9

En la cama estaba Mary[14], pero a quien él veía realmente era a Florence[15], la madre de todas las putas. Ahora llegaba el momento de la venganza. El momento de hacer con ella todo lo que se merecía por engañarlo con otros.

Mary, todavía bajo los efectos del orgasmo, y en parte también por el alcohol, estaba relajada y amodorrada en la cama, con una sonrisa de satisfacción en la cara, y con las piernas temblorosas. El sudor estaba evaporándose de su cuerpo, pero no tenía frío a pesar de su desnudez sobre las sucias sábanas. Cuando Jack salió de su interior, ni siquiera se molestó en mirarle. Estaba demasiado bien como para moverse o fijarse en nada más que en su propio placer transformado ahora en una calma absoluta. Los latidos de su corazón volvían a su ritmo normal; incluso un poco por debajo de lo habitual. Su respiración se había acompasado, y pronto desaparecería el cosquilleo de su cuerpo. Entonces cerraría las piernas; no antes. Jack podía vestirse e irse si quería. Después de todo, ya le había pagado; y le había pagado más de lo que en una buena noche podía recaudar acostándose con diez borrachos. Puede que incluso se cogiera libre el día siguiente, y le contara a sus compañeras de Whitechapel su aventura con el elegante gentleman de bigote frondoso y sombrero de copa negro. Les crecerían a todas los dientes de envidia, y se reirían cuando les contase que por un momento había sospechado que se trataba del mismísimo Jack el Destripador: “¿Os imagináis?” —les diría— ”por un momento creía que me cagaba encima”; “¡yo con Jack el Destripador!”

Todas se reirían, pero lo harían con esa risa floja que está mezclada con el miedo sin querer admitirlo. Esa risa que pretende alejar los malos pensamientos sin conseguirlo. Ninguna quería admitir que sus vidas corrían un gran peligro en aquel maldito barrio de Whitechapel. La prensa no hablaba de otra cosa desde hacía meses, y ellas acababan viendo sospechosos por todas partes. Unas decían que Jack era un afamado médico; otras que era un borracho de los que tanto abundaban en la zona; otras incluso decían repitiendo lo que leían en los periódicos, que podía ser una mujer o un clérigo; pero podía ser cualquiera, y lo único que las reconfortaba era el enorme tamaño de la ciudad y el gran número de mujeres que ejercían el oficio. Eso hacía más difícil, al menos estadísticamente, que algún día les tocara a ellas. Las más jóvenes también se sentían más seguras porque hasta la fecha todas las mujeres asesinadas por Jack eran viejas y arrugadas borrachas. Algunas decían que era porque odiaba a su madre que también debió de ser prostituta, y por eso se desahogaba matando a las que más se parecían a ella. De un modo u otro, Jack llevaba siendo la comidilla del gremio desde que él mismo se puso el sobrenombre de Jack el Destripador enviando siniestras cartas a los periódicos.

Pero pensándolo bien, no debería dejar que se marchara; al menos no sin primero averiguar su verdadero nombre y su dirección, o por lo menos no sin conseguir un compromiso por su parte de que volverían a verse. Sería fantástico disponer de un amante acaudalado que, además de llevarla al clímax cada vez que se encontraran, acabara cubriéndola de oro y la sacara de la maldita miseria en que se encontraba. Podría de una vez por todas abandonar la miserable habitación del no menos miserable edificio de Miller’s Court. Incluso podría sacarla del barrio de Whitechapel. Londres era muy grande y tenía lugares mucho más apropiados para una joven atractiva como ella; una joven y afortunada amante de un potentado empresario. Porque Jack debía de serlo. Un empresario importante que podría disponer de su tiempo a su antojo y hacer lo que quisiera en cada momento, y de entre tantas jóvenes, ella era la afortunada que había elegido para convivir. ¿Estaría casado? No se lo había preguntado, suponía que podía estarlo; pero no importaba. Su intención no era casarse con él, sino poder independizarse gracias a la generosidad del caballero. Generosidad que ella le recompensaría plenamente. Lo haría disfrutar como nunca nadie lo había hecho. Seguro que si estaba casado, su mujer era gorda, vieja y fea, y olería a pescado pasado, ese olor característico que las viejas ricas intentaban disimular con sus perfumes y cremas pero que lograba salir a la superficie siempre por mucho que se empeñaran en eliminarlo. Y posiblemente Jack nunca había tenido siquiera la ocasión de ver desnuda a su mujer, ni de disfrutar con ella de ninguna de las maneras como lo podía hacer con ella. Aunque empezó masturbándose con el único fin de satisfacerse a sí misma, se había percatado de la mirada de deseo que Jack mantuvo durante todo el tiempo que duraron las caricias y movimientos obscenos. Le mostró sin pudor una vista completa de su sexo. Seguramente ya había visto a otras mujeres desnudas; por supuesto no pensaba que era la primera puta a la que visitaba, pero también sabía cómo solían comportarse las demás, y estaba segura de que un espectáculo como ese, no lo había disfrutado con anterioridad. Se le veía muerto de deseo, pero con miedo a interrumpir el ritual por si todo terminaba de forma brusca. Tuvo la delicadeza de esperar a que ella se corriera para montarla salvajemente, sin una sola palabra; solo gemidos apagados. Y cuando ella abrió los ojos y lo vio con aquella expresión rígida de placer contenido, no pudo evitarlo y se rio de él. Pero se rio sin mala intención. Se rio de mera felicidad por ver lo que un caballero tan serio estaba disfrutando con ella. Y en ese momento supo que él era suyo, y no sería de nadie más. Sabía que podría hacer con él lo que quisiera, y fue cuando lo cogió fuertemente del trasero; cuando le hincó sin piedad sus largas y sucias uñas. Supo que eso le gustó porque la rigidez de su erección aumentó dentro de su sexo; y entonces le escupió para demostrarle que podía hacer con él lo que quisiese, que dominaba la situación, y que se correría cuando ella lo permitiera; y pudo ver que no se equivocaba porque inmediatamente le llegó el orgasmo. Un orgasmo indigno de un caballero como seguro que hubiera pensado su mujer de haberlo presenciado. Todo había terminado de momento; ambos quedaron satisfechos, y Jack, ¿cómo no?, recobraría su compostura de nuevo. Volvería a vestirse con el elegante traje que llevaba, y su negra chistera, y se limpiaría el bigote. Sí, volvería a ser el caballero que era; al menos hasta su nuevo encuentro.

Cuando entreabrió los ojos de nuevo, se sorprendió de verlo todavía desnudo ante ella; incluso pudo comprobar que mostraba una erección nada despreciable. Por lo visto estaba en forma y a pesar de no ser ningún chaval, estaba dispuesto a repetir de inmediato. Una nueva sonrisa apareció en su rostro anticipándose al placer, pero pronto se borró el gesto. Algo no estaba como debería estar, aunque no sabía exactamente el qué. ¿Qué sostenía en sus manos Jack? ¿Qué era lo que brillaba reflejando la escasa luz de la estancia? ¿Por qué le pareció tan siniestro?

La expresión de su semblante había cambiado y ya no existía simpatía, ni dulzura, ni deseo. Bueno, deseo sí, pero no como el que había mostrado antes. Era un deseo distinto. Un deseo salvaje que ella no acababa de entender, y que sin duda estaba relacionado con el extraño objeto, era una especie de cuchillo muy afilado. Nunca había visto un instrumento de ese tipo, pero pudo identificarlo como un arma peligrosa, y fue en ese momento cuando quedó paralizada tal cual estaba acostada en la cama, todavía con las piernas abiertas, mostrando impúdicamente el interior de sus muslos.

El encantador de abejas
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