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Se encontraba en su propia salsa, como si nunca antes hubiese hecho otra cosa diferente, la vida mundana y aburrida de un cartero ya era agua pasada. Presentaría su dimisión o solicitaría la jubilación anticipada alegando que su estado de salud no era el apropiado para seguir con las largas e inclementes rutas de reparto. Sabía que si abandonaba el trabajo sin más y empezaban a producirse extraños asesinatos por la zona, sería como poner una flecha intermitente sobre su cabeza con el rótulo de sospechoso, y nada de eso quería que sucediera. Tenía que pasar desapercibido y no llamar la atención. La mejor forma de hacerlo sería continuando con su actual trabajo hasta cumplir los sesenta y cinco años y engrosar de esa manera la lista de jubilados de pleno derecho, pero no estaba dispuesto a seguir desperdiciando un tiempo que suponía escaso, a pesar de que se encontraba mejor que nunca y repleto de inquietudes. Tenía una edad que no le permitía hacer planes a largo plazo.

Navegaba por Internet desde el ordenador de Cáncer. Quería saber si había alguna pista que pudiera llevar a la policía hasta él cuando descubriesen los cadáveres, o lo que quedara de ellos. Después de revisar a conciencia el ordenador, lo único que encontró que podía poner a la policía sobre la pista, era el resumen de páginas visitadas de Internet y el tipo de foros a los que había accedido. No existía ningún correo electrónico que hubiesen intercambiado, pero no era un experto informático y no podía estar seguro de cuánta información podría extraerse del equipo.

Lo mejor sería borrarlo todo.

Al bajar al sótano, había quedado hechizado. Era pequeño, oscuro y húmedo, abigarrado de cosas inconexas e inservibles, libros estropeados después de años en un ambiente húmedo, algunos, roídos por las ratas, una bombilla desnuda y cansada, de apenas sesenta, o tal vez cuarenta vatios, se hacía cargo con esfuerzo de toda la iluminación, solo ayudada por la luz de la pantalla del ordenador. Una espesa capa de polvo lo cubría todo, y en cada esquina había al menos una araña defendiendo su territorio particular.

El suelo estaba mugriento y al lado de la mesa había una enorme caja de cartón que, aparentemente, hacía las veces de papelera gigantesca y que, en sus primeros días albergó una nevera. Ahora estaba llena hasta los bordes y apestaba a restos de comida que se habían ido acumulando durante años. Un ejército de hormigas recuperaba importantes cantidades de reservas para pasar el invierno abasteciéndose de aquel vertedero en miniatura. Se preguntaba qué habría sido de la nevera que en su día contuvo la caja. En la casa no estaba. Había mirado en cada rincón para familiarizarse con el entorno y, aunque le parecía increíble, Cáncer y su madre no disponían de frigorífico ni de teléfono. Lo único que vinculaba a la casa con los tiempos modernos eran el ordenador y el ascensor, por lo demás, podría decirse que vivían a principios del siglo veinte.

Aunque al principio el desagradable olor, mezcla de rancio y agrio, casi lo obligó a volver a subir de inmediato, pronto se vio fascinado por un entorno tan particular que hubiese podido pasar allí toda la noche.

Libros, disquetes y hojas garrapateadas parecían llenarlo todo. ¿Alguna de esas hojas escritas hablaría de él? ¿Qué contendrían los discos? Lo más prudente sería incendiar el lugar antes de marcharse, era mejor ser cauto y acabar con todo lo que contenía el sótano, por mucho que le doliera destruirlo.

Miró de nuevo a su alrededor empapándose de cada detalle. Una mosca forcejeaba desesperada en una de las esquinas de la pared quedando más atrapada en la telaraña cuanto más se movía. A corta distancia, una araña a la que podía imaginar que se le estaba haciendo la boca agua, esperaba paciente a que la mosca se agotara.

El encantador de abejas
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