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Odiaba a la Terminator, quizás tanto como a Marta, con la particularidad de que con la jueza se veía obligado a guardar las distancias. Bajaba la vista cada vez que le dirigía la palabra, y tenía mucho cuidado de no apearle el tratamiento: “Como usted diga...”; “Lo que usted mande...”; “A su disposición...”; eran frases muy habituales cuando contestaba a la señora jueza. La situación le exasperaba a diario, y echaba de menos al anterior juez que, aunque era un auténtico cascarrabias, era de los que gritaba pero no mordía, en cambio la Terminator era todo lo contrario, y muchas veces llegaba a morder sin haber ladrado antes. Tenía todo lo malo que podía tener una mujer, aunque era sexualmente atractiva —¿pero quién había dicho que eso fuera bueno?—, y se notaba a la legua que no podía ver a los hombres. Todavía no entendía cómo había llegado a casarse; si bien esa misma pregunta se la había hecho cientos de veces de él mismo.
¿Cómo había podido llegar a casarse?
Cayó en una trampa; en una vil trampa. Durante dos años de noviazgo fue encandilado por Marta. No; por Marta no, por las tetas de Marta.
¿Y qué eran unas tetas después de todo?
Ella quería irse de casa porque no aguantaba a sus padres, pero sabía que no podía hacerlo hasta que no cumpliera los dieciocho años. Por eso nunca antes había querido hacer el amor con él, no quería que eso fuese algo habitual; no quería que él se acostumbrara a tomar precauciones. Su objetivo era tenerlo todo preparado para cuando tuviese que dar el gran salto. Y el gran salto estaba previsto justo para el día en que cumpliera los dieciocho años.
Fue ella la que lo organizó todo, la que tuvo la idea de que las tres amigas se quitaran las bragas y caldearan el ambiente lo suficiente como para que Alfonso cayera inconscientemente en la red sin pensar en las consecuencias que su acción podía tener.
¿Quién iba a pensar en aquel momento en buscar un preservativo?
¿Quién pensaría siquiera que existían los preservativos?
¿Para qué?
Seguro que si hubiese llevado alguno en el bolsillo ni siquiera hubiese pensado en ponérselo.
La muy bruja lo había planeado todo y él cayó en sus brazos creyendo que la había conquistado, pensando en que su insistencia había sido la causa de que ella por fin abriera las piernas, de que por fin gimiese en sus oídos. ¿Cuándo había vuelto a hacerlo desde entonces? Nunca.
Esa era la respuesta: nunca.
La misma semana en que ella cumplió dieciocho años se vieron todos los días, y siempre acababan en un lugar u otro haciendo el amor. Él seguía tan encandilado y ciego como siempre y no se le ocurrió pensar en la posibilidad de que ella pudiera quedar embarazada. ¿Por qué? Porque Marta lo tenía hechizado. Había generado tanta expectativa, tanto deseo acumulado... había cambiado tanto de la noche a la mañana, que él se creía en el paraíso, donde el pecado no existía, ni las enfermedades, ni los problemas; ni los exámenes...
... ni los embarazos.
Cuán idiota y cándido había sido.
Dejaron de hacer el amor cada día. Justo cuando le dijo con ojos de cordera que estaba embarazada y que tendrían que casarse porque sus creencias le impedían abortar y no estaba dispuesta a ser una madre soltera.
Todavía estaba a tiempo de acabar con el noviazgo, de no casarse... si por lo menos se hubiese dado cuenta de que todo había sido una manipulación de Marta, podría haber reunido el valor suficiente para decirle que no, que no se casaba, que colaboraría en los gastos del aborto, pero que no pensaba casarse. Pero no se dio cuenta de nada, ni siquiera entonces, ni siquiera cuando ella perdió de nuevo todo el interés por el sexo.
Y lo había perdido hasta hoy.
Pero todo tenía un límite y otro en su lugar hubiera pedido el divorcio. Pensó que era el momento de poner los puntos sobre las íes y le dijo a Marta que las cosas iban a cambiar. Se iba a dejar los pluriempleos, y por las tardes, cuando hubiese terminado en el Juzgado, haría lo que le viniera en gana. Y de ayudar en casa, nada. Seguiría aportando el sueldo al hogar después de quedarse con una pequeña parte para sus gastos —no era ambicioso—, y no quería tener problemas. Y en cuanto a la cama; el día que a él le apeteciese no valía eso de “Me duele la cabeza...”
Lo cierto es que tuvo que reunir todo el valor del mundo para enfrentarse a su mujer con un discurso tan absoluto, pero su sorpresa fue mayúscula cuando vio que ella bajaba la mirada, lo que hizo que él se envalentonara más. De pronto vio que se había convertido de la noche a la mañana en el rey de la casa. Marta no rechistó en ningún momento, y los roles de ambos cambiaron en el hogar, era como si ella lo hubiera estado esperando desde siempre; no solo esperando, sino deseando.
Como si quisiera ser dominada.
A pesar de los cambios, seguía siendo una persona sin ambiciones, atrapado en la mediocridad de un matrimonio que nunca había deseado, y cada vez veía más lejana la posibilidad de separarse para empezar de nuevo. ¿Con quién? ¿De qué manera? Era un cuarentón calvo y gordo sin ningún atractivo, ni sexual ni de carácter, con un trabajo funcionarial anodino y aburrido y con un sueldo más bien bajo y muchas horas libres para dejarse llevar por la atracción de los bares, las tragaperras y las malas compañías. Un tipo frustrado con un matrimonio desgraciado y una jefa insoportable. Eso y no otra cosa era Alfonso.