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El manto de la noche había caído sobre Belén, y a poco que se mirase al cielo podían verse todas y cada una de las estrellas. Era una noche clara, aunque sin apenas luna, por lo que los soldados pudieron pasar bastante desapercibidos en sus primeros movimientos de acercamiento. Todas las madres estarían en casa a esa hora con sus hijos. Unos durmiendo, otros con el llanto puesto pidiendo comer, o simplemente con ganas de que la madre dejase de hacer lo que estuviese haciendo para poner todos sus sentidos en su hijo, que a veces lo que los niños piden es simplemente eso: un poquito de atención.
Los soldados se habían distribuido por toda la aldea; cada uno sabía perfectamente a qué casas debía acudir con presteza, aunque siempre cabía la posibilidad de que alguno de los niños no estuviera donde se esperaba que estuviese. Tendrían por lo tanto que comprobar además cada una de las casas, para ver que efectivamente no hubiese ningún niño varón con la edad indicada por Herodes. Se salvarían de esa barbarie las hijas por no resultar amenaza alguna para el rey, pero desde luego corrían peligro los padres y las madres que sin duda intentarían evitar tan gran desgracia.
La alarma cundió a la vez desde los cuatro puntos cardinales de la ciudad, ya que desde todas partes surgieron soldados aporreando las puertas y tumbándolas si no recibían respuesta inmediata. El instinto maternal hacía que las madres cogieran siempre a los hijos en brazos e intentaran protegerlos de los soldados aun a riesgo de ser heridas o muertas; pero de nada servía porque la decisión de la soldadesca era total y estaban dispuestos a cumplir con las órdenes de forma rápida y limpia; si acaso limpia podía considerarse teniendo en cuenta que la sangre corría a borbotones de los cuellos de las criaturas. Algunas de las madres, y por supuesto, alguno de los padres, recibieron golpes de los soldados. Golpes y amenazas, porque no hizo falta nada más. Se apropiaban de los niños, los degollaban y los dejaban caer al suelo como marionetas sin hilos, y se les advertía a los padres que eran órdenes del rey, y que nada podía hacerse para evitarlo. Ya tendrían tiempo de honrar a los muertos más tarde, y de dar gracias al cielo por el hecho de que solo a los hijos varones eso les ocurriera. Belén se convirtió en un solo grito. Grito unánime que se escuchaba desde cualquier punto de la ciudad, e incluso desde los alrededores. También desde los establos donde se habían alojado José y su esposa María se podían escuchar, aunque ya nadie había allí para oírlo porque José, siguiendo el consejo de quien le advirtió, ordenó a María que cogiese al niño y pronto marcharon dirección a Egipto huyendo del terror. Porque eso fue lo que hizo: darle órdenes a María, que aunque se había propuesto explicarle lo que el hombre le había advertido, pudo más su forma de ser y los tiempos que corrían, que otra cosa. Mejor que darle explicaciones a su esposa era darle una orden simple que tuviera que cumplir. Todo lo demás no era más que perder el tiempo y la honra. Pero no fue una huída digna, porque tanto José como María lo hicieron sin advertir a nadie del peligro, aunque María quedaba disculpada porque como se ha dicho, pocas fueron las explicaciones que José le había dado; pero José tal vez debiera de haberse planteado la posibilidad de advertir a la gente de lo que iba a ocurrir, pero ¿qué hubiera pasado de haberlo hecho?, ¿hubiera podido salvar a su hijo entonces? Su obligación como padre era proteger a su familia, y eso hizo, a pesar de que no pudo evitar tener un sentimiento de culpa como sería de esperar de cualquier hombre justo.
En Belén seguían los gritos, y el centurión luchaba, si es que a arrancar a los pequeños de los brazos de sus madres llorosas podía llamársele lucha; y lo hacía como un soldado más. Posiblemente con mayor entusiasmo, porque ya el olor de la sangre lo había acabado de transformar en el monstruo que siempre había llevado dentro. Esa misma transformación que sufría cada vez que entraba en batalla, e incluso cada vez que tenía a su alcance el cadáver ensangrentado de alguna persona, hombre o mujer, niño o niña, enemigo o no. Era la sangre lo que lo transformaba. La sola visión de los primeros borbotones del líquido caliente que surgieron de las criaturas a las que personalmente cercenó el cuello, aumentó el ritmo de sus palpitaciones al máximo. Instantes después fue el olor de esa misma sangre la que lo acabó de alterar. Ya nada importaba más que seguir matando. Debía encontrar al mayor número de niños antes de que el resto de soldados lo hiciera. Cuantos más pudiera localizar, tanta más satisfacción podría acumular esa noche sin luna. El uniforme había mudado su color por el del rojo púrpura, que con el paso de las horas se tornaría en tonalidades marrones, cubierto como estaba del líquido viscoso que tanto lo excitaba.
Pronto terminó todo. El horror había pasado, aunque perduraría en todas aquellas casas, en todas aquellas familias que sufrieron tan amarga pérdida. Nada de lo que les sucediese después, ni bueno ni malo, podría hacer olvidar el horror de esa noche. Y todo para que el rey, que prácticamente se encontraba ya en su lecho de muerte devorado en vida por los gusanos, perdiera el miedo al nuevo Mesías. Esfuerzo en vano además, dado que a quien buscaban se acabó esfumando sin que se dieran cuenta de ello. El censo no estaba terminado, ni podía considerarse perfecto, por lo que una criatura más o menos, necesariamente iba a pasar desapercibida, y puesto que no encontraron a nadie más, supusieron que la misión había sido cumplida.
Todos los niños quedaron con el cuello abierto de parte a parte, sin más heridas que esa, salvo uno. Uno de ellos tenía, además, una profunda herida en el pecho; prácticamente desde el propio cuello, hasta la altura de la ingle. Pero nadie se percataría nunca de esta diferencia porque ya su madre lo sostenía en brazos, como cada una de las madres sostenía al suyo en parecidas circunstancias. Ese niño sería enterrado incompleto, porque entre las ropas manchadas de sangre del centurión se escondían el corazón y una parte importante del hígado de la criatura. El corazón parecía todavía palpitante cuando fuera del alcance de la vista de los demás, el centurión lo sostenía entre sus manos. Brillaba a la luz de las estrellas, y se movía, aunque el movimiento era solo a causa de los jadeos de quien lo portaba. No pudo esperar más y allí mismo, mirando al cielo estrellado, se lo llevó a la boca y lo devoró salvajemente, mientras ríos de sangre le corrían por la barbilla y el cuello.
El hígado lo conservó para más tarde.