11


LOS CLAVOS DE LAS HERRADURAS

Eberhard Gröber ya se encontraba en París. El oficial parecía la escultura de un atleta griego vestido con el uniforme del Reich. Su rostro solo se diferenciaba de los de mármol en el intenso azul cobalto de sus ojos. Eran jaspeados, como si en ellos se superpusieran motas brillantes a las vetas de varias láminas de vidrio. Tenía el perfil esculpido con una precisión académica. Las líneas de su mandíbula, de su nariz y de sus pómulos eran tan rectas que componían unos rasgos demasiado fríos.

El mayor Gröber había aterrizado en el aeropuerto de Le Bourget, donde lo recogieron con un Mercedes blindado. No llevaba séquito. Siempre que podía elegir prefería la soledad. Lo decidió así porque en Canfranc se encontraría rodeado de los soldados del reemplazo de la brigada de Alta Montaña de Baviera, algunos agentes de las SS y otros miembros de la Gestapo, como él, con los que no tendría más remedio que convivir. También estaría allí el, en su opinión, relajado y pacífico capitán Wagner con su ayudante Tadeusz. Dos nulidades que más que velar por los intereses del Reich parecía que estaban pasando sus vacaciones en los Pirineos.

Gröber disfrutó de unos días de asueto en París mientras terminaba de llegar su equipaje enviado desde la capital de Alemania. Visitó mientras tanto lo que para él eran sus dos máximos templos: el palacio de la Ópera y el Louvre. Sobre el primero, diseñado por el arquitecto Garnier, había leído mucho y quería disfrutar de su belleza sin intermediarios. Quería acopiar aquel esplendor, la magnificencia de París, porque no sabía con qué iba a encontrarse en su nuevo destino. Con el mismo automóvil que lo recibió recorrió los Campos Elíseos, la Madeleine, el Trocadero, y se fotografió ante la torre Eiffel. De esa forma imaginó que sería el nuevo Berlín una vez ganaran la guerra. Terminó la mañana en el museo nacional, de donde los franceses se habían llevado más de tres mil obras a castillos y conventos para impedir que los alemanes se las apropiaran. Por ese motivo, Gröber solo pudo visitar una sala en la planta baja. Pasó junto a una réplica en yeso de la Venus de Milo a la que no le prestó la más mínima atención porque no se trataba de la estatua original. Tampoco se detuvo ante la fila de niños que pasaban frente al edificio del Louvre. Iban de dos en dos, cogidos de la mano, apenas medían medio metro de estatura, una de sus maestras capitaneaba el grupo y otra se situaba al final. El oficial, al cruzar entre ellos, tiró a uno de los pequeños al suelo. El niño se golpeó contra su bota y su cabeza se quedó a escasos centímetros del borde de la acera. Comenzó a llorar y las dos instructoras abandonaron sus puestos para correr hacia él y consolarlo. El mayor Gröber no detuvo su marcha, ni siquiera miró atrás. Le pidió al chófer que lo llevara a un café de la plaza de la Concordia. Después le dijo que podría vivir sin muchas cosas, pero nunca sin el arte, mientras admiraba por el cristal trasero del vehículo la grandiosidad de aquel palacio real convertido en museo.

Estación de Canfranc, domingo, 21 de marzo de 1943

Aquella madrugada, cuatro días después de su llegada, Dagmar se despidió del resto de sus compañeros de fuga, que al fin habían recibido los papeles para seguir viaje. No quiso despertar a Sieglinde. A partir del momento en que los demás se marcharan solo quedarían ellas en la habitación bisiesta. Se sucedieron los abrazos y la misma palabra en varios idiomas: szerencse, en húngaro, szczcie, en polaco, Glück, en alemán, suerte, en castellano. A pesar de que hablaban en voz muy baja, Sieglinde se despertó y los miró de uno en uno, de una forma tan solemne que parecía que hubiera madurado años.

Los que saldrían aquel día en el tren de las seis de la mañana se apresuraban a guardarse sus nuevos documentos en los bolsillos interiores de las chaquetas o en los bolsos en el caso de las mujeres. De aquellas hojas de papel y rectángulos de cartón dependían sus vidas.

Los dos jóvenes enamorados, que a ella le habían despertado tantos sentimientos de añoranza, se empeñaron en irse en autobús. Jana no pudo convencerlos de que el tren era más seguro. No se privaron de nada, incluso recorrieron el paseo de los Melancólicos la tarde antes de marcharse.

—De acuerdo, tenéis los papeles en regla y con la ley en la mano las autoridades no os pueden detener —les decía Jana en alemán en un último esfuerzo por convencerlos—. Pero son falsos, y pueden descubriros; y aunque no sea así, aunque logréis engañarlos, pueden deteneros igual. Hay muchos antecedentes de detenciones… —Y buscó la palabra—… arbitrarias.

Después les entregó dentro de una caja de cartón su particular regalo de despedida: una tarta de bizcocho rellena de praliné con forma de corazón.

Si habían decidido comportarse como turistas tenían derecho, aunque no hubieran elegido el destino más adecuado para ello. Para Dagmar y Sieglinde esa separación significaba que se alejaban los últimos con los que habían constituido aquella otra familia temporal, con los que compartieron tanto miedo, hambre, sed y humillaciones añadidas a su desgracia. Dagmar acariciaba a su hija, le estiraba el vestido, le decía que todo estaría bien, que no se preocupara, que ya estaban a salvo y que dentro de poco se reunirían con Sándor. Así quería creerlo ella también.

Estación de Canfranc, lunes, 22 de marzo de 1943

Cuando Laurent Juste cruzaba del muelle de la aduana francesa hasta su oficina, sintió el sol en su espalda como si lo llamara para que se girase. Miró hacia las montañas y disfrutó de los guiños de luz que aparecían y desaparecían. Todo estaba en orden, los documentos sellados, la copia pegada en los paquetes que se transportarían… Dejó que aquella placidez, aquella sensación de que todo iba encajando poco a poco, lo envolviera y cerró los ojos un instante. El descanso fue muy breve porque enseguida escuchó que algunas personas se acercaban. A escasos metros a su izquierda tenía a don Gervasio Casanarbore, que acababa de entrar en el andén una vez más. Fiel a su costumbre de no pasar nunca desapercibido, llegó rodeado por sus más cercanos esbirros, además de por dos parejas de la guardia civil y otros tantos policías. Juste hizo de tripas corazón para acercarse a él y preguntarle qué se le ofrecía.

—Espero el tren —le dijo como toda respuesta, porque sus miras estaban puestas en aquel momento más arriba, en alguien con una autoridad superior a Juste, tanta que incluso superaba a la suya propia, pero solo de puertas hacia afuera, en la parte francesa de la estación. Por este motivo, en aquellos momentos el oficial aduanero no era nadie para él. Lo ninguneó de tal forma que parecía que hubiera olvidado su deseo de que lo invitara a su casa.

Laurent entró en su oficina y tras cerrar la puerta lanzó una imprecación que asombró a los empleados del servicio aduanero. El gobernador lo soliviantaba como no lo conseguía nadie.

Cuando la máquina entró en el andén comenzó a sonar el himno alemán mientras los guardias del puesto se apresuraban a situarse cerca del convoy. Antes de que el tren se detuviera vieron un brazo que hacía el saludo nazi desde una de las ventanillas. Una vez que descendieron todos los pasajeros, cuando ya parecía que no quedaba nadie, los brigadistas se situaron a ambos lados de la puerta de uno de los coches en posición de firmes, con los fusiles apoyados sobre el hombro, las miradas cruzadas y perdidas como si formaran también con ellas un pasillo de hilos invisibles. Don Gervasio, detrás y en el centro de aquella formación, comenzó a aplaudir cuando una figura con el característico abrigo negro de cuero de la Gestapo descendió. Se acercó a él, primero lo saludó con la mano en alto, después le palmeó la espalda como queriendo dejar muy claro a los escasos espectadores de la escena, casi todos llevados por él hasta allí, que tenía con el recién llegado una gran relación, a pesar de que era la primera vez que se veían. Ni siquiera habían hablado por teléfono. El gobernador fue avisado de la llegada de Gröber a través de la llamada de un secretario del Ministerio de Gobernación. Desde este organismo se le conminó a recibirlo con honores y a brindarle una efusiva bienvenida.

Sin embargo, no hubo vítores ni ninguna muestra de entusiasmo entre quienes quedaban allí, los que recogían su equipaje o fumaban, a pesar de que Casanarbore le había ordenado al alguacil que anunciara en varios bandos la llegada del alto cargo alemán. Nadie del pueblo se molestó en acercarse al andén aquella mañana, solo estaban allí quienes lo hacían respondiendo a su obligación. Para compensarlo, y sin dejar que trasluciera su contrariedad ante la plataforma desierta, su excelencia desplegó todas sus dotes de anfitrión, agasajándolo con sus gestos, con su saludo, con sus propuestas en un alemán rudimentario que había ensayado durante toda la semana anterior y que resultaba ininteligible para el recién llegado.

Juste salió de su oficina y vio cómo cruzaban ante él sin saludarlo, con una camaradería solo unidireccional, no recíproca. Al oficial se le veía más aburrido que sorprendido por tantos y tan exagerados ademanes con los que Casanarbore pretendía agradarlo sin conseguirlo, a juzgar por su expresión. El alemán reparó en el uniforme de Juste, pero tampoco se detuvo.

—Vamos, vamos. Nos espera doña Mimín, Frau Mimín. Y cerveza, mucha cerveza, Bier.

Después de casi dos guerras, aquella fue la primera ocasión en la que el jefe de la aduana sintió deseos de disparar contra alguien. Se le pasó por la mente la imagen de un batracio, de un sapo al que una bala agujereara y le sacara un surtidor de sangre verde, espesa, pastosa…, hasta que quedara desinflado sobre el suelo, como si la fatuidad se le hubiera escapado por aquel agujero. Pero no perdió la calma y, en vez de saltar sobre uno de los guardias civiles y quitarle su arma reglamentaria, se fue hacia el maquinista para preguntarle si había visto a Didier en algún punto del trayecto. El hombre se rascó la cabeza antes de moverla a un lado y a otro. Juste no podía dejar su puesto y acercarse hasta el horno para pedirle a Montlum que indagara, y Durandarte andaría por las montañas con sus traslados de mercancías.

Después del desplante del gobernador, Laurent Juste decidió entrar en su casa para buscar consuelo en Arlette.

—No puedo soportarlo más. Un día de estos voy a cometer una tontería, bueno, una tontería no, un crimen necesario, no sabes cuánta gente me lo agradecería.

—Laurent. —Arlette lo abrazó.

—Es ese mequetrefe, ese gobernador de pacotilla, esa alimaña. Tengo ganas de matarlo. —Juste se soltó para continuar gesticulando.

—Nadie ha conseguido nunca sacarte de quicio. Haz como si no existiera, no le debes nada, no tiene ningún poder sobre ti.

—Sí que tiene poder sobre mí, el de volverme loco. Ha venido a recibir a un oficial de la Gestapo, se lo ha llevado sin dejarle saludar siquiera al capitán Wagner.

—De este nuevo es de quien te tienes que preocupar, no de don Gervasio. —Arlette dijo estas palabras de una forma automática y solo al escucharse fue consciente de lo que significaban.

—Estará de paso. Una parada antes de dirigirse a Madrid y este aprovecha para hacerse el importante. Es un cretino, un majadero, una desgracia. —El jefe de la aduana apartó una de las sillas de la sala de estar, frente a la cocina, y se sentó con las manos apoyadas en la cara.

—Cálmate, Laurent.

Casi al amanecer, Juste escuchó el ruido del motor de un coche que se detenía ante la reja de la estación que daba al río Aragón; después, el chirrido de la puerta de hierro y el taconazo de los guardias, que se encontraban en un extremo del andén, cuando se cuadraron al paso del oficial que don Gervasio había ido a recibir bastantes horas antes. Apenas asomado, el aduanero lo vio entrar en el vestíbulo. Su presencia confirmaba que no había seguido camino por carretera, no al menos esa noche. En la planta de arriba se cruzó con Jana y la saludó con una sonrisa desmedida mientras se llevaba dos dedos al plato alzado de la gorra.

La camarera sintió algo extraño, como un escalofrío que le recordó los temores que desde hacía días la asaltaban, una corriente que la recorrió desde aquellos ojos que parecían pintados con esmalte, irreales como si fueran más bien los extremos de las empuñaduras de dos espadas. Observó la nariz recta, los labios carnosos, la mandíbula marcada de Eberhard Gröber. Le resultó atractivo, pero en el peor sentido de la palabra, le despertaba un interés malsano. Pasó todo lo estirada que pudo a su lado y lo saludó de forma breve en alemán. Con este gesto tan sencillo, una cortesía a la que la obligaba su trabajo, despertó sin pretenderlo su interés de forma inmediata porque Jana hablaba su lengua sin ningún acento y además no parecía española, con aquella piel tan blanca, espolvoreada de pecas como si fueran de harina tostada, los bucles pelirrojos le asomaban bajo la cofia que apenas podía contener una melena que se adivinaba muy voluminosa, difícil de domar. Contaba además con otro rasgo muy valioso para Gröber: sus ojos le parecieron iguales que los suyos. La camarera continuó hasta el extremo del pasillo porque no quería que supiera por dónde se desviaba para ir a su cuarto.

En tres días pasaron decenas de trenes pero Eberhard Gröber no se subió a ninguno. Tanto Jana como Laurent deseaban que se marchara de Canfranc cuanto antes, pero no fue así. Por las tardes el oficial ocupaba una mesa en un rincón de la cafetería, bajo un farol de vidrio y dos helechos. Desde allí miraba a Jana mientras se acariciaba el cuello moviendo un dedo arriba y abajo como para comprobar que mantenía su barba rasurada hasta el extremo. Jana bajaba la vista, deseaba que apareciera Durandarte, aunque solo fuera para que la sacara de allí. La mirada del alemán la congelaba, la paralizaba, la dejaba sin aliento, la manejaba desde lejos, la volvía torpe, atolondrada. Otras veces, Gröber no salía de su habitación o de repente daba un portazo a altas horas de la madrugada y bajaba a hablar con los guardias.

La primera vez que lo vio, Montlum se echó a temblar de tal manera que Jana lo tuvo que meter de nuevo en la cocina de un tirón en la chaqueta. Había ido a dejar el pan y a punto estuvo de desmayarse. Nunca lo había visto así, controlaba muy bien sus emociones, aunque era bastante más sentimental que Laurent. Pero el estremecimiento no se le pasaba y tampoco articulaba palabra, por lo que Jana decidió acompañarlo hasta el horno, estaba segura de que sus palabras lo tranquilizarían durante el paseo hasta la calle principal de Canfranc. Salieron los dos de la estación. Su amigo cruzaba cabizbajo el puente, ella lo llevaba cogido del brazo. Sobre los ojos de Montlum pasaban fotogramas de los hechos terribles que había presenciado en Francia. En Aragón se sentía salvaguardado del horror, hasta que este llegó a su piel como un viento helado.

Al poco tiempo les quedó claro a Juste, a Jana y a Montlum que el alemán no se iría de allí, al menos tan pronto como deseaban. Se había instalado en una de las mejores habitaciones del Hotel Internacional y por todo lo que tenía en ella se notaba que su estancia no iba a ser provisional, viviría allí como lo hacían algunos oficiales mientras que el resto se alojaba en el hotel Ara en el pueblo de Canfranc y los soldados en la fonda La Serena. Y por si aún les quedaba alguna duda a Juste y a Jana, tuvieron que hacerse a la idea de que permanecería allí durante un tiempo indeterminado cuando supieron que había tomado posesión del mando de aquel puesto de vigilancia fronteriza, ya que su rango era superior al de Wagner. Este era Hauptsturmführer, capitán, mientras que Gröber había alcanzado el rango de Sturmbannführer o mayor.

Juste sabía que, a pesar de su cordialidad, el capitán Wagner no le contaría nada sobre Eberhard Gröber que comprometiera la misión de aquel destacamento allí: la vigilancia de toda aquella persona o mercancía que atravesara en una dirección u otra la frontera. Tampoco lo haría Tadeusz, pero sí alguno de los guardias, tras beber en exceso en la fonda, o el siguiente sábado por la noche después del baile. De todas formas, como no podía esperar hasta entonces, decidió adelantarse. Necesitaba saber a quién se enfrentaba. Fue al bar y le hizo una seña a Tricio, que salió por la puerta que comunicaba con el corral mientras Laurent rodeaba el edificio:

—Han mandado a un pájaro nuevo.

—Los relevan para que no se cansen, y eso que no hacen nada.

—Este es diferente, me da mala espina. Es un jefazo. Algo buscan.

—Pues aquí pueden encontrar de todo. —Y rio.

—Tricio, estate atento a ver qué se habla, cualquier cosa, me mandas aviso.

—Descuida y tranquilo, que no será nada.

—Voy a llamar a Pau, al dentista, a ver qué saben allí. Entraré en un par de minutos.

Como si antes no se hubieran visto, cuando Juste atravesó la puerta, el dueño del bar lo saludó con mucha energía desde detrás de la barra.

—Voy a llamar, Tricio.

—Sírvase usted, don Laurent —le dijo tratándolo de usted, algo que casi nunca hacía aunque se encontraran en público, como si de esa forma quisiera fingir más distancia entre ellos a pesar de que todos sabían de su amistad.

A los pocos días, el maquinista, que tenía una relación más estrecha con el obrero ferroviario Didier, sacó de debajo del cesto de su comida una servilleta doblada en forma de triángulo. Juste se la guardó en el bolsillo. No dejó que lo dominara la ansiedad y se quedó por el andén durante un buen rato. En cuanto entró en su despacho se encerró en el baño y leyó el informe recién traído de Francia al que acompañaba una fotografía muy reciente:

Nombre: Eberhard Gröber.

Apodo: Ich porque siempre comienza sus frases con esta palabra, Ich, «yo». Le pusieron este mote sus compañeros de la policía secreta porque hablaba mucho de sí mismo.

Oficial de la Gestapo. Ostenta el rango de mayor.

Oficina IV de Investigación de Oponentes. Grupo IV C.

Sección IV C 2. Asuntos de custodia preventiva.

Mano derecha del comandante Karl Otto Koch. Destinado en el campo de concentración de Buchenwald.

Fecha y lugar de nacimiento: 1 de noviembre de 1907. Halle del Saale, Sajonia-Anhalt. Su familia se trasladó a Leipzig cuando él tenía cinco años. En esta ciudad pasó su infancia y juventud. Estudió solfeo, piano y violín en la Escuela Superior de Música.

Otras características: tiene una dicción perfecta de la que ha eliminado todo acento sajón.

Anotación: ese deje es objeto de burla en el resto de Alemania.

Gröber marca mucho las sílabas y las pausas. Habla además inglés, francés e italiano.

No fuma. Se manifiesta muy de acuerdo con la ley antitabaco nazi. Es muy disciplinado con la bebida, solo toma una copa de champán los sábados por la noche. Se sospecha que padece epilepsia y que ese es el motivo por el que evita la bebida.

Muestra cierta obsesión por su aspecto físico y por el estado de su uniforme. Al igual que Hitler, sigue una dieta vegetariana estricta, sin embargo, se le ha visto comer casquería y caza. En público alardea de que evitar la ingesta de carne depura el espíritu. Al igual que el Führer, dice no soportar el maltrato animal, que se sacrifiquen aves o pescados.

Muy perfeccionista, culto, de carácter soberbio, tenaz, ambicioso, tanto que en el fondo muchos creen que aspira incluso a sustituir a Hitler a la cabeza del Reich.

Sin amigos conocidos.

Otros datos: en el campo de concentración de Buchenwald organizó un sistema de apuestas con los suboficiales por el que aventuraban en qué momento morirían algunos prisioneros sin que ellos intervinieran en el desenlace que debía producirse por enfermedad. No contaban los que estaban obligados a trabajos forzados, eran fusilados o formaban parte de experimentos médicos.

Fue amante de la mujer del comandante Koch, Ilse, supervisora de las SS en Buchenwald, que lo simultaneaba con otros guardias del campo. Esta Oberaufseherin, asistente femenina principal, es famosa, entre otras cosas, por coleccionar los trozos de piel con tatuajes que ordena arrancar de los cadáveres.

El agente Gröber es especialista en delitos de motivación política, en la persecución de cualquier opositor del régimen, en especial francmasones, testigos de Jehová, gitanos y sobre todo judíos.

Eran apenas dos cuartillas, pero la información que contenían horrorizó a Laurent Juste. Se sentó en el suelo, al lado de la taza turca, y se entretuvo haciendo añicos aquellos papeles; primero cortó en muchos trozos las hojas, después hizo bolitas con algunos de ellos que arrojaba al sumidero, otros se los comió. Permaneció un buen rato con los ojos cerrados, los dedos pulgar e índice sobre sus párpados, el codo apoyado en la rodilla. No quería salir. Por primera vez pensó en rendirse. En alejarse de allí cuanto antes. Se incorporó y comenzó a arrojar cubos de agua sobre aquel agujero como si de esa manera pudiera deshacerse de la amenaza que representaba la presencia allí de Eberhard Gröber. Cuando Laurent Juste salió del baño aparentaba cinco años más. Parecía que ya hubiera cumplido los cuarenta y nueve.

Con la llegada de Gröber, a don Gervasio le llegó también otra noticia: a quién pertenecían los caballos. Se enteró durante la cena, y la noticia le produjo acidez de estómago. Estaba muy alterado. Contaba sus pasos en el recibidor de su mansión a la espera de su visita. Durante todo el tiempo que tuvo allí al mayor, temió que le llevaran los caballos justo entonces, y que este supiera de inmediato que se trataba de los que se le habían extraviado a su jefe. Pero hasta las diez de la mañana no llegó Arnaldo, enviado por Durandarte, ante el portalón de Villa Dorada. Los criados del gobernador vieron a un hombre apocado, con aspecto de pastor, que al lado de aquellos ejemplares magníficos, de crines fuertes y ojos de ternera, parecía aún más tosco. No iba a regatear porque no tenía sentido hacerlo.

—¿Quién te manda? ¿Junto a quién has sustraído los caballos? ¿Por qué no viene él? ¿Me teme?

—Yo se los traigo como había ordenado.

—Sé que trabajas para el rufián de Durandarte, y que no tiene más remedio que ofrecérmelos a mí porque nadie por la contornada tiene mi capacidad adquisitiva. —Siempre que el gobernador podía utilizar dos palabras prefería hacerlo así a expresar lo mismo con una sola—. Dime, ¿me equivoco?

—Yo no sé nada, su excelencia.

—¿Tampoco sabes que sois unos muertos de hambre sin futuro? A ti también te pagará más de lo que mereces. Es fácil ser generoso con el dinero de otros. Ser un ladrón, que no cueste esfuerzo ganarlo. A ver. —El gobernador se acercó a los caballos y simuló que sabía cómo obrar en aquellos momentos.

Como si se tratara de un tratante de ganado, les miró los dientes, sin atreverse a abrirles demasiado la boca por si le caía encima la baba espesa y olorosa de los equinos. Los miró detrás de las orejas, pasó las manos por el lomo de cada uno, les levantó las patas para ver el estado de sus herraduras y después se sacudió su ropa por si acaso se le había impregnado alguna sustancia campestre.

—No valen mucho, la verdad.

—Yo no entiendo, señor. Si se los queda tengo que volver con medio millón de francos[4].

—No me hagas reír. Y una bolsa de brillantes además. Sé quién te manda, así que te voy a dar la mitad, que ya es mucho. Ahora mismo llamo a tres de mis sirvientes y te sacan en volandas al camino. Me los quedo y santas pascuas.

—No es como usted piensa, don Casanarbore. Pueden pensar que me he quedado con la otra parte y colgarme. —Arnaldo quería llevar la mentira hasta el final.

—¿Quién te va a colgar? Dime. —El gobernador seguía convencido de que quien estaba detrás de aquello era Durandarte.

—Mire —Arnaldo bajó la voz—, es que no son nuestros… Nos han encargado que los vendamos. El dueño está hasta el cuello, tiene deudas de juego, usted ya sabe que esas deudas son sagradas. Solo le puedo decir que es un militar alemán. Nada más.

Uno de los guardeses de la casa de verano del gobernador le quitó al mensajero las riendas de la mano y se llevó los caballos hasta un cercado a la derecha de la casa. Una vez allí los hizo correr. Mientras tanto, Gervasio Casanarbore entró hasta el salón, cogió de la caja labrada que siempre estaba encima de la repisa de la chimenea un fajo de billetes a ojo, igual que la noche de la cena de los huevos fritos, y se lo entregó al enviado de Esteve.

—Lárgate. Y ten el pico cerrado.

Mientras esperaba a que Arnaldo volviera de casa del gobernador, Durandarte fue al pueblo viejo de Canfranc a recoger un nuevo fardo de camisas limpias. Tenía la intención de dejarse ver mientras se realizaba la transacción de los equinos para tener de esta forma una coartada. Quien hacía la entrega era Arnaldo, alguien cercano, pero en todo caso no era él. La señora Benilde era una de las lavanderas de más edad de entre las que se ocupaban de la ropa del hotel. Las prendas de Esteve pasaban desapercibidas cuando se juntaban todas las mujeres en el río porque se confundían con las del uniforme de los camareros. Ella las distinguía por los botones, pero sobre todo por la talla. A veces intercambiaban hasta una docena. Era quien más ganaba de todas. En la puerta de su casa, mientras se tocaba el sombrero, Esteve le dijo:

—Gracias, es usted como una madre.

—El gusto es mío, joven. Hasta más ver.

Cuando ataba el bulto en la silla de montar de Farsante vio al fondo de la calle a Jana Belerma. La primera vez que Esteve planeó con Juste la forma en la que entretendría a los guardias alemanes, el jefe de la aduana le dijo que una de las camareras del hotel estaba con ellos, que sería quien se encargaría de los judíos en cuanto estos cruzaran la playa de vías y Didier abriera la puerta del vestíbulo. Durandarte tenía la corazonada de que se trataba de ella.

Jana se dirigía al mismo sitio que Durandarte y, a pesar de que tanto había querido encontrárselo en La Serena la tarde en la que se fueron los últimos fugitivos, en aquel momento las cosas ya eran muy distintas porque su opinión sobre él había variado a bastante peor. Esteve cruzó la calle en dirección a la tienda de ultramarinos. En la puerta, sobre un caballete parecido al que usan los pintores, estaba la caja redonda de madera sin tapa, para exhibir las sardinas de bota como si la flor plateada que formaban anunciara aquel comercio más que su rótulo. La báscula blanca esmaltada ocupaba una tercera parte del mostrador. A un lado se apilaban los papeles de estraza para envolver los productos. Sobre el tablero colgaban de clavos las ristras de embutidos como una cenefa de ondas. Los botes de conservas se alineaban en la estantería del fondo y los garbanzos se remojaban a la entrada en una vasija de barro flanqueada por un saco de cincuenta kilos de arroz y otro de lentejas.

Jana debía salir con frecuencia del hotel, lo cual no solo le permitía romper con la monotonía de su trabajo, sino algo bastante más importante: como casi siempre era ella la encargada de aprovisionarse de algún artículo que se hubiera acabado y se veían obligados a comprar al detalle hasta que recibían la nueva partida, aprovechaba estas ocasiones para realizar cualquier tarea que tuviera que ver con sus labores furtivas.

Cuando fue a cruzar la puerta de la tienda y vio a Esteve dentro se detuvo. Se había prohibido cualquier acercamiento a él. Ambos estaban en lo mismo, eso no iba a variar, pero desde que supo lo de doña Mimín él significaba para ella peligro.

Durandarte estaba de espaldas ante la vitrina que ocupaba la pared de la derecha hasta el techo. En vez de avanzar el otro pie, Jana retrocedió en la puerta. Fue un acto reflejo, no lo pretendía, se debió a la impresión de encontrarse con él donde menos lo esperaba.

—Ay, hija, menudo pisotón, me has chafado el callo del meñique —le dijo una de las vecinas que en ese momento entraba en el establecimiento.

—Perdone, he perdido el equilibrio. ¿Le duele?

—No, no es nada, menos mal que eres menudita, que si no, me atraviesas.

Jana le cedió el paso a la mujer. Aún no sabía si entrar o alejarse. Escuchó a Durandarte hablar con el tendero mientras este le ponía café; con la pala de metal lo cogía del saco para echarlo en un cucurucho de papel. Después fue con él hasta donde tenía el molinillo. Giró varias veces la manivela y antes de abocar el contenido del cajón de madera se lo dio a oler. Aspiró con los ojos cerrados y cuando volvió a abrirlos la vio a su lado.

—Vaya —dijo como todo saludo. No se esperaba que ella también hubiera entrado en los ultramarinos.

Jana lo miró y le pidió agua del Carmen a la tendera. Algunas clientas del hotel le tenían tanta fe a este preparado de toronjil que se lo bebían para curarse de cualquier dolencia e incluso para prevenirlas. Si se sentían a punto de desmayarse, si querían tranquilizarse, si tenían trastornos estomacales o menstruales, para todo servía ese elixir prodigioso.

Jana y Durandarte se quedaron en silencio. Como ya no tenían ningún motivo para permanecer allí salieron a la calle. Esteve se detuvo junto a Farsante y ella continuó sin despedirse. Cogía el envoltorio con fuerza, con la esperanza de que el líquido le hiciera efecto con solo tocar el vidrio que lo contenía. Pero no sentía sosiego, sino mucha agitación. En los brazos, desde los codos hasta los hombros, comenzó a notar que se le erizaba el vello. Durandarte la adelantó, le recordó por el sombrero al jinete de los anuncios de Nitrato de Chile, aquellos que decoraban algunas fachadas, sobre todo en las carreteras, con sus azulejos amarillos y negros. De pronto se dio la vuelta y le sonrió. Jana pensó que para esa sonrisa necesitaba muchos antídotos, que si no supiera todo lo que sabía de él, su reacción habría sido otra, pero que entonces solo podía quedarse con la parte del bandolero que le interesaba. Así que decidió no demorarse más y, ya que se lo había encontrado, pedirle lo que le rondaba por la cabeza desde que tenía a sus acogidas allí. Tampoco perdía nada.

—El martes llegaron unas fugitivas húngaras. Hasta ahora me traducía un soldado que estaba con ellas, pero ya se ha marchado. Necesito localizar a alguien que hable su idioma.

—¿Húngaro? Pues yo no tengo el gusto —le respondió como si se tratara de un malentendido o en algún momento Jana hubiera pensado que él era de esa misma nacionalidad.

—Por aquí pasa mucha gente… —añadió ella. Esteve parecía tener prisa.

—Vi a uno que hacía fotografías. Me dijo que quería llevarse la estación con él, la imagen…, que bastante miseria había visto ya en otros lugares de España. Por eso sé que llevaba bastante tiempo viajando. No sé si aún estará.

—Pues necesito que lo encuentres —le dijo con un tono tan imperativo que a él le pilló por sorpresa—. Es cuestión de vida o muerte. —Jana se detuvo en sus rasgos: la piel tostada, los ojos verdes, el cabello muy negro.

—Como todo con esta gente. —Durandarte tiró de las riendas, se tocó el sombrero y salió al galope sin decir nada más. Enfiló en una dirección que bien podía llevarle a la casa del gobernador. También a muchos otros sitios, pero ella no pudo evitar asignarle aquel destino.

Jana le había transmitido el recado como quería. Eso era lo importante. Se sintió satisfecha. Le parecía un acierto tratarlo de aquella manera porque estaba convencida de que para él resultaba una novedad que alguien le diera órdenes. No había nada entre ellos, se dijo. Solo la alianza para salvar a otros. Nada más, se repitió. Y para fortalecer este pensamiento concluyó que si había salido tan deprisa hacia allí era porque debía de estar ansioso por encontrarse con doña Mimín.

A quien Durandarte iba a recoger a la salida del pueblo era a alguien que venía de aquella misma casa, de Villa Dorada, pero se trataba de una persona muy distinta a la señora Casanarbore. Jana, de espaldas, muy convencida de la fortaleza de sus intuiciones, ya no pudo ver a Arnaldo, que se reunía con Esteve para emprender el regreso a las montañas.

Hotel Internacional, Estación de Canfranc, martes, 30 de marzo de 1943

Que Casanarbore friera los huevos con un fajo de billetes dejó de ser la principal noticia sobre él en cuanto comenzó a correr el rumor de lo que había hecho con su mujer. Se repetía a sí mismo que ella se lo había buscado, por altiva, por desdeñosa, y comenzaba a rebuscar palabras aún menos comunes para describirla: displicente, encastillada…, se sentía muy orgulloso de su vocabulario, lo afilaba y exhibía como si se tratara de un arma.

Cuando su nueva jugarreta llegó a oídos de Juste, este decidió que nunca lo invitaría, ni a su casa ni tan siquiera a un anís en la cafetería de la fonda, que se cuidaría mucho de tenerlo a menos de cinco metros y porque no tendría más remedio. El aduanero se escandalizó con aquello, que tomó como su prevención definitiva ante aquel sátiro que quería mancillar con su presencia las mismas paredes que arropaban a sus hijos. El más difícil todavía de don Gervasio se comentó con tanta prodigalidad de detalles que consiguió mediante aquel altavoz que constituía La Serena lo que él deseaba: que su fama trascendiera hasta Suiza, Portugal, Francia, Inglaterra e incluso Canadá. Tanto se extendió el rumor que hasta Jana supo algo. A Montlum le sorprendió que cuando se acercó a la cafetería para despedirse de ella, lo interrogara sobre la historia. Cuanto había sucedido ya era de dominio público.

—Montlum, solo una cosa, no te entretengo nada, ¿tú sabes lo del gobernador? ¿Qué ha hecho ahora? Dicen que esta vez la tomó con su mujer. Como se comenta mucho, pero entre dientes, no sé de qué se trata. —De toda aquella historia a Jana solo le interesaba lo que pudiera tener relación con Esteve.

Su amigo no solo no encontró ningún inconveniente en contárselo, sino que además le vio una utilidad a que lo supiera porque de ese modo se mostraría precavida si se veía obligada a tratar con el gobernador en los salones del hotel.

—Que organizó una jarana de nuevo, reunió a sus secuaces y se ve que como no tenía huevos que freír les propuso otro juego. Les preguntó qué pagarían por ver como Dios la trajo al mundo a doña Mimín, que lo decidieran cuanto antes y le entregaran el parné. Juntó los billetes, que dijo que los unos por los otros, que el que hubiera puesto más por el que hubiera puesto menos, que eso le daba igual, que cuantos más para opinar mejor.

—¿Y la obligó a desnudarse delante de ellos?

Jana se llevó la mano a la boca.

—¡Qué asco, Montlum! Solo de imaginar algo así… ¿Y ninguno hizo nada para impedirlo? ¡Menudos caballeros!

—Todos le obedecen por su propia conveniencia, a esas fiestas les sacan después mucho partido.

Los dos se quedaron en silencio, frente a frente, Jana dentro de la habitación y Montlum en el pasillo. La camarera temió que se marchara sin continuar:

—¿Y qué pasó? ¿Se atrevió o se echó atrás?

—Entonces le dijo al criado que servía las bebidas que fuera a llamar a doña Mimín. —Para alivio de Jana, Montlum no se detenía en el relato—. Antes de dejarlo marchar le dio unas instrucciones al oído. Cuando su mujer estaba en la puerta dicen que salió él y le colocó un saco de tela en la cabeza, que después la llevó de la mano hasta delante de la chimenea.

—¿Y a nadie se le ocurrió pensar en lo abyecto de todo aquello? Tienes que decirme quiénes eran, Montlum. Menudos energúmenos. Que se sepa.

—Dicen que ella no hablaba, que después le sacó las medias, que le silbaban pero para animarle a que siguiera; le quitó el cinturón, la falda, la chaqueta, todo. Después la obligó a darse la vuelta para mostrarles sus nalgas, agacharse, meter la cabeza en el hallar. Parece que se divirtieron mucho a costa de ella, claro.

—Pobre mujer, no pudo elegir peor marido. —Ella sabía muy bien a qué se refería con estas palabras, pero su amigo no.

—El saco no se lo quitó durante todo el tiempo que duró el numerito —dijo, señalándose la cabeza.

—Sería para que no la vieran llorar. Menudos salvajes.

—Pues no, no era por eso. Le tapó la cabeza porque no era ella, era la doncella. Se llama Palmira.

—La humillación es la misma, Montlum, se trate de una mujer o de otra es rastrero, como él y como todos los demás que le siguieron la corriente. ¿Sabes qué? A la próxima igual se le ocurre al animal ese que quiere ver en cueros a alguna de las esposas de sus secuaces. A eso se exponen.

—Pues no me extrañaría. Después dicen que siguieron con la borrachera, que brindaron mientras les decía que había hecho lo mismo que Goya cuando pintó la maja desnuda, que el cuerpo era el de la criada en vez del de la duquesa.

—Y le reirían la gracia, seguro, le aplaudirían como micos, como monos de repetición, que es lo que son, cuando en realidad por lo que babean es por relevarlo en el cargo. Me dan náuseas.

—Las dos mujeres se parecen mucho, tanto como si fueran hermanas, aunque esta es más joven que la patrona. Además, como la esposa de don Gervasio la lleva vestida igual que ella cuando salen, el equívoco aún es mayor. Dicen que durante esta semana lo ha esquivado, que se fue a Huesca y cuando él llegó se volvió aquí. Aunque quieran vivir separados, cuando haya procesión o lo llamen a Madrid tendrá que acompañarlo para guardar las apariencias.

—Menudo sátiro. Es un depravado, pero a nadie le conviene estar a malas con él, por eso pasan estas cosas. Si un solo hombre le hubiera parado los pies no se habría llegado a esa situación. Qué bochorno.

—Dicen que con esto el que ha salido ganando es Durandarte, que así puede verse más con su amante, que alejarse de don Gervasio y acercarse a Esteve es lo que aquella mala acción trajo como consecuencia. Eso sí, la que pagó el pato fue la criada.

Jana no se esperaba el derrotero que había tomado aquella conversación. Había querido saciar su curiosidad, conocer con más detalle algo que ya sabía todo el pueblo, por si había algún aspecto que le interesara, pero cuando lo confirmó se sintió muy desasosegada. Que de todo aquello hubiera resultado que los amantes tuvieran todo a su favor para dar rienda suelta a lo que sentían la malhumoró. Lo imaginaba tomando el café que le había visto comprar en compañía de la esposa del gobernador mientras ambos reían. Esperaba que al menos cumpliera con su encargo y le encontrara al fotógrafo húngaro.

La misma historia sobre doña Mimín y su sirvienta voló hasta las montañas. Durandarte se dirigió a sus hombres:

—¿Sabéis qué? Ya está bien. Vamos a darle un escarmiento a la sabandija esa.

—Pareces un marido burlado, Esteve —le dijo Silvino.

Sus amigos no hacían más que lanzarle indirectas sobre la señora de Casanarbore, pero él seguía sin soltar prenda. Solo hablaban de mujeres en broma y tal vez ella le importaba demasiado como para intercalarla en las risas que siempre suscitaba entre ellos el tema.

—Me da igual lo que parezca. Esa alimaña nos está colmando la paciencia a muchos. Va a recibir su merecido con la merma de lo que más le duele, su dinero. —Durandarte no soportaba el abuso de autoridad y lo que don Gervasio había hecho con su criada excedía esta consideración: más que una injusticia era una humillación—. Lo que más me cuesta creer es que en aquella cena no hubiera un solo hombre que le parara los pies.

Eran las mismas palabras que le había dicho Jana a Montlum. A ella le hubiera gustado saber de esa coincidencia, tal vez la habría colocado sobre el platillo de la balanza casi vacío, el que no contenía el amor adúltero del bandolero por la gobernadora, como la llamaban sus compañeros. Después de estas palabras continuó dándoles órdenes. Quería que todo se concretara al anochecer. Lo antes posible.

Los tres demostraron una vez más su habilidad para moverse por aquel territorio tanto de día como de noche. Unas horas después, sus sombras se acercaron a la valla junto a la casona del gobernador y soltaron a los caballos. Estos los reconocieron de inmediato y hasta parecía que se alegraban de verlos. Movieron las cabezas una vez liberados de las cuerdas para sacudirse del todo la presencia de las ataduras en torno a sus cuellos. Como si supieran lo que estaba sucediendo, no relincharon. Su nobleza también se manifestaba en estos gestos. Los llevaron hasta el comienzo del bosque, donde habían atado los suyos a unos árboles, y enseguida se dispusieron a volver hasta el refugio de montañeros abandonado. Durandarte, Silvino y Arnaldo cabalgaban los suyos con cada uno de los otros atados detrás.

La estancia palaciega les había sentado bien a los animales. Durante aquellas horas les dieron comida, agua, los cepillaron e incluso se acercó un herrero a la casa del gobernador para desinfectarles las pezuñas y reponerles el par de clavos que se les habían perdido durante tanto trasiego de tren desde Alemania. Siempre se trataba de tener la mercancía, cualquiera que fuera, en óptimo estado. Pero en aquella ocasión el goce de aquel género había sido efímero. En vez de vendérselos se podría considerar que solo se los habían alquilado durante unas horas.

Eran unos ejemplares magníficos, parecían de metal bruñido más que seres vivos, y además no solo se trataba de los caballos del comandante del campo de concentración de Buchenwald, también había otra conexión entre ellos y alguien más: habían viajado en el mismo tren que Dagmar y Sieglinde Géllert hasta Marsella, sirviéndoles de calefacción a ellas y a los otros judíos que llegaron escondidos a la ciudad portuaria. Como su dueño, Karl Otto Koch, había dado la orden de que su vagón no se abriera hasta que llegaran a su destino, les dejaron bastante paja y agua para todo el trayecto; de esta forma, aquel grupo de fugitivos no pasó sed durante las largas horas que tardaron en alcanzar el Mediterráneo. La niña húngara les acariciaba las crines, les hablaba, les contaba cuentos que siempre protagonizaban los de su especie. Hasta los besaba bajo los ojos. Su madre le pedía que tuviera cuidado, pero ella no se alejaba, se sentía correspondida porque notaba que cuando relinchaban también reían. Sin duda, si la volvían a ver la reconocerían. A Sieglinde le hubiera dado mucha alegría saber que estaban tan cerca y tan bien cuidados.