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En verdad ella ya lo sabía, porque las mujeres saben de eso de una forma instintiva. Nadie sabría explicarlo, pero muchas de ellas tienen la certeza de haber quedado grávidas prácticamente en el mismo instante de producirse tal acontecimiento. Otras desde luego no lo saben de inmediato, pero sí que lo notan en su interior mucho antes de que comience la primera falta. ¿Formará acaso ello parte del instinto maternal? ¿Quién puede saberlo? Lo cierto es que ella lo sabía, y sabía que había ocurrido la noche anterior. La noche de la tormenta en la que su marido la miró con ese deseo animal que ella no aprobaba pero que consentía. Sabía que era su deber como esposa, y también como futura madre. ¿Cómo sino iba a poder ofrecerle hijos al que compartía la vida con ella? Era todavía muy joven, pero no más que la mayoría de las mujeres de su entorno. Todas se casaron temprano y temprano quedaron encinta por primera vez. Y a esta primera vez le sucedía otra y otra más, por lo que no resultaba raro tener cuatro o cinco hijos con apenas veinte años cumplidos.
Pero aunque lo sabía, no se atrevía a decírselo a él. Todavía no. ¿Acaso era porque no estaba totalmente segura y temía equivocarse? ¿Temía a su reacción en el caso de que sus predicciones no fueran exactas? Después de todo era su primera vez, y aunque algo en su interior le decía y le repetía que estaba en lo cierto, no tenía con quien consultar, ni sabría cómo hacerlo. ¿Cómo describir esos sentimientos tan íntimos y personales? Eso que apenas eran unas sensaciones. No se trataba de unos síntomas físicos. Nada le dolía, ni nada fuera de lo normal sentía en su cuerpo, pero sin embargo, sí que había experimentado un cambio que no acababa de comprender. Lo cierto es que no se atrevía a decírselo porque le guardaba un respeto reverencial, y ni a dirigirle la palabra creía tener derecho. Era tanta la superioridad del varón, que incluso éstos daban gracias a Dios cada día por no haberlos hecho hembras; porque también ante Dios ellas eran inferiores. Para entrar las mujeres en la sinagoga lo tenían que hacer por la puerta lateral, y nunca comenzaba el culto mientras no hubiese hombres suficientes en el interior. Los escritos reflejaban también numerosos aspectos en los que quedaba clara la superioridad del varón. Incluso se decía que no se conversase inútilmente con la mujer; ni con la propia ni con la del prójimo.
Quien lo haga innecesariamente, se condenará.
Estaba absorta en esos, sus pensamientos, cuando llamaron a la puerta, lo cual la sobresaltó porque no esperaba visita, y todavía era pronto para que su marido regresase a casa. Tampoco preguntó quién llamaba, sino que se limitó a abrir la puerta. Al hacerlo, vio a un hombre joven al otro lado. Joven pero de aspecto muy pobre. Mucho más de lo que ellos mismos eran. Casi parecía un indigente, por lo que pensó que venía a pedir limosna. Dónde has ido a pedir -pensó.
La presencia del hombre joven, estando ella sola en casa, la llenó de azoramiento, y ni siquiera se atrevió a mirarlo a los ojos cuando le habló.
—¿Qué desea?
—Vengo a anunciarte una buena nueva.
—¿Una buena nueva? —repitió tímidamente sin saber a qué atenerse.
—Un hijo habita en tu vientre. Es el hijo de Dios, y nacerá para salvar al pueblo de sus pecados —dicho esto, simplemente desapareció. María no sabría decir si salió corriendo o caminando. Quedó tan sorprendida con las palabras del joven que, cuando quiso darse cuenta, este ya no estaba. Ella seguía sosteniendo la vieja puerta en su mano derecha, mientras con la otra mano se sostenía el vientre.
¿Cómo sabía el extraño que ella estaba encinta? ¿Y qué significaba eso de que su hijo era hijo de Dios y salvaría al mundo de sus pecados? ¿Hijo de Dios? ¿Cómo podía ser eso? ¿Acaso no era hijo de José? ¿Era eso posible? ¿Debería de decírselo a su esposo? Las preguntas se apelotonaban en la mente joven e inexperta de María. Si ya tenía sus dudas sobre darle la buena nueva a José, estas ahora todavía se habían incrementado más. ¿Debía contarle también la visita que había tenido?
José no la creería.