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EL TELEGRAMA

Martes, 10 de agosto de 1943

El texto del telegrama irrumpió en el centro de aquel verano como una lanza ardiente. Sucedió en el momento que menos lo esperaban, cuando todo marchaba sobre ruedas y estas sobre los raíles. Decía de la forma más escueta posible que monsieur Juste debía ir al hospital Varsovia de Toulouse porque las pruebas no le habían salido bien. El jefe de la aduana francesa no se había sometido a ningún examen, ni tampoco había pisado aquella clínica nunca. Sus únicas visitas médicas se reducían a acudir una vez al mes al odontólogo que lo atendía en Pau para encargarse de una dentadura que no necesitaba ningún cuidado.

Tanto Jana, como Arlette, Montlum y Didier sabían lo que significaba aquello: era un mensaje en clave, así estaba establecido por si llegaba a suceder lo que de verdad decía. Nunca pensaron que ocurriera, pero allí estaba la evidencia. Arlette lloraba con el papel en la mano.

Ils nous tueront…, nos matarán, Jana, a todos, a nosotros dos, nous deux, pero también a nuestros hijos, solo se salvará la mayor, menos mal que la mandamos a estudiar a Madrid, le petit Auguste, ma belle Solange. Tenía que pasar. ¿Y vosotros? ¿Qué va a ser de vosotros?

—Calma, Arlette. Algo se nos ocurrirá, como siempre. —Jana le acariciaba la espalda mientras la francesa hundía la cabeza entre su cuello y su hombro.

—Este es nuestro último día aquí. No volveremos a vernos —decía sin poder apenas pronunciar estas palabras entre las lágrimas. Había caído en la desesperación, y ante eso Jana no tenía nada que decir. La reacción de aquella mujer no podía ser otra.

Ella también estaba muy alterada, pero se mantuvo firme. La señal estaba muy clara. Aquellas palabras significaban que la Gestapo había descubierto las actividades de Juste e iban a detenerlo.

Se lo llevarían junto a su familia a Dachau, Auschwitz-Birkenau, Bergen Belsen, Buchenwald, Mauthausen…, el nombre era lo de menos porque el destino era el mismo: la nada, la desaparición, los convertirían en humo después de obligarlos a atravesar varios infiernos.

Juste se fue a su oficina y una vez allí se refugió en el baño. Se sentó en el mismo rincón, junto a la taza, que el día que leyó el informe sobre Gröber. Parte de lo que le decían en él acababa de cumplirse. Lo había infravalorado. Había cometido un fallo de principiante. Quiso meter la cabeza en el inodoro, que la cañería se ensanchara hasta tal punto que le permitiera evadirse por ella. Pensó en su familia, como lo había hecho durante todo aquel tiempo en que los había expuesto, y se dijo que nunca se perdonaría que los mataran. Lo que le hicieran a él era lo de menos, ya había cumplido con creces su misión. Cerró los ojos y se quedó un buen rato con la cabeza apoyada en la mano, oprimiéndose las sienes con dos dedos como si quisiera estrujarse el cerebro. Deseó cavar un pozo allí mismo, llegar hasta el subterráneo y evaporarse junto a sus dos hijos y Arlette a través de las piedras y la tierra.

Entonces pensó en Biel, el consignatario de la agencia aduanera privada, el mismo que le confesó hacía casi medio año que le habían ofrecido dinero por pasar información, y al que entonces consiguió disuadir apelando a su sensatez. El reloj corría en su contra. Tenía que ponerse en marcha. Intentar escapar al menos. Eran las cinco de la tarde y tenían menos de veinticuatro horas para hacer funcionar un plan de emergencia. Por suerte, dos días antes habían salido dos docenas de personas de allí, de nuevo después de ocultarlos en el compartimento cerrado del hangar cuando el tren entró en él. El problema no eran estos ciudadanos anónimos, estaba seguro de que las SS habían montado en cólera al saber que aquellos que tanto les importaban, el escritor Lion Feuchtwanger y su esposa Martha, estarían en breve sanos y salvos lejos de su alcance. La ira se había desatado sobre ellos por ayudar a los últimos, pero necesitaban hacerlo para conseguir las ansiadas Danger visas. Esta fuga también tendría alguna repercusión para el mayor, sin duda. Considerarían que se había contagiado de lo que él llamaba el espíritu veraneante del capitán Wagner y sus subordinados. Juste tuvo entonces un pensamiento certero, que aquellos fugitivos del Reich que ellos salvaban no eran más o menos valientes que él, sino que los empujaban la desesperación y las ganas de vivir. En aquel momento no le faltaba ni lo uno ni lo otro. Por lo que sintió que aún tenía alguna esperanza de alcanzar su objetivo.

Jana colocó un dique a sus lágrimas con su habitual y singular método: se imaginó bañándose con Esteve en las cascadas del Estrecho y de la Cueva de Ordesa, tal como él le había propuesto de forma muy sagaz cuando recorrieron el paseo de los Melancólicos. Huyó con la mente hacia allí y vio una imagen paradisíaca. Lo invocó, deseó con todas las fuerzas que apareciera. Y deseó también que la vida fuera fácil y sin sobresaltos. Era el único recurso que le quedaba, anclarse a estas ilusiones en los momentos más aciagos. Sin embargo, en aquel momento el antídoto no fue suficiente.

Los Juste no podían salir en plena noche porque no tardarían en cazarlos. Jana se acercó a la casa de los franceses como si fuera a un velatorio. En menos de un minuto, el jefe de la aduana francesa le resumió a la camarera sus últimas gestiones, le rogó que lo ayudara una vez más, como si fuera necesario que se lo pidiera.

—La última, Jana, será la última. Ya nos hemos expuesto bastante todos.

—Espero que no lo sea, Laurent. —Lo abrazó.

—¿Sabes lo mejor de vivir, Jana? Contar con grandes amigos. La amistad nos duplica, nos expande, nos vuelve poderosos. Ya verás, todo saldrá bien.

A Jana le sorprendió que aún conservara cierta confianza, o que tuviera energía para molestarse en fingirla. Una de las veces que volvió a la casa de los Juste encontró a Arlette más recompuesta, más decidida, como si ya hubiera llorado todo lo que tenía que llorar.

—¿Sabes qué? Lo vamos a intentar. Perdidos ya estamos —le dijo a Jana con un tono impetuoso.

—Hemos salvado a tantos, Arlette, que ahora os toca que os salga bien a vosotros. Al menos no debemos dejarnos atrapar como conejos en la madriguera. Saldrá bien, ya lo verás. Tu marido lo tiene todo previsto, hasta esto. Ya sabes cómo es de meticuloso, de exacto. —Arlette sabía que Jana estaba aparentando una seguridad que no sentía, que no iba a resultar tan fácil, pero quería creerla. En una esquina del salón estaba el pequeño Auguste, tenía siete años, apenas unos meses menos que Sieglinde, la niña húngara. Fue la primera vez que Jana lo vio callado.

En ese momento entró Solange a merendar. Arlette no podía escucharse decir en voz alta, y menos a su hija, lo que ocupaba todos sus pensamientos, por lo que le había encargado a Jana que hablara con ella. Tenía la misma edad que Valentina, una iba al colegio español y la otra al francés:

—Solange, qué guapa estás —le dijo con el tono más sereno que pudo—. Tus padres van a viajar y tú te quedarás conmigo hasta pasado mañana. Como tengo que trabajar en el hotel estarás aquí en tu casa. Vendré a verte, por si necesitas algo, y para cualquier cosa no tienes más que venir a buscarme. Sea la hora que sea.

—¿Pero cuándo? ¿Así, de repente? ¿Por qué? —La reacción de Solange fue la que Jana esperaba.

—Aún hay tiempo, se irán mañana por la tarde, a la hora que siempre dan el paseo. No debes comentarlo con nadie, ni con tus compañeras ni con tu mejor amiga. Es muy importante. No vale compartir secretos en esta ocasión. Tienes que prometérmelo. Y tú también —dijo mirando a Auguste con los ojos muy fijos. El niño seguía mudo.

—¿Adónde van? —Solange estaba cada vez más nerviosa.

—Se reunirán con tu hermana en Madrid. Después irás tú, pero mientras tanto haremos vida normal. Si entran los guardias, tú no sabes nada.

El plan era que nadie sospechara que se habían fugado. Si dejaban a su hija mediana allí nadie sospecharía hasta que estuvieran bastante lejos. A Juste le costó mucho convencer a su esposa. Era arriesgado para todos, pero que la familia desapareciera en pleno los acusaba de una forma inmediata.

Desde que la nieve despejó los caminos, Laurent y Arlette daban el paseo al que se había referido Jana a las cuatro de la tarde. Si salían al día siguiente a aquella hora, sin equipaje y en compañía de su hijo, a todo el mundo le parecería normal, ni los verían pasar de lo acostumbrados que estaban a que así fuera. Pero se adentrarían con disimulo en el túnel de Somport, donde los esperaría Didier a escasos metros de la entrada, los suficientes para que nadie lo viera desde fuera. Deberían cruzar sus más de ocho kilómetros con un niño tan pequeño en poco más de dos horas, ya que a las seis y media de la tarde entraría con toda su potencia y brío el tren procedente de Valencia que iba a Francia, y aunque podían meterse en los refugios excavados en las paredes era mejor que para entonces ya no permanecieran allí dentro. Laurent acordó con su amigo Biel que los esperaría al otro lado para llevarlos a Zaragoza en su coche. Ese era el plan.

Jana pensó en Durandarte. En esta segunda ocasión había mostrado más prudencia y no se había dejado ver por el pueblo, pero seguía al tanto de todo, pues esa misma mañana le había hecho llegar a Juste el aviso de que los estaban investigando y ciertos detalles sobre las pesquisas de Gröber, aunque no esperaba que los hechos se precipitaran de forma tan rápida. Debería hablar con él, se dijo, incluso se le pasó por la cabeza esconderse en las montañas, pero enseguida acertó a pensar que su desaparición sería más sospechosa que continuar con su trabajo habitual en el hotel. Durante aquel último mes había tenido que conformarse con verlo solo en sus sueños, eso sí, cada vez más ardientes, como si lo que había sabido de doña Mimín la hubiera desinhibido por completo.

Lo malo era que no había vuelto a ver nada al despertar: ni ramas de romero ni pisadas de barro sobre las baldosas hidráulicas.