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John Merrick se encontraba en su habitación de la sala de aislamiento del London Hospital. Descansaba como podía, sentado de forma incómoda sobre la cama. Debido a sus deformidades y al enorme peso de su cabeza, no podía acostarse de forma natural sin acabar asfixiado en cuestión de minutos. No dormía en esos momentos, pero tenía la mente en blanco, intentando no pensar, porque cualquier cosa que le venía a la cabeza aumentaba su sufrimiento. Sí que era cierto que nunca estuvo tan bien como ahora estaba en el hospital a cargo del amable doctor Treves, pero algo le decía que eso no podía durar por mucho tiempo. Pesimismo que resultaba comprensible a poco que uno intentara ponerse en su lugar. Le había preguntado al doctor si podía curarlo, porque a pesar de su natural fatalismo, tenía la esperanza de que la ciencia médica que se interesaba por él a esas alturas, dispusiera de la capacidad de eliminar de su cuerpo las atroces deformidades que tanto lo hacían sufrir desde que tenía uso de razón. Agradeció al doctor que fuese sincero con él y le dijera sin rodeos que no tenía ninguna posibilidad de ser curado; aunque fue un duro golpe para él escuchar esas palabras de quien creía que podía ser su sanador y salvador. Pero si eso era así, resultaba mucho mejor saberlo a ciencia cierta que no mantenerse engañado esperando una falsa e imposible curación. Lo que sí le ofreció el doctor Treves fue comprensión, y el compromiso de que sería cuidado en las instalaciones del London Hospital. Si no podía ser curado físicamente, tal vez sí que pudiera ser curado de otro modo, acabando con las humillaciones y dándole una pequeña estabilidad emocional a su vida. La higiene también resultaba importante; era cuidado y lavado con esmero, por lo que los olfatos de quienes le rodeaban no se veían tan amenazados como antes.

Solo había una persona a la que temía, y de la cual no se atrevía a hablar con Treves, lo que sin duda acabó siendo un enorme error por su parte, porque de haberlo hecho, nada de lo malo que le sucedió en los días siguientes hubiera ocurrido. Pero John no tenía ninguna seguridad en sí mismo; siempre había sido tratado como un animal, y su personalidad y autoestima habían quedado muy dañadas después de tantos años de humillaciones; esas cosas cuestan mucho de superar, y desde luego, él no lo había conseguido todavía, y posiblemente nunca llegase a hacerlo por completo. Era incapaz de quejarse ante Treves del trato que pudiera recibir de otra persona, y eso era precisamente lo que estaba ocurriendo. El vigilante nocturno del hospital lo descubrió semanas atrás de forma casual y, de inmediato, lo reconoció como el Hombre Elefante, no escapándosele las posibilidades de negocio que su cargo como vigilante le aportaba en este caso. Lo amenazó para que no le contara a nadie lo que pretendía hacer, aunque John nada hubiera dicho de todos modos. Iba a ser objeto de mofa y la gente se iba a reír a su costa. A reír unos y a gritar otras. Una vez más sería un monstruo de feria, por lo que la especie de felicidad que sintió al ser acogido por el doctor Treves, se esfumaba de forma rápida y cruel confirmando sus más oscuros temores. Sabía que el doctor nada tenía que ver con ello, y que si le mencionaba lo que le había dicho el vigilante, tomaría medidas para que no ocurriera, pero ¿quién era él para perjudicar a nadie?; si decía algo podrían despedir al vigilante. Despedido por su culpa. ¿Qué ocurriría entonces? La venganza de ese hombre cruel podría ser enorme. En definitiva, John tenía miedo.

Mucho miedo.

Por su parte, Treves también lo exponía ante otras personas; incluso lo enseñaba desnudo a sus colegas, mientras hablaba de sus deformidades, y aludiendo expresamente a la total normalidad de sus órganos genitales. Pero en esas reuniones no habían risas, ni mofas, ni nadie chillaba al verlo. Eran médicos y se comportaban como tales; para ellos, él no era un monstruo de feria, sino un caso incomprensible de deformidad. Treves definía sus enormes bultos como protuberancias papilomatosas. Él no sabía lo que era eso, pero prefería esos términos que los que utilizaba la gente cuando lo veían en las ferias, donde incluso habían llegado a escupirle y a insultarlo sin motivo aparente alguno.

¿Podía decirse que ahora era feliz? No, ser feliz para John era una utopía, nunca podría llegar a serlo sin antes ser normal, y el doctor Treves ya le había dicho que eso sería imposible, que sus males no tenían cura. Tal vez pudiera ser feliz si fuera capaz de dormir como cualquier otra persona, y no como un animal atormentado en el rincón de una jaula. Quizás pudiera serlo si cuando lo mirasen no descubriese en esas miradas terror, asco o pena.

La gente del hospital lo trataba bien, pero hasta cierto punto estaban fingiendo; se esforzaban por parecer normales, por aparentar que no les parecía extraño el aspecto de John, que era una persona como otra cualquiera, como ellos mismos, pero eso resultaba imposible. Y cómo no comprenderlo si incluso él mismo se asustaba cuando veía su rostro reflejado en algún espejo.

Los espejos...

Sin duda alguien había dado instrucciones de que no hubiese ninguno en su habitación, y ese alguien sabía lo que se hacía. A pesar de eso, no podía evitar verse reflejado en el cristal de la ventana, y cuando eso ocurría, pensaba que veía un monstruo; nunca se reconocía de inmediato.

Desde la ventana de su habitación solo podían verse las agujas de las torres de St. Phillips, pero él se las había ingeniado para realizar una maqueta prácticamente completa de la catedral con restos de cajas que había cogido del cubo de basura del vestíbulo. Eso consiguió alejarlo mentalmente durante un tiempo de su situación. Era como si pudiera viajar; como si fuera alguien importante realizando unas enormes obras, pero ahora que ya estaba terminando, se sentía otra vez solo, enclaustrado, prisionero de su cuerpo y de su enfermedad.

El encantador de abejas
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