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LA LLAMADA

Jana esperó a Gröber a la entrada del vestíbulo y lo saludó como siempre, como si no supiera nada, con el mismo desprecio que le mostraba desde que se llevó a Montlum. Sus soldados habían intentado escapar en dirección al norte pero él permanecía allí solo, rumiando su derrota.

—Mayor. —Solo pudo pronunciar esa palabra porque sintió mucha cólera al advertir que las maletas que llevaba eran las que contenían las libras. Jana sabía que solo le interesaba su pellejo, llegar a otras costas donde ver girar un disco mientras degustaba el champán de todos los sábados, donde pasar con delectación las páginas de los libros de arte, asistir a exposiciones y recordar de forma inevitable las atrocidades a través de las que él y otros pudieron convertirse en los hombres más poderosos del continente.

Gröber pensaba en que nada había servido de nada: sus maniobras a la desesperada, sus viajes a París y Madrid, sus contactos con el alto mando del Reich para preparar su salida, aunque lo disfrazara de estrategia militar. Berlín ya no sería dorado sino gris. Y él se ocultaría como una rata de ese mismo color en algún lugar de Sudamérica.

La venganza de Jana se había consumado, cada vez que le informaban de que Gröber abandonaría la terminal durante unos días para estos trámites suyos, al más alto nivel, como le gustaba decir, preparaban el operativo por el que los judíos entraron a cientos. Wagner, después de la detención de Montlum, había decidido no intervenir, mirar para otro lado cuando se producían las evacuaciones. El capitán quería quedarse en España cuando acabara la guerra. Lo protegerían, no le cabía duda, porque eran muchos los amigos que había hecho a pesar de su origen y de su cargo.

—Freya —le dijo el oficial esa vez. No la llamó Frau Belerma y ella pensó que porque, tal vez para soportar todo aquello, para evadirse, había recurrido a los opiáceos. Le deseó una crisis epiléptica, que desapareciera como fuera, porque, entre otras cosas, más que estuviera lejos quería que dejara de existir.

Entonces Jana se lanzó contra el oficial y le arrancó el águila de metal de la gorra de plato y después la escarapela, la divisa de cordón que le cruzaba de lado a lado sobre la visera, tiró de sus galones pero no consiguió descoserlos, junto con los botones que lanzaba al suelo se llevó jirones de ropa. Se hizo sangre en las uñas. Gröber se dejaba hacer, parecía un maniquí. Con su inmovilidad aumentó la rabia de Jana, quiso rasgarle el brazalete y entonces Carmen, su compañera, la cogió del brazo para separarla de él.

—Freya —repitió—. Nos merecíamos un mundo menos cruel.

Una sobrina de Pilar que a veces los ayudaba en el bar fue a avisar a Jana de que estuviera en La Serena en dos horas porque iban a llamarla desde París. La camarera, como no podía esperar, se cambió y fue hacia el pueblo con la intención de que el tiempo se le pasara antes. Para entretenerse se acercó a la casa de los Báguena.

—Qué pena, todos esos cuerpos despanzurrados, tan jóvenes, tan guapos. Una guerra es lo peor —dijo Leonor.

La madre de Valentina se refería a lo que les había sucedido a los soldados alemanes del puesto. La noticia de la liberación de París por los aliados llegó enseguida hasta Canfranc y los destinados allí, junto con los guardias de algunas patrullas de los pasos fronterizos de las montañas, intentaron huir, pero se encontraron con una bomba en mitad de un túnel, a pocos kilómetros de entrar en Francia, que detonaron a su paso unos activistas de la Resistencia.

—Esos chicos ya era como si fueran de aquí, los veíamos por las calles, iban a la fonda, al baile, no quiero ni pensar en sus madres, en sus hermanas, en sus mujeres, si es que las tenían, porque eran tan jóvenes… No hay derecho. ¿A que no, Jana?

Bastantes voluntarios de los pueblos más cercanos al túnel fueron a retirar los cadáveres, o lo que quedaba de ellos, antes de que pasara el tren. Aún faltaba mucho para que la barbarie acabara. En el caso de ellos, el ministerio enviaría un telegrama a sus familias y ahí acabaría todo. Jana le dio la razón a Leonor mientras pensaba en el momento en que vio bajar a Gröber la escalinata. Intentaba mantener el aplomo, pero solo traslucía cobardía, ni siquiera se hizo cargo de los cuerpos, como si no hubieran sido sus soldados. Por eso quería huir enseguida y además en el mismo tren en el que tantos perseguidos escaparon de ser internados en los campos del horror como el que él vigilaba antes de llegar a Canfranc. Jana se recreó en la escena. Quería ver su derrota de cerca. Solazarse.

—¿Sabes lo que más pena me da? Que los han abandonado como a perros —le dijo con mucha rabia Jana a Leonor, cuando la mente le volvió de aquella despedida tan escueta de Gröber a la casa de Valentina—. Sus gerifaltes ya no querían saber nada de ellos. Ya no les servían, seguramente estarán demasiado ocupados preparando su huida para ir donde les esperan los lingotes de oro con los que traficaron, los cuadros, las joyas, el dinero, todas las riquezas que robaron a los desgraciados que asesinaron. Estoy asqueada de verlos pasar en los trenes, ahora son ellos los que cogen el expreso hasta Madrid para salir después por Lisboa. Al infierno deberían ir. Han pasado cosas horribles durante este año: lo del padre polaco que murió en la aduana, al que le dio el infarto cuando lo separaron de su mujer y de sus cuatro hijos, a ellos los dejaron pasar pero a él lo detuvieron. Teníais que haberlo visto sobre el mostrador con los ojos en blanco, primero morado y después pálido, murió delante de sus pequeños.

—Al lado de Voltor está enterrado —dijo Valentina, que aún recordaba a su captor.

—Y un vagón entero de judíos se llevaron. Un niño comenzó a gritar, no podía más, y los descubrieron a todos acurrucados al fondo del hangar. Las vidas de todos ellos se fundieron transformadas en una medalla para Gröber. Eso valieron. Así justificó su presencia aquí. Y nosotros allí, sin poder hacer nada. Nos llamaban, llamaban a todos, tendían sus brazos cuando se los llevaban. Cuántas cosas horribles hemos vivido.

—Mucha gente buena se ha jugado la piel aquí, Jana, y ha valido la pena, eso es lo que importa.

—Es verdad, han sido muchos los que han ayudado, pero no podíamos fiarnos. No sabíamos quién había bajo cada uniforme. Igual podía ser un hombre amable, comprensivo, que un monstruo despiadado y sin escrúpulos. —Ese era el motivo por el que la única posibilidad de atravesar el monte con garantías era a través de la red de evacuación que habían montado, el resto era jugarse la vida a la lotería con las mismas posibilidades de ganar que de perder—. Me voy a comprar, que después tengo que esperar en La Serena a que me llamen de París —les dijo Jana. Llevaba ya mucho tiempo sin compartir con nadie lo que le sucedía allí y lo necesitaba.

—De París. ¡Qué categoría! ¿Quién será? —le preguntó enseguida Leonor.

—Pues no lo sé. Ya os lo contaré. Yo también estoy muy intrigada. A mí solo me llaman de Zaragoza.

—¿Sabes a quién echamos de menos? A Durandarte, no sé qué hubiera sido de nosotros sin él. Si Valentina no hubiera vuelto, su padre y yo no habríamos podido soportarlo. Hemos tenido suerte, Jana. Dios no se ha olvidado de nosotros, dicen que aprieta pero no ahoga y así nos ha pasado. Gracias a Dios y a él, pero, mira, desde octubre del año pasado ni rastro.

Era verdad, desde hacía meses nadie tenía noticias del contrabandista. Su desaparición, y esto era lo que más la intranquilizaba, había coincidido con algunos hechos que propiciaron que el desenlace de la guerra se acelerara: los aliados habían llegado a Nápoles, los bombardeos de la RAF arreciaban sobre Alemania mientras que los americanos destruían aeropuertos en poder del Reich. Además, el octavo día de ese mes de octubre España abandonó la no beligerancia y proclamó su neutralidad. Lo que ella lo echaba de menos no se podía comparar con el vacío que la falta de sus visitas había dejado en la casa de los Báguena. Pero al menos conservaba los recuerdos de la tarde en los Baños. Eso no se le borraría nunca. Pasara lo que pasara.

En el bar de la fonda el panorama era más o menos el mismo de siempre: los mayores jugaban al dominó o al guiñote, un par de leñadores bebían aguardiente, el guardia civil, antes carabinero, Dorian Lander, tomaba café… Pero algunas cosas habían cambiado, la tensión había disminuido sin los alemanes allí. Tampoco había rastro del suizo que gestionaba el tráfico del oro ni de los chóferes de los camiones.

Aún faltaba un rato para la llamada y decidió entrar a la cocina a charlar con Pilar.

—¿Tú sabes quién era el que llamó? —le preguntó Jana con mucho entusiasmo después de saludarla.

—Lo ha cogido mi marido, la telefonista ha preguntado por ti y le ha dicho que en dos horas pondría una conferencia desde París.

—Estoy hecha un flan.

—Tranquila, mujer, que no será nada malo. Anda, sal y dile a Tricio que te ponga una tila con anís.

A la hora en punto sonó el teléfono. Aún seguía siendo el único del poblado de Los Arañones. Ella pegó los brazos al cuerpo, se paralizó, ni pestañeaba, solo cruzaba los dedos.

Atendió Tricio:

Oui, oui, c’est ici, sí, sí, aquí está Jana Belerma —dijo al auricular, después se volvió hacia ella—. Jana, es la llamada que esperas.

Se levantó temblando, a aquellas alturas de su vida ya podía sucederle cualquier cosa. La telefonista francesa repitió su nombre y después dijo «le paso» en castellano. Entonces escuchó una voz de hombre:

Oui, c’est moi. Sí, yo soy —dijo.

—Jaaana —se escuchó al otro lado—. Soy yo, Laurent.

—Laurent, Laurent. —Los gritos salieron hasta la calle, algunos de los clientes se pusieron enseguida en pie. Se acercaron hasta ella y la rodearon. A Jana las lágrimas comenzaron a correrle por las mejillas. Había pasado mucho tiempo desde su último mensaje, mucho, durante aquel año habían sucedido cosas horribles—. Laurent, Laurent —repitió.

—Jana, te he llamado en cuanto he podido. Ayer me entrevisté con De Gaulle, el presidente de Francia en persona, quería hacerme ministro. —Juste gritaba bastante para que lo escuchara con nitidez.

—No me extraña. Enhorabuena —dijo ella también con la voz elevada.

—Que no, que no he aceptado.

—¿Por qué? —Jana no daba crédito a lo que acababa de oír.

—Pues porque eso no es para mí, a mí no me gusta tener jefes, aunque sea uno solo, ni estar en la ciudad, aunque sea París, yo prefiero el campo, y si es con montaña, mejor. Ya lo sabes. —Las frases eran lo más breves posible para asegurarse de que se le entendía con claridad.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Dónde te mandan?

—A Canfranc, Jana, vuelvo a Canfranc, llegaremos este sábado. —Entonces ella ya no se pudo contener, gritaba, lloraba, saltaba, todo a la vez.

—Que vuelve, Laurent Juste vuelve —dijo mientras se alejaba la trompetilla del auricular pero sin taparla con la mano—. Que va a venir aquí otra vez, a la aduana. Pasado mañana.

Tricio le quitó el teléfono a Jana, pero Pilar no lo dejó más que saludarlo, enseguida se puso ella:

—¿Y Arlette, cómo está, cómo están los chicos? ¡Qué ganas de veros!

Jana se sentó. Sentía la felicidad en estado puro, si en ese momento hubiera entrado Esteve Durandarte por aquella puerta lo habría abrazado y besado delante de todos, le habría dicho que quería casarse con él, como decía Valentina que iba a hacer. Para lo que significaba su ausencia esta palabra no era suficiente.

Salió de la fonda, lo último que escuchó fue que Tricio decía que bebieran todo lo que quisieran, que pagaba la casa. Jana echó a correr por la calle principal:

—Vuelve Laurent, Laurent Juste vuelve —le dijo a las dos maestras del colegio francés que entonces iban hacia el paseo.

La reacción que tuvieron todos los que la escucharon dio cuenta de sobra del cariño que le tenían al que fue, y sería otra vez, jefe de la aduana francesa, el hombre al que apodaban el Rey de Canfranc porque lo consideraban su benefactor. En el pueblo había más de dos mil personas y entre ellos ni un solo enemigo de Laurent.

Se lo comunicó a Biel, que se fumó el cigarro más largo de su vida junto a la salida del túnel de Somport al enterarse de la noticia. Esperó a Didier en la estación, y se lo gritó cuando lo vio bajar del tren. Entonces ya no tenían que hablar en voz baja. Pero él no la entendía porque apenas le salían las palabras.

—Jana, tranquilízate, te va a dar algo. ¿Qué ha pasado?

Ella movió la cabeza de lado a lado con la fuerza con la que lo hacía siempre, como hacen los niños. Intentó decir Juste pero le salió más fácil Laurent.

—Laurent —repitió el obrero—. ¿Sabes algo de él?

—Que vuelve, vuelve a Canfranc. Pasado mañana. Ha llamado a la fonda. De Gaulle, el general, quería hacerlo ministro. —Jana se atropellaba—. Pero él le ha dicho que no, que se viene aquí, con nosotros. Ay, Didier, no me lo puedo creer. Cuánto trabajo.

—¿Trabajo, por qué?

—Pues porque aunque solo faltan dos días le vamos a preparar un recibimiento que ni el que le hicieron a Alfonso XIII y a Primo de Rivera cuando llegó el tren. Ya verás: la banda de música, el horno, hay que ir a encargar las pastas, el chocolate, ¡chocolate!, voy a volver a tomar chocolate, no lo pruebo desde que murieron mis padres… Le diré a Leonor que busque a varias amigas para que cosan banderas de Francia y de España, avisaremos a todos, igual hasta se entera Durandarte y viene por fin. Hay que ir a Jaca a decirle al fotógrafo que venga, se lo diré al grabador también, que pinte una acuarela, que le haga un retrato de ese momento, no sé, ay, esto va a ser un clamor. El gobernador vendrá por su cuenta en cuanto se entere, menudo es él. Y el alcalde, el de aquí de Los Arañones y el de Canfranc, tengo que llamar a Zaragoza al doctor Mallén, no se pueden perder esto.

Jana tenía ganas de poder hablar así, sin cortapisas, sin secretismos, pero debía mantener la prudencia.

—Ay, Didier, que esto es muy grande, este hombre es muy grande. Vendrán todos los guardias civiles y la policía, el ejército no hace falta. Ay, qué emoción. Los músicos tienen que ensayar La Marsellesa, nos aprenderemos la letra todos, se la cantaremos. Y las flores, tenemos que traer muchas del monte, de donde sea, de los balcones con las macetas si hace falta. Y hablaré con el mosén, que redoblen las campanas cuando llegue el tren. Cuando él baje del vagón tiene que ser perfecto. Lo que ha hecho ese hombre y lo que nos ha hecho hacer a nosotros es muy importante. Ay, cuando pite el tren a la salida del túnel, de ese túnel precisamente, el Somport, del puerto más alto descenderá, y Arlette, Solange, Maude, el pequeño Auguste, vienen todos. No sé si lo podré soportar, son mi familia, sois mi familia. —Y lo abrazó emocionada.

Didier era más o menos de su edad, delgado. Para entonces ya llevaban mucho vivido en común y era hora de que abandonaran aquella distancia de otros momentos. Ella lo admiraba igual que al resto de sus compañeros por la entrega, el arrojo y la valentía.

Didier estaba mudo, se alegraba mucho, pero aún no había podido asimilar la noticia. Jana pensó en ese momento en Montlum, en lo que le gustaría que estuviera allí. La mente no le volvió del recuerdo del que fue su amigo y confidente. Se quedó con él, con sus palabras y su música. Imaginaba que interpretaría aquella pieza que tocaba a escondidas porque era de un ruso que se llamaba Shostakóvich, se trataba de su vals número dos. Este músico había sobrevivido al cerco de Stalingrado, estaba vivo como ellos. Para Jana, sentir la falta de Durandarte después de haberlo tenido dentro era terrible, pero que le arrebataran a Montlum lo sentía como un ultraje, como si le hubieran metido las manos en el estómago para arrancarle una parte de ella.