21
CAPITANES DE FÁBULA
Lunes, 24 de mayo de 1943
Jana se armó de valor para decirles a la madre y a la hija húngaras que aquel sería su último día allí, por fin, que al amanecer partirían hacia Zaragoza. Sabía que Dagmar no replicaría porque habían excedido con creces el plazo y que su buena suerte podría agotarse. En los otros momentos en los que Jana había intentado que abandonaran el Hotel Internacional siempre había surgido algo que la hacía desistir: una sospecha, un estado de ánimo, una corazonada, después los últimos hallazgos, tan nimios en realidad, relacionados con Valentina, o que se acabaran los billetes. Era innegable que durante aquellas semanas se había aferrado a cualquier señal o pretexto para aplazar su partida y que esto se había debido no solo a que velaba por la seguridad de la madre y de su niña, sino a su necesidad cada vez más inmanejable de compañía. Esto nunca se lo diría a Montlum ni a Juste.
Dagmar se había comunicado durante aquella quincena un par de veces más con el fotógrafo húngaro. De momento, habían encontrado un nombre parecido al de su marido en una lista de detenidos a los que después de agruparlos en un corral de ganado, en espera de que hubiera los suficientes como para justificar el viaje, los trasladaron a la cárcel de la torre del Reloj de Jaca. Necesitaba aferrarse a ese dato impreciso, confiar en que aquel par de garabatos trazados por un guardia significaban que Sándor estaba vivo o que hasta hacía poco lo había estado, además a menos de media hora de camino.
Quiso ir hasta allí en cuanto lo supo y, aunque le resultó difícil retenerla, Jana consiguió disuadirla con el argumento de que si la detenían a ella Sieglinde se quedaría sola. Sabía que en un caso así ella se haría cargo de la niña, pero no se lo dijo a la madre. Quería asustar a Dagmar y apeló a lo que era su mayor anclaje en este mundo.
La húngara esgrimía su intuición, lo que le decía el corazón, que coincidía con las informaciones que recibió antes de abandonar su ciudad. Lo más importante era que de nuevo tenía esperanza.
Estación de Canfranc, martes, 25 de mayo de 1943
Laurent se había rehecho, al menos en apariencia, no le quedaba otro remedio mientras permaneciera allí, pero aún le faltaba vivir un sobresalto más aquella semana. A los pocos días de volver de Madrid, a media tarde, escuchó el inconfundible sonido de las partes metálicas de las botas Marschstiefel que sonaban de esa manera solo en una circunstancia: cuando los soldados se cuadraban al paso de un superior. Albergó la esperanza de que se tratara de Wagner, pero no fue así, sino que su peor presagio se cumplió. Uno de los guardias, al que parecía que Gröber había tomado como asistente personal, descorrió la cortina de la puerta del despacho de Juste. Esta oficina daba también al andén, al contrario de lo que sucedía con las otras dependencias de la aduana a las que solo se accedía desde el vestíbulo.
—Aún no he tenido ocasión de presentarle mis respetos, señor Juste, y eso que ya llevo bastante tiempo aquí. —Aquella demora lo decía todo.
El oficial bretón le tendió la mano. El francés de Gröber, como su físico, también era perfecto, demasiado, porque sonaba remilgado en exceso, artificial, de un formalismo ya en desuso.
—Siéntese, por favor. ¿Quiere tomar algo? —Lo invitó Laurent con toda la naturalidad que fue capaz de fingir. Aquel era uno de los momentos cruciales para el que tenía que servirle todo su entrenamiento.
Mientras le decía esto, Laurent se dirigió hacia el armario del fondo. Lo abrió y el mayor Gröber pudo ver el mueble bar en su interior.
—Yo solo bebo una copa de champán los sábados por la noche. Gracias. —Confirmaba con esto con toda exactitud uno de los detalles del informe. Esperaba que también fuera cierto lo de la epilepsia, porque de esa manera tenía un punto débil.
—Como quiera.
—Mire, Juste, iré al grano: a mí me han destinado aquí muy a mi pesar porque tanto el Estado Mayor de la Gestapo como las SS tienen noticias de ciertos acontecimientos que se están produciendo.
—Esto es una frontera. No dejan de pasar cosas, mercancías, personas…
En vez de continuar, Gröber guardó silencio, molesto por la ironía. No le gustaban los juegos de palabras ni los dobles sentidos.
—Escúcheme. Yo pertenezco a la oficina cuarta de investigación de oponentes. Imagino que estará al tanto de que nuestro cometido son los asuntos de custodia preventiva. —En aquel momento quien se irritó fue Juste porque Gröber utilizó aquel eufemismo, el de «custodia preventiva», para referirse a los campos de concentración de la administración nazi—. Yo —dijo, el Ich que le hizo famoso, pero en francés de nuevo— soy especialista en delitos de motivación política, es decir, en la persecución y captura, en la captura, ¿me ha oído?, de cualquier opositor a nuestro régimen. Me dedico a la detención y arresto de gitanos, homosexuales, judíos y cualquier otra plaga de las muchas que se ciernen sobre nosotros. ¿Me ha entendido?
—Gröber, he tenido mucha paciencia con sus compatriotas del Reich. Llegaron el invierno pasado, se enseñorearon de todo esto a pesar de que la estación está en la zona libre de Francia. Pero también le digo que en todo este tiempo no he tenido un solo encontronazo con el capitán Wagner, ¿y sabe por qué? Porque es un señor, un caballero.
—Juste, no se la juegue. Piense en su pequeño Auguste, en la jovencita Solange, ya está hecha toda una mujer. Es tan guapa. Cada mañana me asomo para verla pasar de camino al colegio… —Gröber dejó esta frase en suspenso para darle a Laurent la oportunidad de imaginar todo tipo de atrocidades con lo que le estaba insinuando—. No voy a consentir que se burlen de mí. Nada va a suceder a mis espaldas, y si sucede ante mis narices no le quepa la más mínima duda de que quienes anden en esto no tendrán los días contados, sino las horas. No me gustaría, señor Juste, que nuestra relación terminara de esa manera. Sería una lástima. Usted es un hombre demasiado válido para el futuro de Europa.
—¿Me está acusando de tráfico ilícito? ¿Es eso? Es un delito grave, teniendo en cuenta además que yo soy el encargado del servicio internacional de la aduana en esta estación. Cosa que estoy seguro que usted sabe. No puedo creerme que desconozca algo tan evidente. Si no, dígame, ¿qué significa este uniforme? —Juste vio una posibilidad de desviar su atención hacia el tráfico de mercancías. Si lo estaba sondeando, si era un farol, esa era la mejor ocasión para despistarlo.
—Yo no le acuso de nada, solo le advierto que tenga cuidado, que ejerza esa supuesta responsabilidad de la que tanta gala hace. —El oficial nazi confirmaba con expresiones como esta que también se había informado sobre el aduanero.
Con esto último, Juste consideró que había dado por concluida su entrevista, pero aún faltaba el último acto. Del bolsillo de su guerrera, un corte inapreciable debido al meticuloso planchado de la prenda, extrajo un papel, una cuartilla doblada por la mitad que dejó sobre el escritorio del aduanero.
—Aquí tiene, échele un vistazo. Creo que nuestros datos no coinciden.
Dio una voz de mando para que los soldados que hacían guardia en la puerta corrieran la cortina. Juste no se atrevió a desplegar aquel papel, sabía que se podía tratar de cualquier cosa, pero de nada bueno. Lo miró como queriendo adivinar su contenido. Se entreveía una tabla con las líneas muy marcadas. La desazón lo consumía. Romperlo sin saber qué decía hubiera sido una insensatez. Se levantó, cerró con llave la puerta de metal que había tras la cortina y extendió aquella nota. Con leer las tres primeras líneas tuvo suficiente:
Forges d’Abel
Commune d’Urdós
Centrale hydroélectrique
Eran los datos técnicos del suministro, remitidos desde la subestación de energía. Eberhard Gröber había hecho los deberes. En los cuadros se alineaban las fechas, las horas y la potencia. Solo se registraba un apagón durante los últimos seis meses, el servicio no se interrumpía con la frecuencia que Juste había hecho constar en sus informes. Las instalaciones resistían bien al viento y soportaban el paso de las máquinas de tren francesas sin que se apreciaran apenas variaciones en el fluido.
Juste se puso a jugar con el interruptor del flexo: encendía la bombilla, la apagaba, la volvía a encender, la miraba. Cuando ya llevaba un rato así la tocó con los dedos y se quemó.
Poco después de las cinco y media de la mañana Jana recorrió el pasillo hasta la habitación bisiesta. Quería asegurarse de que Dagmar y Sieglinde no se habían dormido y que ya estaban preparadas. El despertador de campanas que les había prestado se escuchaba tanto cuando marcaba los segundos que este ruido parecía el de los pasos de un guerrero con armadura que cruzara el cuarto. Por ese motivo no habían pegado ojo en toda la noche. La camarera les llevó una maleta nueva, de las que quedaban a veces en la consigna, para que dejaran allí la de cartón que tan poco tenía que ver con sus atuendos estrenados el día de la comida en el restaurante Yola. La niña llevaría el neceser que le había regalado la tarde de la despedida de sus compañeros de huida. Jana se sintió orgullosa porque, además de que las veía muy bien, notaba que su estado de ánimo había mejorado. Se señaló el reloj. Las dos asintieron y, cuando las vio realizar el mismo movimiento, pensó que, como no se imaginaba que Dagmar envejeciera algún día, parecerían en unos años hermanas en vez de madre e hija.
Ya estaban casi en el rellano de la primera planta, cuando Eberhard Gröber abrió la puerta de su habitación. Jana sabía que se trataba de la suya porque conocía de memoria el sonido que correspondía a cada una desde la escasa distancia en la que se encontraba. Lo acompañaba uno de sus asistentes. Para esquivarlos, las hizo entrar en el baño común que utilizaban los huéspedes cuando se hallaban fuera de sus alcobas. Las tres se quedaron ante los espejos enmarcados sobre los lavabos, a oscuras. Veían sus siluetas reflejadas y dentro de ellas el único detalle de sus ojos brillantes.
Cuando se apagó el ruido de las voces, Jana se asomó para asegurarse de que el mayor alemán ya estaba en el vestíbulo. Pidió a sus protegidas que se mantuvieran unos pasos por detrás de ella y salieron del escondite.
En el andén vio a Gröber entrar en la oficina de la aduana internacional y se preguntó qué querría el alemán de Juste. Fuera lo que fuese, en ese momento ella tenía otras cosas en la cabeza. Solo faltaban diez minutos para que arrancara el tren y quería que sus amigas se acomodaran ya en sus asientos para evitar más escollos. Cuando ellas se disponían a subir por la escalerilla del último coche de viajeros, llegaron un par de guardias civiles que llevaban de la rienda a los tres purasangres, ya enjaezados con los distintivos de las caballerías de Franco. Los acompañaba quien, por todo lo que les había contado Juste, Jana dedujo que sería el jefe de las caballerizas del caudillo. El hombre vestía como si se tratara del padrino de una boda, con un traje negro que le quedaba bastante estrecho en los hombros y un chaleco adamascado, un atuendo que le daba un aspecto ridículo en esas circunstancias. Durante los días que estuvo alojado en La Serena, Juste negoció con él sobre los caballos. Durandarte no se podía dejar ver y de esta forma el jefe de la aduana le pagaba al contrabandista en secreto algunos favores.
De pronto, uno de los caballos que los guardias civiles estaban metiendo en el vagón sobre dos vigas de madera se descontroló. Juste escuchó los relinchos desde su oficina. Tenía a Gröber enfrente, dándole vueltas a su gorra de plato mientras degustaba con mucha parsimonia un agua de Vichy y le preguntaba por el suministro eléctrico. Si el caballo se desbocaba y recorría el andén podría provocar una desgracia. El oficial alemán aún no se había percatado. Juste se levantó con la excusa de ir a ver a qué se debía tanto alboroto y le pidió a Gröber que esperara unos minutos hasta que lo solucionara.
—Permiso, mayor Gröber, me requieren afuera. Vuelvo enseguida, siéntase cómodo.
El alemán se incorporó, pero para alivio de Juste volvió a sentarse enseguida sin llegar a levantarse del todo. Juste cerró la puerta por fuera al salir.
En el andén Juste vio a Sieglinde, la niña húngara que Jana se disponía a enviar junto a su madre a su piso de Zaragoza, asomada a una de las ventanas del tren. Señalaba a los caballos mientras decía:
—k, anyu![8]
Dagmar tiró tanto de su brazo para que se sentara que le rasgó la manga del vestido.
—Még mindig. —Con estas palabras la apremiaba a que se estuviera quieta.
La niña parecía que también se había descontrolado y Juste movió la cabeza con mucho disgusto, pues aquella escena confirmaba sus peores temores.
No se paró a ayudarlas, sino que se dirigió a toda prisa a la enfermería. Abrió una de las vitrinas de la sala de curas donde habían llevado al suizo para entablillarle la pierna y cogió un bote con un rótulo que decía Luminal, era la marca comercial del fenobarbital, un barbitúrico de propiedades instantáneas, más potente incluso que el éter, y lo mezcló con alcohol.
Jana contemplaba la escena junto al quiosco, a través de una de las cristaleras art déco. Relacionó lo que sucedía con algunas palabras de la niña, con su deseo de coger al gato cuando Müller les tomó la fotografía, con su cariño desmedido por los animales. Sabía que el mayor de la Gestapo seguía en el despacho de Juste y que si se dirigía hacia el convoy sería el final para Sieglinde y para Dagmar, y tal vez también para ella misma. Y en aquella ocasión la palabra «final» tendría un significado muy rotundo.
Laurent Juste tuvo suerte, y Gröber no se levantó del asiento durante los minutos en que él estuvo ausente. Veía su cabeza asomar por el respaldo de la silla, así que abrió con mucho cuidado para que no le oyese y atravesó la habitación de una zancada. Necesitaba sorprenderlo de espaldas porque llevaba en la mano derecha un paño de algodón impregnado con las dos sustancias que había combinado en la enfermería. No se detuvo, se lo colocó a Gröber sobre la nariz y la boca; el oficial comenzó a bracear, a agitar la cabeza, pero Juste tuvo la suficiente fuerza como para mantenerle la espalda apoyada contra el respaldo de la silla mientras sufría un par de convulsiones. En ningún momento vio al aduanero. Por fin inclinó la cabeza de forma que su barbilla tan prominente se le clavó contra el esternón.
Laurent sudaba muchísimo. Contempló un instante al mayor y luego se dirigió a la mesa donde había dejado el informe de la central eléctrica al salir, lo cogió y se lo metió en el bolsillo. Miró nuevamente a Gröber y se dirigió a la puerta. Salió.
Todo estaba bastante calmado. No había ni rastro de la niña húngara. Al menos ya no se asomaba a la ventana. El jefe de estación estaba dando los pitidos de rigor, con el banderín rojo levantado. La locomotora arrancó y el tren emprendió la marcha.
Se dirigió hacia donde estaba Jana, viendo aliviada cómo se alejaba el tren.
—Acompáñame a mi oficina, ven.
Sin decir nada, Jana lo siguió. Juste abrió la puerta que comunicaba con el andén y la cerró de forma inmediata tras ellos. Entonces vio al mayor Eberhard Gröber sentado con la cabeza abatida contra el pecho.
—¿Qué te parece? —La rigidez del resto del cuerpo del mayor impresionó a Jana. Además el alemán tenía los labios y la piel de las orejas azuladas—. Es cianosis, se debe a la falta de oxígeno. No he tenido otra alternativa. Padece epilepsia, lo decía el informe, por eso no toma alcohol.
Laurent Juste se sentó frente a él y en pocas palabras le contó a Jana lo que había sucedido y por qué se había visto obligado a dejar fuera de combate a Gröber. Le dijo que tenían que aparentar normalidad por si recobraba la conciencia.
—¿Y cuando despierte, Laurent? ¿Qué vas a decirle?
—¡Qué vamos a decirle! Porque tú estarás presente. Le diremos que ha sufrido un ataque; ahora hay que reanimarlo, que no sospeche nada.
—Pero se va a dar cuenta… El informe de la central eléctrica… Lo buscará… —No entendía cómo Laurent podía estar tan tranquilo.
—No se acordará. Lo habrá olvidado todo.
Jana lo miró incrédula pero no replicó. Salió para volver al cabo de unos minutos con una taza de valeriana. Gröber no dudaría de que le estaban prestando auxilio si los veía tan atentos.
Juste le acercó una tabaquera con rapé a la nariz mientras le daba una palmada sobre los huesos de los pómulos. Eberhard Gröber abrió los ojos.
Como le había dicho a Jana, Laurent confiaba en que también hubiera perdido la memoria, cosa frecuente en algunos ataques de epilepsia. Si había conseguido provocarle un desequilibrio químico con el alcohol y el Luminal así sería, de lo contrario tendrían mucho que explicarle para salvar el pellejo.
El mayor estaba aletargado, los miraba sin verlos, decía Freya… mientras movía la cabeza como si hablara en sueños.
Cuando le tendió la tisana ya estaba más incorporado sobre la silla:
—Sin azúcar, por favor —le dijo con mucho aplomo para volver a sumergirse de nuevo en un estado delirante.
—Mayor, ha sufrido un desvanecimiento. Ahora debe descansar. Avisaré al teniente Tadeusz para que lo acompañe a su habitación. —Dicho esto se asomó a la puerta para llamar a uno de los guardias.
Gröber volvió a mirar a Jana y a pronunciar el mismo nombre:
—Freya, estás aquí, me has seguido…
Que el aturdimiento continuara, que la desconexión del oficial con el entorno fuera tan evidente era lo que más los beneficiaba. Golpearon con los nudillos la puerta, Juste apartó la cortina y a través del cristal biselado pudo distinguir las siluetas de los compañeros del oficial alemán. Cada uno se pasó un brazo de Gröber sobre el hombro. A Jana le interesaba mucho no perderse detalle de lo que decía por si nombraba a Valentina. Consideraba que Juste se había comportado como el hombre de acción que era, que tanto a él como a Montlum se les notaba que ya habían sobrevivido a una guerra. Eso también lo tenían en común con ella.
Mientras Tadeusz y el soldado le quitaban las botas a Gröber, le desabrochaban la camisa y le aflojaban el cinturón, Jana se acercó a la mesita de noche donde había encontrado los ojos dentro de la urna, pero no continuó con el registro cuando los dos hombres salieron; le parecía demasiado arriesgado y no quería volver a tener aquella visión de las esferas sueltas. Solo de pensarlo, de saber que estaban allí, la recorrió un escalofrío. Miró a Gröber, parecía una figura de alabastro sobre un sepulcro. Entonces cayó en la cuenta de que lo que en aquellos momentos la asustaba era su belleza. Su perfección por un lado sobrecogía pero también lo convertía en alguien irreal. Se acercó a él para comprobar que respiraba, tenía sus labios a dos centímetros y se detuvo a mirarlos, estaban muy bien dibujados, abultados en el centro… Jana pensó que resultaba muy contradictorio que detrás de aquella belleza anidara la maldad. Cuando iba a retirarse, Eberhard Gröber abrió los ojos, la cogió del brazo y volvió a decir:
—Freya.
Jana corrió hacia la salida de la habitación y cerró de un portazo. Solo se encontró a salvo una vez que se lanzó sobre su cama en su cuarto, donde ya nada le impidió que le salieran las lágrimas a borbotones. Lloraba por las húngaras, porque habían estado bajo su responsabilidad más expuestas que nunca y por lo que Juste se había visto obligado a hacer.
Durandarte no se había dejado ver por allí en ningún momento. La salida de Dagmar y Sieglinde la había tenido muy ocupada, pero al día siguiente procuraría saber en qué andaba y si tenía alguna pista sobre la niña.
Hacia el mediodía, Jana supo que Eberhard Gröber volvía a ser el mismo. Mientras regaba las plantas del pasillo lo oyó gritar. Reprendía a alguien en su sala de reuniones.
—Waren die Pferde in einem Wagen? Die Pferde Kommandanten Und wo sind sie jetzt?[9]
—Ich weiß nicht, Sir[10] —le respondía con titubeos uno de sus guardias.
—Vorwärts! Los! Sie wissen nichts. Und Ich weiss nicht, was Ihr in Canfranc machen[11]. —Estaba tan furioso que le daba igual contradecirse, pronunciaba el nombre de la estación con la segunda a como si fuera una e y lo terminaba en sh—. Ja ich weiß. —Entonces se detuvo para darle más fuerza a su expresión—. Ihr verbringt hier wohl den Urlaub. Rufen Sie Kapitän Wagner herbei. Sofort![12]
Jana dejó la regadera de zinc en una esquina junto a la puerta del baño del pasillo, antes de que el ayudante de Gröber abriera la puerta, y bajó a la oficina de Juste. A ningún empleado de la aduana le sorprendería verla allí. El desmayo y la posterior recuperación del mayor fue el acontecimiento del día. Y que la camarera que se encargó de acompañarlo fuera a informar al jefe de aduanas de su estado no tenía nada de particular.