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La zona, que muchos años antes formaba parte del pueblo, ahora estaba situada a las afueras. Los vecinos les contaron que décadas antes hubo un extraño incendio que acabó propagándose por el barrio, y que nunca se reconstruyó.
Compraron el terreno muy barato, una verdadera ganga.
Era una especie de zona maldita de la que nadie quería oír hablar. La crisis inmobiliaria que no había manera de superar, tampoco ayudaba a la recuperación.
Eran forasteros y pronto llegaron a sus oídos las historias que contaba la gente, pero no eran supersticiosos, de manera que se aprovecharon de los bajos precios y compraron una enorme extensión de solar.
El único problema fue que tuvieron que buscar albañiles de fuera porque los de la zona no querían trabajar allí.
Por los alrededores solo había algunos viejos olivos dispersos y una docena de colmenas que llevaban mucho tiempo abandonadas.
Aunque el solar que compraron era grande, decidieron demostrar que no tenían miedo de las habladurías y edificaron la que sería su casa, en el mismo punto donde los viejos del lugar les dijeron que había comenzado todo.
Todos les decían lo mismo: “No construyan aquí, esa casa estaba maldita. Váyanse a otra parte. No remuevan el pasado”.
Pero a ellos no les importaba, eran jóvenes y tenían una hija de ocho años que era una preciosidad. Rubia con rizos suaves y largos que le llegaban a los hombros dándole un aspecto angelical. Un joven matrimonio con una hija adorable y un cachorro ya bastante crecido pero todavía juguetón al que parecía que no se le agotara nunca la energía. Se pasaba el día correteando y jugando con la niña. Era verano y los padres querían aprovechar las vacaciones estivales de la pequeña para terminar la casa de sus sueños en una zona tranquila que sabían que seguiría así por muchos años.
Al menos hasta que la gente se diera cuenta de que no tenían por qué tener miedo de antiguas historias.