9

De nuevo esa sensación de desazón al estar ante la puerta de doña Juana.

Le había parecido oír un ruido al otro lado, como un golpe seco, pero no estaba seguro.

Al pulsar el timbre no se oyó ningún sonido. Por lo visto no funcionaba, de manera que se dispuso a llamar con los nudillos, a la antigua usanza. Tenía la mano levantada y el puño cerrado cuando la puerta se abrió sin previo aviso. Tal vez el timbre sí que funcionara y no lo hubiese escuchado. Le abrió un hombre bastante mayor. Él no conocía al marido de doña Juana, pero supuso que no debía de ser este. Tal vez fuera su padre.

Por un instante siguió con el puño levantado, mientras su vista se deslizaba por encima del hombro de quien le había abierto la puerta. Al fondo le pareció ver algo en el suelo. Algo que no identificó de inmediato, pero cuando sus células grises se pusieron en marcha, interpretaron que se trataba de una mujer desnuda. Una mujer sobre un enorme charco de sangre o algo similar.

—¡Qué inconveniente! —dijo el hombre mayor.

Alfonso bajó lentamente el puño todavía cerrado y se quedó con expresión ausente mirando a quien tenía enfrente. No sabía qué pensar. La identificación del cuerpo desnudo de una mujer no había pasado todavía de ahí. Aún no se había percatado con certeza de que no era solo un cuerpo femenino, sino que además debía de ser el de doña Juana, y más que un cuerpo, lo que había visto era un cadáver. Un cadáver reciente encima de un gran charco de sangre que todavía seguía aumentando de tamaño a su alrededor.

“¡Qué inconveniente!” —había dicho el hombre. ¿Qué querría decir?, ¿por qué no le daba las buenas tardes o le preguntaba qué es lo que quería?

Intentó decir algo, pero la presión de la mano del hombre sobre su garganta se lo impidió. No se dio cuenta de cómo había llegado esa mano tan rápidamente y de forma tan molesta a su gaznate. La presión le impedía expeler el más mínimo sonido.

Tuvo la sensación de ser absorbido por la puerta, de pasar a otra dimensión, hasta encontrarse en el interior de la casa. El cadáver, efectivamente era el de doña Juana, y a todas luces, el causante de la muerte no era otro que quien ahora lo tenía agarrado por el cuello. En la otra mano sostenía un cuchillo muy afilado manchado de algo que podría ser sangre. Se fijó un poco más y vio que no era un cuchillo, sino una navaja bastante siniestra, y sin duda la mancha sí que era de sangre.

Sangre todavía reciente.

—No debería de haber venido a estas horas —dijo el hombre con una voz muy suave—, lo ha estropeado todo. ¿Qué puedo hacer ahora para que no le cuente a nadie que me ha visto?

Suélteme la garganta y se lo diré. En el fondo me ha hecho un favor si realmente ha sido usted quien ha matado a mi jefa. ¿Sabe? La odiaba. Sí; la odiaba de verdad. Ahora tendrán que nombrar a otro juez y tenga la seguridad de que por muy desagradable que sea, no le llegará a la Terminator ni a la suela de los zapatos. Era odiosa. Entiendo que la haya matado. ¿Sabe? Si yo me hubiese atrevido, le hubiese ahorrado el trabajo. Pero ya ve; soy un pobre hombre sin agallas. Con tan pocas agallas que no me atrevería a denunciarlo. Por nada del mundo lo haría. Puede usted estar tranquilo que no lo identificaré. Déjeme marchar y me vuelvo al pueblo. No le diré nada a nadie. Esperaré a que la noticia se publique en los periódicos para comentarla con mis compañeros de trabajo y con mi mujer. “¿Habéis visto lo que ha ocurrido?” Les diré. Pero ni una palabra de que yo hoy he estado aquí. Ni una palabra. Se lo juro. Tal vez si me suelta podré decirle todo esto y usted puede que lo entienda. Se ve una persona inteligente y sabrá que no le miento. Sabrá que su secreto estará a salvo conmigo. Suélteme por favor.

Notó como una picadura en el estómago; le escoció un poco, pero la garganta le dolía más. Llevó una de sus manos al lugar donde había sentido el pinchazo y encontró algo viscoso. Las ideas se le enturbiaban. No pensaba con claridad. ¿Por qué no lo soltaba aquel hombre para que pudiera explicarle lo que iba a hacer?

Cuando el hombre aflojo la presión, Alfonso cayó a sus pies como un muñeco de trapo, como una marioneta a la que hubiesen cortado todos sus hilos a la vez.

Lo último que pasó por su cabeza fue que no tenía que haber salido esa tarde del pueblo.

13

El encantador de abejas
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