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EL TREN EN EL CUARTO DE LOS JUGUETES
Llegaron al piso de Zaragoza del doctor Mallén cuando la familia se disponía a cenar. Después de saludarse de una manera efusiva, pero como si fuera una visita más para que los niños no se dieran cuenta de la situación, los sirvientes les acercaron sillas y se distribuyeron alternados con ellos en torno a la mesa. La criada comenzó a servir la sopa.
—Laurent, ya os he encontrado el taxi. A las cuatro de la mañana vendrá a por vosotros. —Con aquellas dos frases ya quedaba todo claro, enseguida se interesó por Jana—. ¿Cómo está? Espero que algún día se incorpore a nuestro laboratorio en el hospital universitario, eso es lo que he pensado para cuando todo esto acabe. Mientras tanto sé que te ha sido de gran utilidad en Canfranc. Pobre, qué mala suerte ha tenido, primero los padres y después el marido. Apenas estuvo con él cuatro años. Menudo mamarracho, y eso que lo conocía. ¿Sabes que era su primo?
—No mantenemos conversaciones privadas. A Arlette sí que creo que le había contado algo —le dijo Laurent Juste.
Su esposa puso en ese momento una cara de estupefacción tan grande que él supo que eran las primeras noticias que tenía sobre que Jana había estado casada. Y se preguntó por qué no le había dicho nada.
—Pues bueno. —El doctor Mallén volvió al tema anterior—. Imagínate el corredor que hemos establecido desde aquí: nos mandan a los tuberculosos y, a través de la Resistencia, nos envían también sulfamidas y estreptomicina para todos ellos; a cambio nosotros les enviamos los antibióticos, las gasas y el cloroformo para la maternidad de Elna. Así reparamos algo del mal que otros han hecho. No quiero ni imaginar cómo será un hospital militar, y menos a la hora de la cena. Y eso que soy médico. Te veo bien, Laurent. —A Juste aquellas palabras le parecieron una excentricidad en aquellos momentos.
—No sé si me lo dices de broma. —No se resistió a comentárselo.
—¿Cómo están Solange y Maude? A Auguste ya lo veo hecho un hombrecito.
Juste bajó mucho la voz:
—Víctor, escucha. —Lo llamó por su nombre en vez de por su apellido, como era habitual que se refirieran a él—. Mañana llegará mi hija. Se ha quedado en la estación para aparentar normalidad, para que aún no se descubra que no estamos. Estará aquí antes de la hora de comer. Nuestras pertenencias las hemos facturado a Madrid.
Auguste se echó a llorar, entonces sí que parecía que lo había entendido todo. El pequeño de los Mallén le dijo que lo acompañara al cuarto de los juguetes, que le enseñaría su tren eléctrico.
Arlette se dirigió a la pareja en francés, idioma que hablaban igual de bien que el castellano, ya que residieron en París durante el tiempo que duró la especialización médica de Víctor antes de la Guerra Civil:
—Tengo que pediros un favor. ¿Llamaríais mañana a la fonda La Serena? Que se ponga Pilar, le decís que hemos salido ya hacia Madrid, solo eso. Ella ya se encargará de decírselo a Jana con mucha discreción. Estará sufriendo. Ahora es como si yo tuviera cuatro hijos en vez de tres. Maude está en el liceo. Dentro de lo malo me ilusiona saber que mañana voy a verla. Mi pequeña. Y Solange llegará, estoy segura. —A Arlette se le agolpaban las ideas, le circulaban como un torbellino y necesitaba expresarlas todas a la vez con la esperanza de que sus deseos se concretaran en acciones favorables.
Madrugada del jueves, 12 de agosto de 1943
El doctor bajó con ellos al portal para despedirlos. Laurent Juste le dio una carpeta de piel negra cerrada con una cremallera.
—¿Qué es esto? —dijo mientras miraba dentro—. De ninguna manera puedo aceptarlo, aquí hay miles de libras.
—No te lo tienes que quedar tú si no quieres —le dijo mientras le sonreía—; compra medicinas, más camas para el hospital, contrata enfermeras. Tú sabrás en qué emplearlo. Los enemigos de Pétain nos pagan muy bien, pero tú sabes que no lo hacemos por eso. Al menos no solo por eso. —Y rieron.
Esa era la imagen que quería guardar de su amigo, el hasta entonces jefe de la aduana francesa en la estación de Canfranc. No se veían demasiado, al menos no todo lo que le hubiera gustado, solo durante algunos días de las vacaciones, pero el aprecio mutuo era inmenso. Lo que más deseaba el doctor Mallén era que el destino le permitiera disfrutar más adelante alguna vez de la grata compañía del hombre que en aquel momento se marchaba lejos.
Aquel jueves 12 de agosto, la hija menor de Juste debía hacer como que iba al colegio francés igual que cualquier otra mañana. Jana había hablado con ella la noche anterior, con el fin de tranquilizarla en la medida de lo posible y evitar que alterara sus rutinas. La veía demasiado joven para creerla capaz de hacer frente a todo aquello sola y temió que a mitad de la noche no pudiera soportar la tensión y saliera. Daba por hecho que entonces los guardias la harían regresar a su casa, en aquella especie de toque de queda que habían impuesto para el recinto de la estación, y advertirían que sus padres no estaban en casa. Por eso decidió que lo más prudente era quedarse a dormir con ella y ocupó la cama del mismo dormitorio que compartía Solange con su hermana Maude, antes de que esta se fuera a estudiar a Madrid. Aunque permanecían quietas bajo las sábanas con las luces apagadas, ambas sabían que estaban despiertas. Era imposible conciliar el sueño en aquellas circunstancias.
Aquella mañana Jana y Solange desayunaron juntas mientras repasaban el plan de nuevo:
—Recuerda —le decía Jana—, no te pongas nerviosa. Te vas al colegio a tu hora y a media mañana le dices a la maestra que te encuentras mal y le pides permiso para volver a casa. En lugar de eso irás a la estación y tomarás el tren a Zaragoza. Y ya está. ¿Ves qué fácil?
Parecía que Solange lo había entendido y estaba tranquila, así que Jana fue a su cuarto a asearse antes de bajar a la cafetería del hotel y empezar a trabajar. Le había dicho a Montlum que no hiciera el reparto de las pastas, que lo haría ella porque así podría salir y vigilar a Solange.
Recogió las pastas y salió al andén dispuesta a hacer el primer viaje al pueblo cuando, al atravesar el vestíbulo, vio algo que la horrorizó. El mayor Gröber sujetaba a Solange del brazo frente a la puerta de su vivienda. Estaba poseído. A Jana se le vino el mundo encima porque pensó que habían interceptado a los Juste. Lo acompañaban los tres agentes de la Gestapo que estaban allí para detener a Laurent. Se acercó a ellos.
—Contéstame, quiero que me contestes, mírame a los ojos. —Mientras le decía esto el oficial la zarandeaba como si Solange fuera de trapo—. ¿Esta es la buena educación que te han enseñado? En francés o hasta en español, como quieras, pero respóndeme antes de que pierda la paciencia y te haga trizas. ¿Dónde están tus padres?
Entonces Jana se arrepintió de haberle anticipado todo el plan. En esos momentos se sintió muy estúpida porque vio muy claro que lo que tendría que haber hecho era cenar con ella, que se acostara, dejar que fuera a estudiar como cualquier otro día y acercarse a recogerla al colegio con alguna excusa. A la profesora no le habría extrañado si le decía que iba de parte de monsieur Juste. Pero nada había sucedido así. El mayor estaba enfervorecido. Los otros agentes hablaban entre ellos. El oficial estaba fuera de sí:
—Si no me dices ahora mismo dónde están, prepárate a morir. Reza si sabes. —Quería arrancarle el pelo, retorcerle el cuello, que hablara.
La amenaza de Gröber a la hija del jefe de la aduana demostraba que ya no le importaba nada más. Solange tenía lágrimas en los ojos, pero no lloraba, tal vez por efecto de la rabia. Le había retorcido el brazo hasta colocárselo detrás de la espalda. Jana confiaba en que la guardia civil, la policía armada o los gendarmes, si es que los otros pretextaban que la joven era francesa, hicieran algo, que impidieran que se la llevara. Pero nadie actuaba.
—Suéltela —le dijo Jana avanzando entre los que miraban petrificados.
—Lárgate, mucama —le dijo Gröber—. Vete a fregar los suelos. —La apartó de un manotazo. Jana perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer al suelo, pero antes chocó contra alguien, notó su espalda contra otro cuerpo y sintió que la sujetaban por ambos brazos. Se volvió y vio a Esteve Durandarte.
—Mayor, déjela, no le ha hecho nada —le dijo el bandolero—. Es solo una niña. —Tanto Solange como Valentina estaban en la edad en la que unas veces se las consideraba así y otras como mujeres—. Ya podrá… —Esto último lo dijo Durandarte con un tono muy provocador. Lo llamaba cobarde y consiguió lo que quería, que se dirigiera a él. Los recién llegados de Berlín no sabían de quién se trataba ni cómo actuar.
—¿Tú? Ladrón, miserable, ¿cómo te atreves? —Los ojos del oficial en ese momento volvían a parecer de cobalto fundido.
—Si no le van bien las cosas no es asunto nuestro y menos de ella. ¡Déjela o tendrá que vérselas conmigo!
—¿Eso es una orden? ¿Quién te has creído que eres? —Gröber lo empujó también a él, pero Esteve no se tambaleó—. Eres lo peor, ¡perro inmundo!
Solange corría en dirección al pueblo y Jana la seguía a un par de metros.
—No sabes lo que has hecho, desgraciado. Vas a desear no haber nacido —le dijo el mayor en cuanto se dio cuenta de que Solange había escapado. Como le pareció ridículo salir en su persecución, también renunció a mandar a ninguno de sus hombres detrás de ella. Las órdenes eran claras, debían detener a Laurent Juste y llevarlo a Berlín. Y estaba decidido a encontrarlo aunque para eso tuviera que dinamitar toda la corteza terrestre.
Mandó llamar a todos los empleados de la aduana y los hizo formar delante de la fachada de la estación para interrogarlos uno a uno. Ninguno lo había visto desde el día anterior cuando se despidió de ellos para ir a almorzar. El oficial no podía soportar una sola derrota más, ni la vergüenza de saber que en el informe que redactarían los agentes que lo acompañaban en ese momento se reflejaría la fuga de Juste cuando lo había tenido siempre al alcance de la mano. No podría culpar a la rígida burocracia del régimen de que no le había permitido detenerlo a él, Eberhard Gröber, de la oficina IV de Investigación de Oponentes, grupo IV C, sección IV C 2, de asuntos de custodia preventiva. Mano derecha del comandante Karl Otto Koch en el campo de concentración de Buchenwald, que había llegado a Canfranc con la esperanza de conseguir un ascenso rápido y que, en cambio, perdería el favor de sus superiores y tal vez también su rango. Comenzó a darle patadas con sus botas de puntera metálica al neumático de uno de los Renault Vivaquatre estacionados allí que habían sido requisados en Francia por los alemanes para convertirlos en coches comando de la Wehrmacht. Aporreó la chapa hasta que dejó sus puños marcados en ella varias veces. Bajo su fuerza, el metal se convertía en papel arrugado.
Mientras, Durandarte comenzó a recorrer la distancia entre Canfranc Estación y Jaca con Solange a lomos de Farsante. Allí, en el edificio simétrico de puertas rojas de la estación de Jaca, bajó a Solange del caballo y no se movió del andén hasta que el tren arrancó en dirección a Zaragoza con ella dentro. En cuanto volviera a Canfranc se encargaría de comprobar que Jana se encontraba bien.
La familia Juste llegó a Madrid casi al mismo tiempo que Solange a casa de sus amigos de Zaragoza. Se acomodaron en un piso de la calle de Valverde que les proporcionó la embajada británica. Bastó que le pasaran el recado a Samuel Hoare para que enseguida contaran con aquel alojamiento. Aquella noche durmieron los cuatro juntos porque Arlette fue a la puerta del liceo a recoger a Maude. Esta no se lo esperaba y su madre tuvo que rogarle que no gritara. No dejaba de decir que aquello era un espejismo. Avisaron en la residencia donde vivía de que se marchaba con su familia y de esta forma se reunieron. Solo faltaba Solange.
Cuando se levantaron a la mañana siguiente, Laurent ya no estaba. Encontraron una bandeja con churros, porras y chocolate en el centro de la mesa camilla que había delante de uno de los tres balcones junto a una nota:
Estimadas Arlette y Maude (no le leáis esto al pequeño Auguste):
No he tenido fuerzas para despedirme. Espero que me perdonéis. Os he mirado mientras dormíais y tengo que deciros que, junto con nuestro hijo, sois lo más bonito que hay en este mundo. Si pregunta, decidle que estoy comprando un coche para irnos a América, bueno, mejor un avión.
Sé que os dejo en buenas manos. La secretaria del embajador Hoare sabe al detalle de nuestra situación. No dudéis en pedirle ayuda. Mientras, se acabará la guerra y nos reuniremos de nuevo los cinco. Tenéis que ser fuertes, más que nunca. Confío en vosotras. Esto es solo un compás de espera.
Hasta pronto.
Vuestro padre y marido.
Laurent
Arlette se apoyó de espaldas contra la cenefa de yeso que rodeaba el salón a media altura. Su hija le acarició la espalda.
—Mamá, no llores, te va a oír Auguste. Después de lo que me habéis contado creo que es lo mejor. Él tiene que huir. Si nosotros nos quedamos escondidos aquí hasta recibir algún aviso no nos pasará nada. Estamos a salvo. Yo no iré al liceo. Mañana llegará Solange. Nos arreglaremos. Ya verás.
—No, no puedes dejar de ir y quedarte aquí sin salir. —Arlette dijo esto sin titubeos, pero enseguida le volvieron las lágrimas porque cayó en la cuenta de que su hija tenía razón—. Tu padre se va al frente. Lo conozco. Ya quiso luchar al lado de De Gaulle, se ofreció voluntario y entonces lo enviaron a la estación de Canfranc, le dijeron que les resultaría más útil allí y así ha sido, pero mira el precio que hemos pagado. Aún es reservista a pesar de su edad. Además, ahora están movilizando a todos.
—Ya no queda nada para que acabe la guerra. Alemania se rendirá pronto y nos volveremos a reunir todos como él dice. Tenemos que tener mucho ánimo y procurar que Auguste no note nada, es demasiado pequeño.
—Maude, eres fuerte. Como él, como tu padre, menos mal.
—Y tú también eres fuerte. Más incluso. La más fuerte de todos nosotros.