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EL DIOS DE LAS VENGANZAS

Estación de Canfranc, lunes, 5 de abril de 1943

Cuando el tren se apartó, Jana levantó la vista de aquel libro de Dumas que tanto hablaba de contrabandistas: He querido ocupar el puesto de la Providencia para recompensar a los buenos…, ahora cédame el suyo el Dios de las venganzas para castigar a los malvados, decía casi al final del capítulo séptimo de El conde de Montecristo.

En el Heraldo de Aragón había leído que acababa de estrenarse una película francesa sobre él. Desplazarse hasta un cine de Toulouse le resultaba casi imposible porque sus actividades le impedían viajar con demasiada frecuencia si el desplazamiento era de varios días, pero contaba con otros medios de transporte: las decenas de novelas que la llevaban donde elegía cada vez.

Aquella mañana, una vez que los viajeros entraron en el edificio, solo quedó una figura inmóvil en el andén. Le llamó la atención. Desde su puesto en la segunda planta se sentía dentro de una burbuja de cristal como los personajes de los cuadros que le había descrito Montlum cuando le comunicó que esperaban ilustres e inminentes pasajeros.

Volvió a bajar la vista. El recién llegado era un hombre con sombrero de ala de cuervo y abrigo negro, sin equipaje, del que no se adivinaban sus ojos. Jana sintió un escalofrío y de forma refleja se frotó los brazos por encima de la camisa del uniforme para borrar con aquella fricción la sensación desagradable que le produjo. Era alto y desgarbado, tanto que parecía necesitar el banco sobre el que se sentó para no desmontarse como si estuviera hecho a piezas. Más que humano parecía un espantapájaros arrancado de un campo de trigo.

Lo más sorprendente de todo no fue que no enlazara con ningún tren, sino que no se moviera de su asiento durante las siguientes veinticuatro horas. Cuando Jana bajó al andén para ayudar a Valentina, que volvía con un encargo del pueblo, vio cómo los guardias le pedían la documentación en alemán y que él respondía en ese mismo idioma. Por tanto, era alemán y, además, tenía su pasaporte en regla, ya que no lo conminaron a que abandonase la estación y menos a que los acompañara. Tal vez le faltaba algún visado que esperaba recibir allí. Era una posibilidad, pero que hubiera pasado la noche a la intemperie, sin refugiarse siquiera en el hall, y que los soldados se lo hubieran permitido no era comprensible. Se hizo el propósito de no perderlo de vista e informar a Laurent Juste con disimulo en cuanto se cruzara con él. Contaba con la mejor coartada para visitarlo en cualquier momento, su amistad con Arlette.

Como corresponde a una persona con exceso de celo profesional, Jana estuvo en todo momento al tanto de sus idas y venidas. Enseguida supo que se apellidaba Voltor, aunque sospechó que esta manera de dirigirse a él sería en realidad una deformación del término germano que debía figurar en su cédula de identidad.

Pronto comenzaron los rumores. Solo lo dejaron entrar en la fonda el primer día, después ya no, porque Tricio le dijo que olía muy mal, que apestaba a carroña, como si comiera carne en descomposición. Cuando bajaban los desperdicios a los cerdos lo veían rondar el corral. Montlum era el único que le daba pan, lo dejaba sobre el alféizar de alguna ventana cuando estaba seguro de que el alemán lo veía. Jana no quería que se acercara a él porque intuía que su inquietante presencia acabaría acarreándoles alguna desgracia. Barruntaba la tragedia. Cuando recorría el andén, quienes esperaban allí se apartaban a su paso, sacaban pañuelos y se los llevaban a la nariz y a la boca. Laurent Juste daba palmas para que se alejara como si se tratara de un perro vagabundo. Su presencia suponía para Jana la certeza de que los trenes que llegaban hasta la terminal también podían traer en sus estómagos el vómito, la escoria de aquellos tiempos. Lo sintió desde el primer momento como un mal augurio, un imán para la mala suerte, una señal que enviaban las tinieblas que se cernirían sobre ellos si no lo impedían. Todo él era su sombra. En aquellas sensaciones resumía Jana la presencia allí de Voltor.

Aquellos días estaba muy ajetreada porque recibir a los transeúntes ilustres les suponía a todos los implicados muchos preparativos. No debía plantearse si era justo que para salvarlos a ellos: a Chagall, a Max Ernst, a Alma Mahler o Joséphine Baker, tuvieran que anteponerlos, aunque solo fuera de forma temporal, a otros refugiados judíos. Estos seguirían pasando a través de la montaña, pero fuera de su control. Solo esperaba que Durandarte se ocupara, como le habían dicho sus compañeros que hacía, de que ninguno de ellos se perdiera. No era extraño el hallazgo de cadáveres. No había podido evitar acordarse de él al ver un caballo atado en la reja de la estación. Estaba exactamente en el mismo lugar en que dejó Esteve el suyo la mañana que le preguntó al gobernador por doña Mimín y evitó de esa manera que el registro de los vagones continuara.

Jana estaba a punto de entrar en el vestíbulo cargada con un par de bandejas que había recogido en el horno donde trabajaba Montlum. Alimentaba solo olerlas. Estaban repletas de lazos, trenzas y tortas de alma. De repente se chocó con alguien que salía. El hombre había vuelto la cabeza porque hablaba con alguien que se quedaba en el hall. Quiso decirle que mirara por dónde iba, reprenderlo, pero la furia desapareció al momento:

—Perdón, te he asustado. Déjame que te ayude. —Aquella vez, Durandarte no le dijo «vaya», como en la tienda.

Una de las bandejas había caído al suelo, pero la tela que la cubría evitó que su contenido se desperdigara. Solo quedó fuera una de las tortas de alma con su forma de media luna. Aunque la cólera se le disipó enseguida al ver que no era para tanto, a la camarera le brillaban los ojos. Encontrárselo hizo que de forma inmediata se le reavivara la curiosidad por él.

Esteve recogió la bandeja y se la colocó a Jana encima de la otra que llevaba. Ella sintió la presión contra sus pechos y después él volvió a agacharse a por la pasta solitaria. Quiso colocarla también sobre el mantel que cubría las otras, pero ella lo detuvo:

—Gracias, pero tírala, no puedo hacerlo yo con las manos ocupadas. —No quería llevar de ninguna manera a la cocina una pasta que se había caído al suelo. De nuevo volvió a tratarlo de aquella manera autoritaria como si fuera la forma de marcar distancias entre ambos.

—¿Quieres que lo lleve yo? —le dijo Durandarte con mucha amabilidad.

—No, no, ni hablar —contestó con la intención de ser en aquella ocasión tan breve como él lo había sido en el encuentro anterior.

Pero en vez de despedirse, permaneció frente a él, mirándolo. Esteve se llevó el pastel a la boca y comenzó a mirarla con una mezcla de descaro y curiosidad. Jana vio cómo clavaba sus dientes en la masa, cómo sus labios se llenaban de cristalitos de azúcar. Tal vez ella no se movía porque la había hipnotizado aquella manera lenta en que asomaba la confitura de calabaza al partirse, el movimiento de su mandíbula. Imaginó el sabor del anís en su lengua, en sus encías, y sin darse cuenta abrió la boca también. Él seguía mirándola, pero ella se rehízo enseguida y se despidió con bastante aspereza. Aún no sabía ante quién se encontraba y había decidido al menos ser cauta.

—Adiós.

Él no le contestó al saludo. Solo le sonrió de la forma exacta en la que ella necesitaba que alguien le sonriera. Pero enseguida se acordó de su relación con doña Mimín. Su lucha se repetía: le atraía todo lo que tenía que ver con su físico poderoso, excesivo, con su desenvoltura, pero no quería dejarse llevar porque atisbaba un muro al final de aquello que solo consideraba ligereza o insensatez suya.

En la cocina de la cafetería descargó sobre la mesa central las dos bandejas con bastante estruendo y se dejó caer sobre una silla. Valentina se le acercó enseguida:

—Jana, ¿qué pasa? ¿Te encuentras mal? Estás muy pálida, pero muy muy muy pálida. ¿Has visto un fantasma?

—No sé lo que he visto. —Ante ella ya no tenía que fingir, pero tampoco quería dar explicaciones.

La niña la abanicaba con uno de los menús. Ante los ojos mareados veía pasar las letras del café, de los licores, de las infusiones.

—Jana, ¿se te pasa?

—No quiero que se me pase. —Jana era consciente de que le gustaba lo que había sentido, eso no se lo podía negar, pero hubiera deseado que las circunstancias fueran distintas. Desde aquel día, cada vez que veía una torta de alma, se le hacía la boca agua.

Viernes, 9 de abril de 1943

Aquella mañana, Laurent, una vez finalizados todos los trámites aduaneros para el convoy que en un par de minutos partiría de allí, hablaba con una pareja y una señora bastante mayor que los acompañaba. Eran suizos, él, ingeniero y agente comercial de una marca de motores.

Su esposa y la tía de esta aprovechaban aquel viaje de negocios para conocer Madrid. Tenían un toque soberbio y sus cabezas ocupaban el extremo más opuesto posible a sus pies, a costa de estirar tanto el cuello, los tendones y las venas se les tensaban en su parte frontal y lateral.

El jefe de la aduana francesa debía ser cordial, hablar con todos, hacer también de relaciones públicas de su país, pero sin implicarse demasiado. Tal vez esto último era el quid, su norma íntima que le permitía soportar a todo tipo de personajes que cruzaban por allí. Eso sí, podía mostrarse amable con la mayoría, cortés, incluso servicial y solícito con algunos a los que en otra coyuntura no hubiera dirigido la palabra porque su trabajo para la Resistencia suponía sobre todo disimular, pasar lo más desapercibido posible, no decantarse, no defender a unos ni acusar a otros. Podía fingir con todos menos con el gobernador civil. En él había encontrado el límite de su paciencia.

Mientras se desarrollaba esta nueva representación teatral sucedió algo imprevisto. Como siempre, la conversación había comenzado por la guerra, comentaron los bombardeos de la RAF sobre algunas líneas de ferrocarril alemanas y los rumores de una posible reunión entre Hitler y Mussolini en el palacio austriaco de Klessheim in Wals-Siezenheim, muy cerca de Salzburgo. Pero, sin duda, lo más grave era la entrada de los alemanes en el gueto de Varsovia para llevarse a sus habitantes, se decía que a un campo de trabajo en Treblinka, al noroeste de la Polonia ocupada. Para estupefacción del francés, aquel viajante de maquinaria habló en un tono alto y soberbio de ciertas maniobras del Tercer Reich:

—Pues mire, no me parece mal una cierta purga. Hay demasiados elementos subversivos alimentados por el sindicalismo. Los rabinos ensucian la mente, les inculcan la codicia para que sean como urracas y se lleven a sus nidos todo lo que brille. ¿Y qué me dice de tanto cíngaro, de tanto homosexual y los traidores? Nunca ha habido tantos.

Laurent Juste se sentía muy incómodo. Aunque tenía un sueldo elevado, muy superior al de sus colegas del norte, porque el trabajo en el paso fronterizo era el mejor pagado, aguantar aquello era demasiado, no podía soportar el asco que le producían esas palabras que justificaban la violencia indiscriminada contra los inocentes.

—Ya verá qué limpia quedará Europa después de esto. Había muchas ratas, demasiadas, riesgo de peste, por tanto. Y los retrasados, impedidos, inválidos serán por fin libres en el más allá, en la otra vida, lejos. Dejaremos de sentir ese horror que nos sale de dentro cuando nos cruzamos con ellos.

Y rio tras concluir estas frases. Su esposa y su tía política afirmaban. Juste hacía rato que callaba.

—Bendito el hombre que nos libra de los dementes, de los tullidos y los lisiados, de los deformes. Solo son lastre del que hay que librarse. ¿Higiene racial la llaman? Pues eso.

El jefe de la aduana vio acercarse a Voltor, pero ya tenía demasiado con aquel energúmeno como para ocuparse en ese momento del mendigo. El suizo gritaba como si quisiera proclamar a los cuatro vientos sus ideas, airearlas, que todos supieran que estaba de acuerdo con el Führer y sus medidas de selección social. Algunas personas se santiguaron, las de su familia no.

Juste respiró al ver el reloj. Ya se iban. Cuando el ingeniero de motores se disponía a subir al coche del tren, en vez de apoyar el pie en el primer peldaño, la pierna se le coló en el espacio entre este y la plataforma y quedó como un muñeco desmadejado con una pierna en ángulo recto respecto a la otra. Juste sintió un dolor muy intenso, pero solo psicológico, en los testículos. No tuvo más remedio que ayudarlo a incorporarse, pero no podía ponerse en pie y acabó su discurso en la enfermería con una de sus extremidades partida.

Algunos testigos le dijeron a la guardia civil que lo había empujado el hombre del abrigo negro al pasar por detrás de él. Esto no se pudo probar, era cierto que Voltor estaba muy cerca cuando sucedió, pero Juste se negó a acusarlo porque no lo había visto. Cuando Laurent se lo contó, Jana sintió no equivocarse en relación a aquel episodio y a los todavía más nefastos que sucederían.

Una noche de mucho frío, a pesar de que ya estaba muy avanzada la primavera, Voltor acumuló varios trozos de madera y periódicos con la intención de calentarse, maniobra que coincidió con un pequeño incendio cerca, en un pajar. A pesar de que la hoguera se apagó en cuanto comenzó a llover y sobre la precaria construcción que ardió había caído un rayo, de nuevo las sospechas se cernieron sobre él.

A partir de 1933 y según el código penal de la Segunda República, se debía poner a disposición del Juzgado Especial de Vagos y Maleantes a cualquier persona sin recursos o con ellos pero mal habidos, lo que incluía nómadas, proxenetas, pordioseros, a los que la mayoría de las veces no se les sancionaba, sino que se les advertía, porque no habían cometido ningún delito y su única condición era la del infortunio. A esta ley se le llamaba la Gandula y a su requerimiento sometieron a Voltor. La policía tuvo en aquella ocasión la delicadeza de contar con un intérprete, lo que propició que lo soltaran al día siguiente, después de que pernoctara en el calabozo.

En cuanto volvió a merodear por la estación y Jana lo vio, le ocurrió algo extraño. Lo achacó al cansancio, pero según cómo miraba su silueta, como si fuera una trampa de su percepción, esta se transmutaba en la de Gröber, a pesar de la diferencia de edad, de estatura, de vestimenta. No pudo evitar interpretar esto como una señal, como la advertencia de que debía establecer una relación entre los dos.