituales en su vida montañesa, al menos desde que estaba en el Pirineo. La melena de Jana parecía una aureola y alrededor de ella se había formado otra del mismo tono, pero inmaterial, que la duplicaba por el efecto de la luz.

—Gracias —le dijo Jana, segura de que en aquel momento se despediría. Pero él no se movió.

Sintió cómo la miraba y se estremeció, no tenía muchos precedentes pero, a pesar de eso, sabía reconocer el ansia que notaba en él y no le cupo duda de que en esos instantes detenidos, cerrados de forma hermética, como una cápsula, no existía para ninguno de los dos la guerra, ni la Resistencia, ni los refugiados, ni las Danger visas, ni el tren a Lisboa, sino que, como en cualquier momento de la historia del mundo, eran una mujer frente a un hombre.

—Espera, Esteve —le dijo a pesar de que él no se había movido de la misma losa donde permanecía desde que entró. Jana pensó que una vez que se hubiera marchado comprobaría las huellas de barro de sus botas—. Quería proponerte que sigamos nosotros con los documentos y los fugitivos; tenemos a Didier, a Montlum y al enlace que está en Londres. —Jana no consideró apropiado pronunciar el nombre de Étienne Guinart—. Tienes que llevar un mensaje, que lo entregue Didier en Pau para transmitirles que seguimos adelante con las evacuaciones y el paso de documentos. Nos reuniremos de forma discreta para reorganizarnos. No podemos detenernos ahora. Es lo que Juste habría querido, aunque su deber le obligara a decirme que no siguiéramos arriesgándonos.

A Durandarte le deslumbró aquella reacción de Jana. No se había amilanado. Aunque no le cabía duda de que lamentaba más que nadie la ausencia de los Juste, no la encontró llorosa, compungida, sino dispuesta a luchar. Aquella mujer representaba dos de las cosas que a él más le interesaban: la valentía y la verdad. Era de una pieza, no aparentaba, sino que era tal cual se mostraba. Sintió una sacudida que no solo no lo sacó de su deseo, sino que lo hizo caer en una atracción hacia ella aún mayor.

—¿Dónde dormirás esta noche? —le dijo Jana, a la vez que se sorprendía de escucharse a sí misma porque enseguida se dio cuenta de que aquello podía interpretarse como una invitación. No hubiera sido lo mismo pronunciar aquellas palabras unos momentos antes. De eso no le cabía ninguna duda. Pero después de lo hablado parecía que lo decía con una intención muy concreta.

—En la casa de los padres de Valentina. Como era de esperar, me están muy agradecidos y me dan alojamiento siempre que tengo que quedarme en el pueblo.

—Esteve, buenas noches, gracias por no esperar a mañana. —En cuanto dijo estas palabras advirtió que para ella, y tal vez para ambos, significaban bastante más de lo que en principio parecía, como si no solo aludieran al mensaje que le había llevado.

A pesar de su sigilo al salir de allí, Eberhard Gröber descubrió a Esteve. El mayor tenía la puerta de la sala de reuniones abierta un par de dedos, y lo vio en el pasillo que comunicaba la planta con las habitaciones del servicio. A través de aquella rendija, el oficial lo vio sonreír y entonces sonrió él también. Le faltaba muy poco para acabar de completar aquel rompecabezas a pesar de los fracasos anteriores. Se dijo que importaba más cómo terminaba algo que cómo comenzaba.