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PRESTIDIGITACIÓN

Jana había agrupado a los que estaban a punto de partir, les daba las últimas instrucciones de forma efectiva, pero con la urgencia que imponía el horario del expreso a Madrid. La habitación bisiesta no pudo inundarse de naranja porque estaba cerrada a la luz a cal y canto por las contraventanas y las cortinas. No tenía anclaje y flotaba como un barco en ningún lugar, en un mar sin nombre que, a pesar de todo, pronto dibujaría sus orillas.

Jana les explicaba a quién debían mostrar cada papel, pero sin dejarlos intervenir demasiado para evitar más peticiones extraordinarias. Eso sí, intentaba transmitirles confianza, que fueran capaces de aparentar aplomo, de no desmoronarse. A mitad de una frase la interrumpió un chirrido. Era el ruido de las bisagras que unían la estantería a la puerta. Por su peso se abría con mucha lentitud. Casi todos se quedaron inmóviles. Los dos soldados se llevaron la mano al pecho, y así supo Jana que llevaban un arma, lo cual, extrañamente, le procuró un cierto sosiego.

Los niños se escondieron debajo de las camas, varias mujeres fueron hacia el baño sin decidirse a entrar o abrir la puerta del armario para quitarse de en medio. A los ancianos se les notaba resignados, ya no tenían fuerzas para nada más. A aquella hora, casi las cinco de la mañana, ya se escuchaba el trasiego de los primeros huéspedes en el hotel; sin duda, se trataba de quienes subirían al tren de Madrid, el que salía a las seis. Los viajeros ya preparados se dispondrían a desayunar antes de recoger su equipaje y esperar en el andén. Hasta allí llegaba el tintinear de la loza al colocar las tazas sobre las bandejas, se escuchaban otras puertas más ligeras que se abrían, pasos, palabras…, pero ellos no existían y, sin embargo, quien estaba a punto de entrar en la estancia sabía que estaban allí. Si se trataba de alguno de los setenta guardias alemanes de aquel destacamento estarían perdidos. Tanto esfuerzo no habría servido más que para avivar su ira por añadirles todavía más trabajo con su vano intento de fuga.

Jana sintió el pánico, oyó cómo se detenían los corazones, la escena quedaba en suspenso y sus respiraciones también. Por eso se apresuró a calmarlos, a acercarse a los que más temblaban. Nadie les aseguraba que no los hubieran delatado, que no los fueran a detener enseguida para llevárselos marcha atrás y sin retorno. La seguían con la mirada porque de ella, de aquella mujer desconocida, pelirroja y joven, dependían sus vidas. Cuando Jana abrió, un hombre de unos cincuenta y cinco años cruzó entre dos camas hacia el centro de aquella sala y dejó una maleta negra bastante grande en el suelo. Miró alrededor y preguntó dónde estaban los niños. De debajo de las camas comenzaron a asomarse los más curiosos. La mayoría sacó la cabeza, y Montlum, el compañero de Jana, se puso en pie e hizo el habitual juego del cristal invisible de los mimos, ese que consiste en fingir que hay un obstáculo transparente ante ellos. Los mayores aún no sabían qué sentir. Como nadie le respondía maulló, se encorvó y comenzó a andar como un gato. Tenía unos ademanes muy teatrales, parecía un bailarín. Dos niños austriacos fueron los primeros en decir algo, Jana los entendió porque hablaban en alemán, musitaron: Katzenmann, un «hombre gato», porque tal era su apariencia. La actitud de ella no dejaba lugar a dudas, era un amigo, y por este motivo se sosegaron. Subió su maleta a una mesa y en un susurro les dijo que era mágica:

Elle est magique. Es ist magisch. Ooooooh!

Era una maleta con un doble fondo oculto. Montlum les pidió a todos que se acercaran para asomarse a aquel pozo portátil y pidieran un deseo; insistió en que lo pensaran bien. Dejó pasar unos segundos mientras cerraba los ojos con tanta fuerza que sobre cada sien se le formaba una estrella de surcos. Los niños reían porque no volvía en sí, movía la cabeza al compás de una música que entonaba con muchas voces y sonidos de instrumentos a la vez. Arrancó la tela que ocultaba el contenido y aparecieron varias docenas de bocadillos de los que sobresalía el membrillo y el queso. Juntaron las palmas de las manos en otro aplauso insonoro.

Montlum vivía en una buhardilla sobre el horno del pueblo de Canfranc Estación y, a cambio del alojamiento, trabajaba con el panadero, al que Laurent Juste había convencido para que lo aceptara porque de esa forma podía serle de gran ayuda en el día a día, pero también cuando debían incrementar la cantidad de barras en las fechas que él le hacía saber con la antelación suficiente. Esos días debía doblar su fabricación de pan para ofrecer algo de comer a los refugiados. El dueño del horno, aunque se mantenía al margen, lo dejaba hacer porque obtenía por este comercio bastantes cientos de libras. Montlum era el segundo amigo que Jana tenía allí después de Arlette, la esposa de Juste; aunque apreciaba mucho al aduanero, no se veía intercambiando confidencias con él, era bastante más serio que los otros. Su trato con el hombre que acababa de entrar en la habitación bisiesta era más relajado.

Mientras sus acogidos continuaban dando buena cuenta de la comida, ellos dos se apartaron hasta el rincón que quedaba entre el baño y las cortinas de la pared frontal:

Belle dame, ¿cómo está todo?

—Bien, Montlum, bien.

Él ya la conocía bastante:

—¿Seguro?

—Han llegado más de los que esperábamos. No son quince, sino veinticuatro, hay dos hombres muy mayores, varios enfermos de tuberculosis que cuando tosen les sale sangre, y además otras dos quieren quedarse. —La camarera le dijo todo esto sin respirar, como para que la falta de pausas y el ímpetu le mostraran la gravedad de la situación.

—¿Quieren quedarse a vivir aquí? —preguntó él como si la idea le divirtiera, y añadió—: Menos mal que todo estaba bien.

—Quieren esperar unos días. Su marido ha huido de una fábrica alemana en Francia. Dicen que ha pasado por Canfranc.

—Veremos qué se puede hacer… Jana, ellas no deben abandonar esta estancia, podríamos encargarnos de esa investigación. Si todo sale bien habremos conseguido que con prácticamente el mismo trabajo y el mismo miedo crucen más. Vamos a quedarnos con lo bueno de lo malo. Hablaré con Laurent y que se comunique con los demás.

Montlum sabía lo peligroso que resultaba ese baile de cifras, que fueran veinticuatro y no quince suponía afrontar una situación que no tenían prevista, pero no ganaba nada con transmitirle sus preocupaciones a Jana. La necesitaba lo más entera posible. En aquellas situaciones lo mejor era aferrarse a la cotidianidad, continuar con el día a día. Este pensamiento le llevó a mirar a aquellos niños que devoraban los bocadillos. Sonrió porque estaba seguro de que dentro de muy poco en su nuevo destino podrían comer todos los que quisieran. En Canfranc se podía obtener pan de forma más fácil que en el resto del país, donde su consumo estaba reglamentado por las cartillas de racionamiento. También sucedía así con otros alimentos. El trasiego de los trenes cargados de comida con la que se abastecía a los países en guerra era continuo. Pero allí no resultaba fácil afincarse, en aquel campo franco solo se permitía residir a quienes tenían un permiso que consistía en una declaración firmada por varios de sus después conciudadanos que los atestiguara como gentes de bien, incluso los que estaban de paso precisaban de un visado. Jana también debió tramitarlo. Por eso consideraba que ocuparse de los papeles con los que cambiarían de vida los que huían del nazismo era un quehacer que tenía bastante que ver con ella.

En la habitación bisiesta, acomodado sobre la alfombra también inmensa, mientras su público, el más atento que se podía esperar, saboreaba aquellas delicias locales, el inesperado ilusionista Montlum improvisó unos trucos de magia.

Para Jana aquel momento fue también irreal, estaba más cerca de una ensoñación. Los más pequeños estaban maravillados, como si hubieran olvidado todo lo anterior a aquel desayuno tan ameno. Ella también olvidó por unos instantes su preocupación y los malos augurios que desde la tarde anterior la embargaban y se dejó llevar por la magia. Se le dibujó la misma sonrisa que a los niños, tan exacta que parecía que le había saltado desde sus caras, pero enseguida cambió el gesto al advertir que algunos de los mayores, con mucho disimulo, lloraban.