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LA CONDICIÓN DEL INFORTUNIO

Jana estaba inquieta porque no encontraba a Valentina por ningún lado. Las toallas que su aprendiza tenía que haber repartido por las habitaciones se apilaban sobre una banqueta. Al lado estaba la cesta de mimbre con las pastillas de jabón y una montaña de sábanas usadas que tendría que haber metido en fardos para entregárselas a las lavanderas. No la había vuelto a ver desde la tarde anterior, cuando se cruzaron en la escalinata. Su ayudante llevaba entonces una infusión.

—Es para el alemán. Ha mandado a un soldado al mostrador para pedir que se la llevaran a su habitación.

—¿Que se la llevaras tú? —le preguntó Jana.

—No, quien fuera.

Al recordar esta conversación tan breve, Jana sintió un escalofrío al pensar que Eberhard Gröber la podría haber retenido allí durante toda la noche. Las escenas más terribles comenzaron pasar por su cabeza a consecuencia de lo que les había contado Juste a ella y a Montlum. En el informe que había recibido sobre él quedaba muy claro que era un sádico y un desalmado.

Jana no pudo soportar tanta opresión y salió corriendo del edificio, cruzó el puente y llegó a la calle principal. Llamó a la casa de los padres de la niña.

Antes de que pudiera decir nada, Leonor, la madre de Valentina, le dijo con la voz quebrada:

—¿No me digas que no está contigo? —La mujer tenía un cuerpo seco, sarmentoso, el cabello recogido en un moño tiraba de sus facciones—. ¿Que no se ha quedado a dormir en el hotel? —Esto segundo la camarera no se lo podía asegurar, pero prefirió callar.

—Ay, Jana, algo ha pasado. Ella nunca ha faltado a trabajar desde que la llamasteis y siempre viene después. Cuando se queda con la hija de los franceses, con Solange, me avisa, siempre me avisa.

Jana no fue capaz de contestarle y comenzó a correr en dirección al hotel como si con la velocidad pudiera arreglar algo. Se sentó en la misma silla de la cocina en la que se había dejado caer después de chocar con Durandarte y les contó a sus compañeros que Valentina había desaparecido con la esperanza de que alguien supiera de ella y que la desmintieran de inmediato, pero no sucedió así. Tenía ganas de aporrear la puerta de Gröber, de destrozarla a patadas, de gritar. No podía manejar tanta angustia. Pero se recompuso como pudo y comenzó a servir las mesas de la cafetería.

El mayor de la Gestapo la saludó con un leve ademán cuando Jana entró en la sala. No podía encararse a él y preguntarle por la aprendiza, sin más y ante todos, a pesar de que mientras él disfrutaba de su desayuno Valentina podría estar atada en su cuarto después de haber sido torturada durante toda la noche. Pensó en subir hasta su dormitorio, pero no sabía si se encontraría dentro con algún otro militar. Tenía la mejor habitación. Además de la alcoba y el baño más grande de todos, contaba con otro salón para reuniones. Como este segundo cuarto era también su oficina, podría estar allí uno de sus subordinados.

No le dijo nada cuando se inclinó para dejarle el plato sobre la mesa, pero de vuelta a la cocina se mordió las uñas, le costó hasta levantar los brazos, los sentía desmadejados, sueltos; la cabeza le pesaba como si fuera de hierro y tenía los hombros atenazados. Si Gröber la había asesinado, como Jana creía, después se habría deshecho del cuerpo, no lo iba a guardar en su armario o a esconderlo debajo de la cama. Limpiaban todos los días.

Subió al piso de arriba y entabló conversación con la camarera que se disponía a arreglar la habitación del oficial. Como parecía que su compañera se sentía a gusto con la charla, Jana entró tras ella y se puso a ayudarla: abrió la ventana, entre las dos hicieron la cama, y cuando la limpiadora se metió en el baño, ella cerró la puerta del dormitorio por dentro y también la de la sala de reuniones después de comprobar que no había nadie allí, ya que ambas estancias tenían salida al pasillo.

Nada de lo que estaba a la vista reclamó su atención. Había muchos libros, la mayoría de arquitectura y de música, y Jana pensó que para transportarlos habría necesitado al menos dos maletas grandes. Sobre el escritorio había bastantes documentos, todos con el sello de la Gestapo. Dedujo que en el otro salón guardaría el resto de los papeles oficiales, pero en aquellos momentos le interesaban más sus enseres personales que lo que tenía que ver con su cargo. Sobre la mesita de noche había un cuadro como una postal grande en el que se leía Salzquelle, término que ella sabía que hacía referencia a un manantial de agua salada. En el armario se alineaban sus uniformes, el abrigo largo de cuero, otra gorra de plato igual que la que llevaba puesta en aquel momento en la cafetería, un traje de civil, ropa y zapatillas para jugar al tenis, una raqueta, las botas de montaña y dos pares de zapatos, unos de charol y otros de piel de serpiente.

La limpiadora cantaba mientras frotaba con esparto y amoniaco los azulejos del aseo. Jana vio desde allí fuera los útiles de afeitado, la hoja afilada sobre el mármol. Decidió continuar solo durante un minuto más. Su compañera no le diría nada. Se sentó en la cama, abrió el cajón de la mesita y sacó unas fotografías. La mayoría eran de unos niños que hacían gimnasia en lo que parecía el patio de un colegio. En otra Gröber tocaba el violín vestido con un chaqué. Había bastantes mapas plegados, una brújula, un reloj de oro y una caja con unos gemelos.

De pronto, la manivela de la puerta comenzó a moverse arriba y abajo y Jana sacudió con fuerza el cajón para cerrarlo de golpe. Entonces vio una caja de cristal que había estado en el fondo y que se había desplazado hacia delante por la sacudida. Solo fue un segundo lo que tardó en empujarlo, pero le dio tiempo a apreciar su contenido y a horrorizarse: lo que contenía aquella urna alargada eran dos ojos claros, de un azul aún más intenso que el de las piedras que adornaban sus gemelos. El brazo que acababa de cerrar el cajón se le quedó frío y rígido como el vidrio. Después sintió que se congelaba entera. Aquellas esferas se habían extraído de un cuerpo humano y depositado en esa caja. Desde dentro, desde sus paredes transparentes, la inmovilizaban.

Mientras tanto Gröber gritaba al otro lado de la puerta como si siguiera en Berlín:

Aufmachen, wer ist da? —Y repitió en español—: Abran, ¿quién está ahí?

Jana cruzó la habitación y giró la llave con suavidad. Le temblaban las manos. Su compañera salió del baño y se quedó mirando a la puerta con un paño de algodón en las manos. Jana se pegó al armario. El alemán entró, tenía el ceño tan fruncido que el gesto le empequeñecía los ojos. Pero enseguida relajó la cara:

—Vaya, usted aquí, en mi privacidad —dijo marcando esta última palabra en todas sus sílabas. A la otra mujer la ignoró como si en vez de tratarse de alguien del servicio de aquel establecimiento fuera parte del mobiliario. Sin embargo, y a pesar de que la condición de Jana era más o menos la misma, continuó dirigiéndose solo a ella con mucha amabilidad—. Y, dígame, ¿qué hace aquí? Tan cerca de mi cama…

Entschuldigung, ich tue die Reste vom Abendbrot auf’s Tablett.

Se le ocurrió decirle que estaba allí para retirarle la bandeja de la cena. La frase le salió bastante entrecortada, tartamudeaba, pero él lo atribuiría a que no estaba habituada a hablar en alemán. Tomó la vajilla y su base de la mesa que había ante la ventana, y se dispuso a salir.

—Carmen, me voy ya —le dijo a su compañera.

El alemán giró sobre sus talones para contemplarla desde todas las perspectivas, no cambió su sonrisa en ningún momento.

Auf Wiedersehen —se despidió Jana.

—Hasta cuando quiera —le respondió él en castellano.

La mujer de la limpieza salió enseguida del baño, se paró un momento ante él, dudó si decirle algo y al final calló y se fue también.

Después de esto, nadie podría convencer a Jana de que Gröber no era el culpable de que la joven ya no estuviera entre ellos. Había leído que algunos asesinos guardan partes de sus víctimas como trofeo, y aquellos ojos dentro de la urna tenían el mismo color que los de Valentina. Jana sabía que en ese momento tenía que avisar a las autoridades, pero decidió esperar porque esa acción significaba la muerte de su esperanza.

Desde aquel corazón dentro de la estación que era el hotel, la mala noticia comenzó a irradiar, de forma que en apenas cuarenta y ocho horas la desaparición de Valentina ya era un hecho conocido por todos. Se hicieron bastantes cosas en aquellos dos días: lo denunciaron, por la noche los vecinos recorrían las calles con antorchas, se detenían en cada casa para preguntar, para indagar sobre lo que pudiera haber sucedido. En estas búsquedas se unían las gentes del pueblo a las autoridades. Algunos habitantes de Canfranc se internaban en la montaña o recorrían el paseo de los Melancólicos clavando varas en el suelo.

—Mala cosa es esta. —Era la frase que más se escuchaba.

Juste contactó con la Resistencia por si alguien al otro lado de la frontera sabía algo sobre el paradero de la niña… El jefe de la aduana internacional abrazaba a su hija de la misma edad que Valentina sin motivo, sin ton ni son, porque la necesitaba cerca, respirarla, que no se esfumara como la otra.

Quienes consideraban otras posibilidades también estaban muy lejos de esclarecer nada: no podía negarse que Voltor resultaba nauseabundo, que espantaba, como repetían Tricio y Pilar, los de La Serena, pero también era cierto que hasta entonces no se había podido demostrar ninguna de sus supuestas maldades: ni lo del suizo que se rompió la pierna ni que él hubiera prendido fuego a la antigua caseta de aperos usada como almacén de paja, un cobertizo que dentro de la tormenta suponía la mejor mecha posible. Sin embargo, todos los que aún le tenían cierta confianza, e incluso compasión, vieron esfumarse estos buenos sentimientos el primer día de mayo cuando también desapareció sin dejar rastro. Esgrimían que no hacía falta ser un inspector de novela para relacionar ambos hechos: la ausencia de la niña y la suya. Pero aún había algo más. Otro de los habituales llevaba también varios días sin dejarse ver por allí, se trataba de Durandarte. Y él fue el candidato preferido para muchos. Lo veían capaz de raptarla, ya que el rumor que lo asociaba con doña Mimín lo mostraba como alguien carente de límites y de la más mínima decencia, según quienes lo acusaban. A esta hipótesis añadían que lo del viejo era imposible, que antes de conseguir llevarse a Valentina se habría desbarrancado, que yacería entre las zarzas donde serviría de festín a las alimañas.

Mientras tanto, los aullidos de la madre de Valentina interrumpían el sueño de sus vecinos, los gritos le salían de las entrañas y pasaban a través de su garganta destrozada. Su marido ensayaba con ella un consuelo inútil de abrazos y caricias.

Cuando se cumplió el tercer día de la desaparición de la niña, Jana le llevó agua del Carmen a Leonor. Quería tranquilizarla, pero sin que la delataran sus palabras, sin que transparentaran lo que de verdad creía. Pretendía ayudarla como fuera. Le mintió al decirle que estaba convencida de que su hija aparecería con vida cuando menos lo esperara. Le infundió ánimos. Pero le resultó muy difícil mantener la sonrisa cuando esta mujer le mostró la fotografía de la comunión de su hija, celebración que había tenido lugar tres años antes. Pensó en el retrato que conservaba del día de la boda de sus padres. En su caso, sabía que se trataba de una imagen de dos personas que ya no estaban, pero en el caso de Valentina hasta esto era una incertidumbre.

La casa estaba hueca, sin Valentina era solo una cáscara. Dentro se había instalado un luto agorero, por anticipado. Las contraventanas estaban cerradas, no se guisaba, la madre no se levantaba de la mecedora, no iba al río a lavar la ropa, las costumbres que suponen el motor de la cotidianidad estaban suspendidas. Nada era necesario.

—Traeré comida del hotel. Me puedo llevar las sábanas y las toallas para que las laven.

—¡Qué buena eres, hija! Cómo te mereces a alguien como tú, pero claro, luego llegan los hijos y pasa lo que pasa. Valentina nunca le había hecho daño a nadie, era incapaz. Todos la quieren, pregunta en el horno y verás. Es una bendición del cielo. Nosotros la tuvimos tarde, éramos ya mayores y nos habíamos hecho a la idea de envejecer con la sola compañía de los vecinos. Y llegó, al principio hasta pensé que la falta era un desarreglo, que ya se me retiraba la sazón, pero no. Era un ángel.

Jana decidió hacer de tripas corazón y fingir un rato más:

—Venga, Leonor, ya verás que después todo quedará en nada. Igual se ha ido a ver a alguna amiga de las que veranean aquí, a Huesca o a Zaragoza. A su edad se hacen muchas locuras, y más tarde incluso. Toda la vida, de repente no sabemos por qué, de pronto hacemos algo que nadie se espera, ni siquiera nosotros mismos.

—Mi hija nunca haría algo que nos hiciera sufrir, no está en su naturaleza. Ella no es así.

—Dicen en la estación que mañana en cuanto amanezca van a organizar otra batida, pero más extensa, que han hablado con las autoridades y van a llegar hasta Olorón, no les van a poner impedimentos para cruzar al lado francés tratándose de lo que se trata. Es una medida excepcional, se están haciendo muchas cosas.

Jana sabía que esa búsqueda se aprovecharía también para que cruzaran los Pirineos bastantes judíos, pero no se lo dijo. No era oportunismo, sino la manera que tenían de articular lo que sucedía en el pueblo con las circunstancias de la guerra. Con tantos miembros de las fuerzas del orden desplazados al monte, la vigilancia durante las primeras horas de aquella mañana sería más laxa que nunca.

—Dios te oiga, hija —le decía la madre de Valentina—. Yo agradezco toda la ayuda, pero también tengo miedo, mucho miedo de que encuentren lo que no quiero. Preferiría esperar aquí, que mi marido entrara y saliera y yo junto a la ventana hasta que la vea aparecer en compañía de él. Es muy duro esto, lo peor. Así que cuídate tú también, no vayas a darles un disgusto a tus padres.

Jana no le dijo nada respecto a estas últimas palabras, había ido a consolarla un rato y hubiera sido muy egoísta por su parte añadir el relato de otra desgracia. Leonor quería a Valentina allí, en su casa. La invocaba, pero viva. No podría soportar que le llevaran su cadáver desmadejado, desollado, profanado… Quién sabía en qué estado.

Desde la planta de abajo de la casa les llegó a Jana y a Leonor el sonido inconfundible que anunciaba un aviso del servicio de socorro de Radio Nacional. En aquella ocasión el puesto de la guardia civil había facilitado los datos para su emisión:

Ha desaparecido de su domicilio en el pueblo oscense de Canfranc Estación la niña de trece años Valentina Báguena Alastruey, de complexión delgada, cabello rubio largo hasta la cintura, ojos azules y piel blanca con pecas. En el momento de su desaparición vestía una chaqueta de punto color celeste sobre una blusa blanca y falda gris perla. Cualquier persona que pueda facilitar algún dato sobre su paradero deberá llamar al número de teléfono de la fonda La Serena sita en la misma localidad.

A la mañana siguiente todo estaba preparado para la batida. A la búsqueda de Valentina se unieron también bastantes voluntarios extranjeros. A todo esto se sumó que Arnaldo la noche anterior les había ofrecido varios juegos de azar a los guardias alemanes que tendrían que patrullar durante algunas de esas horas para extremar las precauciones y alejar cualquier obstáculo que pudiera interferir en el paso de los judíos. Les dijo que si los querían tenían que recogerlos en La Serena a la mañana siguiente antes de que volvieran los rastreadores. Eran varias cajas con distintos juegos de mesa que Esteve sabía que los soldados apreciarían, pues les ayudarían a pasar las largas horas de aburrimiento. Y así fue: a los vigilantes les pareció muy tentador añadir a sus veladas la diversión que supondrían las apuestas, un acicate más para que las horas en aquel destino se deslizaran de forma más amena, pero no demasiado rápidas. Su esperanza era que terminara la guerra antes de que los relevaran, casi todos venían del frente y sabían que salvarse una vez era posible, pero dos ya resultaba bastante insólito, por lo que la única intención que tenían de tentar a la suerte la canalizarían a través de aquellos juegos. Arnaldo les pidió la mitad del dinero, la otra mitad, dijo, la pagarían a la entrega, y ellos se lo dieron gustosos; sabían, le dijeron, que no los iba a engañar, ellos no eran como Casanarbore. Cuando comentaron esto, ambos rieron y luego relincharon para que el bandolero supiera de lo que estaban hablando. La nueva ocurrencia de Durandarte ya había llegado a sus oídos y a todos les había parecido muy gracioso burlar de esa forma a un individuo tan ridículo como el gobernador. El temor que inspiraba Gröber lo aislaba de sus subordinados, por eso no le contaron lo que todo el mundo sabía. Sí se lo contaron a Wagner, pero cuando el capitán fue a comunicarle a Gröber los rumores que corrían sobre los caballos, este se mostró muy ofendido y le recriminó que quisiera inmiscuirse en asuntos de alto nivel que en nada le incumbían. Una gran equivocación que dificultó mucho su investigación sobre el robo.

De acuerdo con el bandolero, Jana, Didier y Montlum estuvieron atentos para conducir a los evadidos desde un par de kilómetros antes de Canfranc hasta un recodo de la carretera en dirección a Villanúa, donde los esperaba un autobús contratado por el consulado inglés. Tomarían el tren en Huesca. En esta ocasión los evadidos eran todos hombres porque necesitaban que pasaran por rastreadores si eran interceptados por una de las patrullas.

La madre de Valentina esperaba en la mecedora la vuelta de su marido. Leonor había iniciado por su cuenta otras pesquisas en paralelo desde que se le ocurrió que el mejor sitio para esconder un muerto era el cementerio. Por eso pasaba muchas horas allí: miraba las tumbas por si la tierra aparecía removida, recorría con los dedos las juntas de obra para comprobar si la arcilla, el yeso o la cal estaban frescos. Nadie se moría allí sin que toda la comarca se enterara y cualquier alteración podría significar que se había utilizado como escondrijo alguno de aquellos huecos excavados. Notaba en las miradas de quienes se cruzaban con ella su certidumbre, el convencimiento de que la esperaba ya muerta, que se acercaba al camposanto para estar presente cuando la llevaran allí, hasta la mesa de mármol de la sala de al lado de la capilla.

Los que fueron al monte encontraron bajo unos matorrales un par de horquillas y un trozo de tela que resultaron no tener ninguna relevancia, porque tanto los hierrecitos para el pelo como el jirón que parecía parte de un pañuelo eran demasiado comunes y podían pertenecer a cualquiera. Quien antes había sido el carabinero republicano Dorian Lander, y desde hacía unos tres años, guardia civil, ya sin ideología conocida, puso al corriente de estos hallazgos a Jana, y le dijo que Voltor se apellidaba en realidad Woltraum, según las indagaciones de la policía de fronteras. Sus guardias habían dado con parte de su documentación: arrojada por él mismo a unas zarzas, o perdida en alguna de sus huidas de la estación y del pueblo, hasta donde antes de desaparecer iba a aprovisionarse sobre todo de basura. La camarera le explicó al guardia que Woltraum significaba en su lengua «querer el espacio», una expresión muy bella. Lander no captó toda la información, distraído en apreciar cómo se separaban sus labios y se ahuecaban sus mejillas.

Jana seguía sospechando de Gröber, no soportaba que la persiguiera con su mirada de escarcha, que la desafiara. Y había algo peor: se sentía responsable, e incluso más, culpable. Se la habían asignado como aprendiza y ella, junto con Juste y Montlum, la había involucrado en sus asuntos. Los de la Gestapo podían interrogarla, acusarla, poner fin a su vida tan corta. Jana la tenía presente todos los minutos del día, su cara pecosa como la suya, como si fuera su hija, el pelo rubio que le caía como una capa ligera, tan lacio y largo que parecía un tocado con forma de rectángulo, un tapiz. Siempre sonreía. Ella le decía que estaba demasiado delgada, por eso se movía como una lagartija, muy deprisa, como si para desplazarse se deslizara.

Del bandolero seguía pensando que se hallaba disfrutando de su amor adúltero. Imaginar ese comportamiento la soliviantaba, pero no lo veía como el autor del rapto de Valentina. Sin sus fabulaciones, Jana volvía a su concha, al claustro que le construía su descrédito, ya muy elaborado, sobre las relaciones sentimentales.

Esteve no aparecía por Canfranc. Antes de desprenderse de los caballos quería dejar todos los cabos bien atados. No podía cruzar con los animales por la estación ni por el pueblo y, como le habían dicho sus hombres, mantener a los seis animales les daba mucho trabajo. Solo el abastecimiento, proveerlos de paja, de hierba, de forraje o de heno, ya había alterado sus costumbres. Además debían sacarlos, darles una vuelta por el monte cada día para que no se les agarrotaran los músculos y siguieran igual de brillantes.

Tenía que venderlos con urgencia y para conseguir agilizar ese trámite se desplazó al valle de Los Arañones. En medio de todas estas cuitas se había descubierto desde hacía unos días pensando en la camarera del Hotel Internacional. En el tono enérgico que empleaba, como si supiera lo que quería en cada momento, cómo pedirlo e incluso cómo conseguirlo. No era del tipo de mujeres que había conocido hasta entonces, que, como le decían sus compadres, siempre se ablandaban ante él. No parecía responder a las galanterías: rechazó su ayuda. Parecía acostumbrada a tratar con hombres. Durandarte tenía ya claro que también colaboraba con la Resistencia, como Didier, como Juste, como Montlum, como él mismo o tantos otros allí. No sabía cómo había llegado a Canfranc. Dudaba de su oficio a juzgar por su torpeza con las bandejas. Y más cosas: temía que el mayor alemán pusiera los ojos en ella y la investigara.

La madre de Valentina vio entrar a Esteve en el pueblo y no se lo pensó. Descendió por las escaleras de su casa como si en vez de pies se desplazara con un trineo sobre una ladera helada y le interrumpió el paso:

—Baja del caballo, miserable. ¿Dónde está mi hija? Es una niña. —Mientras le decía esto tiraba de él, lo agarraba de la camisa, del pantalón, del cinturón, pretendía hacerlo caer. Durandarte descabalgó.

Cuando Leonor le golpeó en el pecho sonó como un timbal. Él la sujetó por los codos. Enseguida la mujer se dejó caer. Había gastado sus últimas fuerzas en aquellos golpes y ya no podía hablar. Esteve la levantó y continuó caminando sin volver a subirse al caballo que guiaba cogido de las riendas.

—Asesino, ¿qué le has hecho? Dínoslo. ¿Estaba rica? —Se escuchó a uno de los vecinos gritar desde una ventana.

Al contrario de lo que solía suceder, aquella noticia no había llegado hasta el refugio secreto de Esteve en el Col de Bessata. Era algo excepcional, pero había sucedido así porque no tenía que ver con sus negocios, ni con los judíos, ni con los alemanes.

Antes de recibir más invectivas e insultos decidió tomar la delantera, se plantó en medio de la calle principal y aunque la mayoría de los postigos estaban cerrados a cal y canto, gritó:

—Yo puedo hacer algo. Sabéis que nadie conoce el Pirineo como yo, puedo peinar cada metro. Eso os ofrezco.

Entonces se escucharon algunas voces que se alternaban, la mayoría de hombres. Salían de las casas:

—¿Para qué? ¿Para que pensemos que no has sido tú?

—Mal lo tienes, Esteve. Se te van a llevar. Aquí no te cree nadie.

—Eso, y dinos, ¿cómo va a poder el viejo ese, el mendigo alemán, con la chiquilla? ¿Dónde la va a esconder si no se sabe cobijar ni él? Eso es cosa tuya. Demasiada soledad es la que tú tienes.

Durandarte les respondió a todos con una sola frase:

—Cuando aparezca tendréis que retirar cada una de esas palabras.

Sin amedrentarse lo más mínimo, un vecino bajó a la calle, se colocó enfrente de él y le dijo:

—Así sea. Ojalá. De momento tú aquí, ¿no? A ver cómo va todo y qué se sabe. No nos vas a engañar, que somos perros viejos. Mira, tú, que no sabemos ni quién eres ni de dónde has salido, ni qué escondes.

Durandarte no tuvo más opción que volver a ponerse el sombrero y marcharse. Sin sonreír no parecía él. Sus rasgos eran los mismos, pero conjugados de otra manera más sombría, taciturna, le faltaba la expresión que lo convertía en único. Con aquella cara resultaba un hombre atractivo, pero demasiado rudo, el más montaraz de todos, como si se hubiera formado con fragmentos de uno de los picos del Pirineo para después convertirse en un ser humano, el proceso contrario a lo que había sucedido según la leyenda con la cima a la que llamaban Balaitús.

Farsante trotaba. Durandarte saltaba sobre la silla de montar. De esta forma lo vio Jana cuando salía del edificio de viajeros. En pocos metros se cruzarían. Esta vez, al contrario de lo que había sucedido cuando se chocó con él en la entrada del vestíbulo de la estación o cuando se encontraron en la tienda de ultramarinos, lo divisó con antelación. Sintió un pinchazo en el pecho, la sangre muy fría le recorría de arriba abajo una columna vertebral que notaba de hierro en contraste con las piernas de trapo. Nada había cambiado respecto a su convencimiento de que él no había sido, que no había secuestrado a Valentina, y de forma apresurada, en apenas dos palabras, suficientes para un juramento consigo misma, se hizo el propósito de que iba a detenerlo, que hablaría con él y que esa sería su contribución más efectiva para que aquella niña, que podía haber sido ella misma a esa edad, la hija mediana de Laurent Juste o cualquier otra, fuera encontrada en buen estado, y no descuartizada después de haber sido violada como vaticinaba la mayoría. Y se prometió que sería capaz de ponerse de acuerdo con él por esta causa porque era el más adecuado para encontrarla, si es que antes no confirmaba sus sospechas sobre Gröber. Deseaba equivocarse, que no fuera verdad que el mayor la hubiera asesinado, que aquellos ojos dentro de la urna no fueran de la niña. Dentro de la ofuscación y del dolor aún era capaz de razonar. Le haría volver del revés la cordillera, hasta que Valentina no apareciera entera, su madre no dejaría de lanzar aquellos alaridos que ni la locomotora cubría porque parecían factura del inframundo. Jana no sabía que él ya se había ofrecido a hacerlo. Y puso en práctica la forma decidida que tenía de estar sobre la tierra, la menos segura sin duda, pero también la más válida porque su manera de ser anterior, su retraimiento, su timidez, solo le habían procurado sinsabores.

Jana y Esteve se cruzaron justo en el centro del puente del río Aragón, delante del edificio de viajeros de la estación, el color naranja de la tarde parecía contenido, rabioso. Ella se arrebujaba en su jersey de punto de garbanzo, de esta forma el escalofrío parecía consecuencia del aire vespertino. El caballo se movía con lentitud. Jana endureció la expresión para disimular el nerviosismo. Lo tenía ya a un metro escaso. Lo notó abatido y por un instante recordó las palabras de quienes le auguraban una especie de locura capaz de llevarlo a cometer las acciones más reprobables a causa de tanta soledad. Sus hombres no contaban. Al menos, eso es lo que veía al fondo de sus ojos. Estaba convencida de que si se había parado era porque necesitaba hablar con alguien, con quien fuese. Pero Durandarte ya la sentía más cerca, no por sus escasos encuentros anteriores, sino por el tiempo que había dedicado a pensar en ella. Aquella mujer lo intrigaba. De su estilo solo las había visto en las películas. Cuando le cruzó esto por la mente se relajó y comenzó a hablarle:

—Esos que están ahora en el bar de la fonda creen que me he llevado a la niña, que la tengo raptada para satisfacerme con ella. —La miraba como si las palabras que esperaba de ella fueran una sentencia.

Hacía tiempo que Jana había dejado de juzgar si una situación era o no normal, ya no le interesaba esa cuestión desde que la guerra, o las guerras, lo habían puesto todo patas arriba aventurándolos a todos en una nave de los locos a la deriva.

—Yo creo que tú no has sido. —Solo fueron esas palabras, no articuló ninguna más durante los siguientes cinco segundos. Sus tirabuzones cobrizos se agitaban libres, en poco tiempo estarían de nuevo encerrados bajo la cofia y sujetos por la redecilla.

Durandarte quiso coger aquellos rizos con la mano, elevarlos para verlos caer después. Jana levantó la vista del suelo y comenzó a hablar. Ella misma se sorprendió al escucharse llamarlo por su nombre pero la circunstancia lo merecía. Así sonaba más convincente:

—Esteve, tienes que ayudarme a encontrarla, por favor. Nadie mejor que tú conoce la montaña. —En su tono, más que súplica había determinación. De nuevo las palabras de ella coincidían con las de él. Era lo que acababa de decirles a algunos vecinos de Canfranc. Después añadió—: Sé que también pudieron llevársela en un tren y que ahora esté lejos.

—No sé —dijo Esteve de una manera demasiado fría, se detuvo, como si todo el asunto de la desaparición de la niña no tuviera nada que ver con él, pero enseguida añadió—: Yo también tengo mi teoría, como todos. Ya veremos quién gana.

—Pero lo de que la subieran en un tren sin que nadie la viera… Muchos viajeros pasan continuamente. Van y vuelven. Alguien habría visto algo. Lo que pienso es terrible: que la han matado en el hotel el oficial alemán y algún subordinado suyo para divertirse. Hasta me imagino que han tapiado el cuerpo, puede que esté ahí, que no se haya ido a ningún sitio, que esté ahí pero muerta —dijo mientras señalaba hacia el edificio—. Sí, todo es posible y más aquí, pero no por eso debemos abandonar la búsqueda.

Farsante se movió como si quisiera ponerse en camino, como si él decidiera cuándo debía darse una conversación por concluida, pero Durandarte lo retuvo esta vez, tirando de la rienda. Entonces continuó hablándole a Jana muy despacio. Al hacerlo bajó la voz y para compensarlo se inclinó. Sus ojos quedaban a la altura de los de Farsante:

—Mira, yo soy el que más se juega en esto y no precisamente por la niña. Si me quitan de en medio, si me encierran, muchas cosas dejarán de funcionar, al menos tan bien.

Así eran las conversaciones allí, siempre a medias, se callaba más de lo que se decía, era como otra lengua aparte, una forma de relacionarse que se aprendía pronto. Jana sabía entonces que se refería a las personas que rescataba de las montañas abandonadas por los falsos guías y a las maniobras en las que participaban ambos.

Aunque era el momento menos oportuno, Durandarte aprovechó para estudiarla en profundidad. Él sabía mirar a una mujer sin que esta lo advirtiera más que cuando él deseaba que así fuese. Le gustó cómo le quedaba el jersey. Sus pechos lo tensaban. Tenía el cuello largo y la piel muy blanca, como si no fuera de allí, como si hubiera surgido de un lago de Escandinavia. Fijaba la mirada con mucha fuerza. Tenía las pestañas pelirrojas y curvadas. Una apariencia de muñeca de porcelana, pero nada frágil, se dijo.

Jana se dio cuenta en aquel momento de que doña Mimín le despertaba algo más que celos: envidia. Le obsesionaba la idea de que estuvieran juntos. Y esa fijación era muy reveladora.

Llevaban un rato callados, como si la conversación hubiera acabado pero quisieran alargar un poco más aquel encuentro. Al menos Jana había levantado el rostro que le agachaba la tristeza. Después del incidente con las bandejas, tenerlo tan cerca le suponía recordar cómo clavaba los dientes en la pasta de la torta de alma. Entonces Esteve reía, pero en aquel momento estaba muy serio. No podía negarse que todo lo que tenía que ver con él le servía de escudo ante la monotonía, el peligro e incluso ante la monotonía del peligro.

El lomo del caballo quedaba a su altura y por tanto también sus piernas, que arrancaban poderosas bajo su cintura. Quería despedirse, pero se sentía tan bien allí que hasta tuvo ganas de preguntarle por la esposa del gobernador. Se controló. Ella no hubiera soportado una pregunta similar tan directa. No le hubiera gustado. Se sentía satisfecha porque había conseguido anteponer la necesidad de buscar hasta el último recurso para dar con Valentina a la dificultad que le suponía comunicarse con alguien que apenas conocía y, sin embargo, bastante a su pesar, consideraba excepcional. Alguien cuyo reino no parecía ser de este mundo, sino de un lugar al que le gustaría ir alguna vez, pero solo de visita.

—La encontraremos. —Después de decir esto, Durandarte se despidió con el convencimiento de que se llevaba algo de ella con él.

Que el encuentro sucediera de esa manera le procuró a Esteve un confortable alivio después de la animadversión que había sentido un rato antes por parte de muchos. Estaba enardecido tanto por el físico de la camarera como por la curiosidad que ella le despertaba. Le atraía mucho sondearla, descubrirla, saber de sus circunstancias anteriores, de sus planes… Pero se dijo que hasta ahí, que no seguiría adelante aunque le costara. Él ya formaba parte de un matrimonio y no podían ser tres, con su esposa ninguna otra mujer se llevaría bien porque, como le gustaba decir: él ya estaba casado con su libertad. A ella se debía.