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Consuelo se masajeaba las manos con nerviosismo. Tenía las palmas muy sudadas, lo cual solo le sucedía cuando algo le preocupaba mucho más de lo normal. Había cumplido ya los sesenta y se sentía cansado. Muy cansado. En los últimos años ocurría todo muy deprisa para él y su vida se había llenado de acontecimientos inesperados y en gran parte desagradables. Todo había empezado con unos fantasmas que lo utilizaron a él como medio para comunicarse. Hasta ese momento, su trabajo como médium había sido mediocre, y ni él mismo sospechaba hasta donde podían llegar sus habilidades paranormales. Desde que dejó su trabajo como cajero del banco, había ido haciéndose con una pequeña pero fiel clientela formada principalmente por señoras de cierta edad, en su mayoría viudas; algunas con el suficiente dinero como para no preocuparse de nada en lo que les quedaba de vida, excepto de matar el tiempo.
Le constaba que muchas de sus clientas acudían a él, más en busca de compañía y de alguien que las escuchase, que por un verdadero interés por lo paranormal o por ponerse en contacto con sus respectivos maridos fallecidos. Y él las reconfortaba. Sabía escuchar y sabía darles lo que ellas inconscientemente le estaban pidiendo. Eso, combinado con sus modestas dotes telepáticas, resultaba ideal para dosificar los encuentros con el más allá. Encuentros que durante años fueron una mera farsa. En alguna ocasión había podido mantener algo parecido a un contacto con algún ente espiritual, pero ni mucho menos era capaz de convocar a los espíritus voluntariamente. De todos modos, resultó evidente que sí que era una persona sensible, y sin duda ese fue el motivo de que los espíritus se congregasen en su interior en busca de una liberación.[17]
Estuvo al borde de la muerte, y no resultó una experiencia agradable, pero a cambio le dejó unas secuelas nada desdeñables. Esos espíritus que lo utilizaron en beneficio propio, voluntariamente o no, le ofrecieron un legado. Algo que él había soñado siempre con poseer. Y se lo habían dejado, precisamente cuando ya estaba harto de tanta farsa y su vida había dejado de tener sentido. El paso de los espíritus por su cuerpo mortal lo llenó de sensibilidad. No sabía si eso estaba relacionado o no con sus cada vez más habituales sueños. Sueños que comenzaron poco después de su experiencia con los fantasmas y que le descubrieron cosas totalmente olvidadas de su pasado.[18]
Nunca pensó que fuera posible olvidar acontecimientos tan trascendentales; tanto de la niñez, como de la adolescencia y de la menos lejana juventud.
Cosas tan trascendentales como un primer amor.
Tan trascendentales como un asesinato...
Después, comenzaron los otros sueños. Sueños confusos; sueños de otras épocas; sueños...
¿de otras vidas?
... y ahora aquella mujer en su consulta. Una mujer joven, no demasiado guapa, de carácter agrio, aunque con un cuerpo más que aceptable. Esa mujer... que sin duda había visto antes en alguna ocasión... en alguno de sus sueños tal vez. ¿Quién era en realidad?
—No entiendo muy bien a qué se debe su visita —le dijo Consuelo sin dejar de frotarse las manos que le volvían a sudar.
—Estoy segura de que algo malo va a ocurrir. No sé el qué, pero tengo miedo.
—Perdone si soy un poco brusco, pero ¿no sería más lógico acudir a la policía?
—¿La policía? La policía actúa sobre hechos consumados, y aquí no ha ocurrido nada... todavía. Al menos no ahora.
—Ya, pero yo soy un humilde médium que poco puede hacer por usted, salvo que lo que busque sea comunicarse con el más allá. Si es así, hay alguna posibilidad de que yo pueda ayudarla. No siempre lo consigo, pero modestamente algo podría hacer. Además... tengo la impresión de que me oculta algo. O más bien; que me lo oculta todo. Ha venido aquí y sin decirme casi nada, me exige una especie de solución para algún hipotético problema o amenaza que tampoco me explica. Lo siento, pero si quiere que la ayude, tendrá que sincerarse conmigo.
El rostro de la mujer enrojeció y su piel se cubrió de pequeñas gotas de sudor. Él también estaba notando una subida de la temperatura; tal vez se debiese a la tensión y los nervios más que a un fenómeno ambiental. Los ojos de ella lo miraron fijamente.
—¿Cree usted en la reencarnación? —le preguntó con cierta amargura en la voz.
—Bueno... la verdad es que ni creo ni dejo de creer. No sabría decirle... —mientras le contestaba a la mujer, se hacía interiormente esa misma pregunta, y la contestación era bien distinta. Sí; sí que creía en la reencarnación. No sabía muy bien por qué, pero lo cierto es que sí que creía en ella, aunque era una creencia muy reciente. Muy distinto a todo lo que había creído siempre: lo de la vida en el más allá era algo que siempre había formado parte de su existencia. Todavía recordaba cuando, siendo solo un niño, su padre murió en un accidente de tráfico. Él lo supo de inmediato. En el mismo instante que ocurría a cientos de kilómetros de donde estaba, su padre, de alguna manera, vino a despedirse de él. Sí. Creía en el más allá, y hacía tiempo que vivía de ello; de la creencia de los demás en el mundo espiritual; pero lo de la reencarnación era distinto. Como católico creyente aunque no practicante, sabía que en la Biblia nunca se hablaba de la reencarnación; al menos no de una forma explícita y clara. A pesar de ello, sí que existía algún pasaje que parecía hacer referencia a la reencarnación según pudo observar en una reciente relectura del libro sagrado. Un caso bastante claro era el que se mencionaba en el Evangelio según San Mateo, relacionado con Juan el Bautista. Pero lo normal es que en la Biblia solo se hablara de una vida después de la muerte, pero de una única vida: Eterna y Espiritual. Se hablaba de la resurrección de los muertos, pero no de una continuidad de la vida carnal en otro cuerpo distinto. Otras religiones; sobre todo las de origen oriental, sí que plantean claramente la reencarnación y dan una explicación más o menos creíble de la misma. Hablan de los karmas, y de la necesidad de reencarnarse numerosas veces como manera indispensable de aprender; de mejorar, o al menos de disponer de oportunidades para hacerlo. Últimamente había leído mucho sobre el tema, pero lo cierto es que estaba todo muy confuso en su cabeza. Nada de lo que leía lo acababa de convencer sobre la realidad absoluta e indiscutible de la reencarnación, pero había algo que no tenía nada que ver con todo lo leído y que lo hacía creer. Algo que estaba muy relacionado con sus últimos sueños; en especial con los que no aparecía él tal y como era ahora en pleno siglo veintiuno. Tampoco aparecía como cuando era joven; eso había ocurrido en otros sueños anteriores, pero no en los que ahora lo asaltaban cada noche. En estos últimos él no era él, pero sabía que se trataba de la misma persona. Él era otra persona en el sueño, pero esa otra persona era... él mismo. Le sonaba absurdo al recordarlo, pero un sentimiento interno e irracional le aseguraba que estaba en lo cierto. ¿Por qué ahora que la mujer le preguntaba si creía en la reencarnación le contestaba tan cautamente? ¿Por qué no le decía que en los últimos meses se había convertido en un defensor a ultranza de la teoría de la reencarnación? No lo sabía; quizás por temor. Temor no sabía muy bien a qué, pero el mero hecho de que ahora alguien llegase a su consulta preguntándole si creía en la reencarnación, cuanto menos, resultaba preocupante. Nunca antes nadie le había preguntado respecto a ese tema. Después de todo, él era un médium y los asuntos que trataba con los clientes no solían tener nada que ver con vidas pasadas, sino con espíritus. Espíritus de gente fallecida recientemente o muerta muchos años atrás. Espíritus que ahora atormentaban a alguien regocijándose de su poder, o espíritus de familiares a los que se quería recurrir para consultarles o tan solo para poder compartir unos pocos instantes con ellos.
La mujer seguía mirándolo fijamente; sin duda se había dado cuenta de que él estaba lejos de allí en esos momentos, pero no hizo ninguna mención al respecto.
—Pues debería creer. Le aseguro que la reencarnación es un hecho —le dijo en un intento de hacerlo volver al presente.
—¿Por qué está tan segura? ¿Y en qué puede ayudarla que yo comparta esas creencias?
—No puedo decirle por qué he venido aquí. No es que quiera guardar un secreto; simplemente es porque no lo sé. Podría haber ido a un psicólogo, o hablar con alguna de mis amigas íntimas, pero no he hecho nada de eso. No he hablado con nadie de esto hasta este mismo momento. Cuando me he levantado esta mañana sabía que tenía que venir aquí. Eso es todo.
—Cuénteme lo que le preocupa. Olvidémonos de los motivos que haya podido tener para venir a verme. Hábleme de por qué cree en la reencarnación —Consuelo estaba siendo amable y hablaba con modulación en la voz, aunque no podía esconder su todavía persistente nerviosismo y, el hecho de que fuera consciente de ello, lo ponía todavía más nervioso porque estaba convencido de que la mujer también se daba cuenta. Intentó concentrarse en sus manos para así dejar de masajearlas inconscientemente; sabía que no estaba dando una buena impresión de sí mismo.
—Creo en la reencarnación porque recuerdo al menos tres vidas pasadas. No sé si he vivido en más ocasiones, pero solo recuerdo tres, además de la actual.
—Esas vidas pasadas como usted las llama... ¿son recientes?
—Una de ellas sí; de hecho es posible que solo transcurrieran unas horas desde que fallecí por última vez hasta que volví a nacer. Las otras vidas son muy anteriores.
—Deme algún detalle más. ¿Cómo se llamaba en las otras vidas? ¿A qué se dedicaba? ¿Siempre ha estado aquí en esta ciudad?
—Solo hay una gran vinculación con mi vida anterior a esta. Yo vivía también aquí en Valencia, y mi nombre era María, como ahora, aunque me llamaban Mari... Fui asesinada de una forma horrible. Otra de las vidas que recuerdo es algo anterior, y transcurrió en Londres. Me llamaba Mary; era prostituta y fui asesinada exactamente igual que en mi otra vida... mi asesino fue el conocido como Jack... el Destripador. La otra vida que recuerdo de una forma más borrosa, y de la cual solo conservo algunos detalles de mi juventud, es tal vez más difícil de creer.
—Inténtelo —Consuelo sonrió, ¿qué podía ser más difícil de creer, que lo que le estaba contando?
—Bueno... yo también me llamaba María, y tuve nueve hijos.
—Nueve hijos... desde luego debía de tratarse de otros tiempos.
—Sí, eran otros tiempos. Al primogénito lo llamé Jesús...
... y murió en la cruz.
Un frío silencio invadió la habitación. Consuelo no podía creer lo que acababa de oír de boca de una mujer joven que parecía sensata. Una mujer que no parecía estar loca en lo más mínimo —a pesar de que le resultaba algo desagradable a Consuelo—, pero que afirmaba ser nada más y nada menos que María... la Madre de Dios.