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LA MUJER RECATADA CON ALAS DE DRAGÓN
Lunes, 2 de agosto de 1943
La noticia no sorprendió a nadie, pero se comentaba sin parar por el morbo que despertaba. Aunque doña Mimín era conocida en toda la provincia por tratarse de quien se trataba, en la comarca de la Jacetania la sentían aún más cercana y le tenían un especial cariño, tal vez porque allí se sabía de primera mano tanto el suplicio que le suponía estar casada con don Gervasio como sus buenas y continuas obras de socorro en favor de los más necesitados, que siempre llevaba a cabo con la ayuda de su diligente doncella Palmira. Durante los viajes con su esposo desarrollaba sus actividades caritativas junto con la asociación de señoras a cuya presidenta le envió los datos sobre los detenidos en Miranda que su marido había descartado. Les buscaban además trabajo a viudas de caídos en el frente e intercedían por ellas algunos de los jerarcas con mayor poder dentro del régimen franquista, quienes les firmaban las cartas de recomendación que les solicitaban. Doña Mimín siempre se alojaba en la misma habitación que su doncella, pues detestaba dormir con su marido. Su actitud hacia don Gervasio había pasado de la indiferencia al asco después de los últimos acontecimientos que él llamaba goyescos, como si se tratara de bromas. Él, desde el que consideraba su destierro, la otra habitación del hotel que los albergara, las escuchaba al otro lado del tabique. Mimín y Palmira hablaban sin cesar, a veces le constaba que amanecía sin que hubieran dormido. Era sin duda la mejor amiga de su mujer.
Una noche que salió solo en Madrid, cuando volvió, a punto de meter la llave en la cerradura de su habitación del Ritz, escuchó unos jadeos que salían de la habitación de su mujer y montó en cólera. Como no quería llamar a la puerta, ni hacerla derribar por el personal del hotel, bajó al bar y tramó su estrategia durante lo que le duraron cuatro coñacs. Estaba claro que la había descubierto, que le era infiel, que estaba compinchada con su criada, a la que, a espaldas de él, como parecía que hacía todo lo demás, le reservaría un cuarto a saber dónde, pero en algún sitio cercano sin duda, cuando no en el mismo hotel para tenerla más a mano. De esta forma, él estaba confiado en que dormía acompañada de su sirvienta, pero no era así, sino que disponía de la alcoba todas las noches para recibir en ella a quien quisiera. Tantos que la consideraban una santa y resultaba ser una pérfida, no iba a permitir que lo convirtiera en un cornudo, antes la mataría, la viudez sería su nueva y respetable condición. Él convivía con los rumores de que Durandarte la cortejaba, por eso actuó así con él en la celda, disfrutó azotándolo, pero a pesar de eso le resultaba difícil imaginarse a aquel gañán allí, estaba convencido de que no le permitirían cruzar el vestíbulo. Decidió aplicar aquello de que la venganza es un plato que se sirve frío y aguardó hasta el próximo viaje.
En el Ritz casi siempre ocupaban los mismos cuartos, así que en la siguiente ocasión que se alojaron allí, mientras un mozo conducía el carrito con las maletas, don Gervasio Casanarbore pidió en recepción entrevistarse con el director. Eran horas de trabajo, se encontraría allí y estaba seguro de que si la solicitud provenía de un gobernador civil sería atendida de inmediato. Tal como esperaba, salió enseguida a recibirlo y mantuvieron una charla muy amigable bajo un grabado del ferrocarril Orient Express. Cuando le expuso lo que pretendía, este hombre llamó a un botones:
—Avise a la señora Casanarbore. Dígale que no deshaga el equipaje, que vamos a trasladarla a la suite presidencial. —Cuando su subordinado se alejó fue muy tajante con don Gervasio—. Eso sí, acepto porque es usted un hombre del régimen, pero le pido máxima discreción porque si se supiera cómo está acondicionada esa habitación sería un escándalo, carnaza para la prensa, a la que costaría tanto acallar que tendría que devolver favores durante el resto de mi vida, pero ya sabe cómo están los tiempos y quiénes se alojan aquí. Espero que se comporte como un caballero.
—Sin duda.
Aquella noche le dijo a Mimín que tenía una cena con varios militares. Palmira se apresuró, tal vez demasiado, a decir que ella también saldría, que tenía que encontrarse con una cuñada que vivía en Carabanchel. Tal como esperaba don Gervasio, a su vuelta unas dos horas después, volvió a escuchar los jadeos de su mujer desde el pasillo. Entró en la habitación contigua a la suite del Ritz que ella ocupaba y como en las películas de espías se subió en una banqueta y puso sus ojos sobre los de un cuadro que representaba a una dama cubierta con una estola de armiño. Se trataba de una pintura de medio cuerpo que coincidía casi en tamaño con el suyo, tal como se encargó de comprobar por la tarde. Por el otro lado, los agujeros estaban bien disimulados, una gasa cubría las pupilas del personaje retratado. Los ojos del gobernador coincidían con los de la pintura colgada en la suite.
De esta forma fue como vio a la que creía tan casta en pleno frenesí amoroso. Los dos cuerpos unidos se frotaban. Ni siquiera estaban en la cama sino sobre la alfombra. Los pechos de Mimín se bamboleaban, tenía las caderas desatadas, la melena como una mancha sobre la alfombra que le rodeaba la cabeza. Nunca la había visto tan hermosa. La otra persona se sumergió entre sus piernas y entonces los gritos salieron también por el balcón. A pesar de lo que significaba, le gustó la escena, se esperaba algo peor, a cualquier engominado que la poseyera, alguien que no la mereciera, un amante que además la chuleara e incluso la chantajeara, pero sintió cierta paz al descubrir de quién se trataba. Había sido descabellado imaginarse a Durandarte allí, nada más lejos de la realidad. Se excitó tanto don Gervasio que él también jadeó. Subido en aquella banqueta parecía un equilibrista torpe que se apoyara como un flamenco en una sola pata.
Cuando Jana Belerma escuchó los primeros cuchicheos sobre que doña Mimín se había fugado con su criada sintió mucha paz. Según Montlum, se trataba de un desenlace natural, que nacía de una costumbre, de tanta proximidad en la manera de relacionarse de aquellas dos mujeres que nada querían saber de abismos marcados por la clase social y menos por otras razones todavía más convencionales. Jana no pudo evitar un suspiro de alivio porque esto contradecía el rumor más extendido, según el cual por quien bebía los vientos la mujer del gobernador era por Esteve. Y no solo eso, sino que muchos decían saber a ciencia cierta, como si durmieran debajo de la cama de la señora Casanarbore en Villa Dorada, que era el amor menos platónico posible, que se solazaban con toda la frecuencia que podían y que a él le lavaban las camisas en la residencia de verano de los ya desunidos Casanarbore. Todo eso lo había creído tal cual. Se dijo que así aprendería a desconfiar de los chismes, que no le había estado mal.
No entendía por qué no los habían desmentido si no eran ciertos, hasta que pensó que no lo habían hecho porque a los dos les convenían. A Esteve porque desviaban la atención de sus verdaderas actividades, y a doña Mimín porque utilizaba esas sospechas como biombo; se ocultaba tras ellas para dar rienda suelta a lo que de verdad le apetecía.
Pero había más obstáculos entre Durandarte y ella, no solo aquella relación en la que había creído durante tanto tiempo y que se había revelado falsa. Era todo lo demás. Y todo lo demás era mucho.