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Pudo así cumplir con su obligación de censarse él y su familia después de que ya su hijo naciera en el establo. Tal y como le prometió el anciano, este envió a una mujer que dijo tener conocimientos de partera, y así lo demostró con los atentos cuidados que tuvo con María. Ella se encargó del nacimiento e incluso de cortar con sus dientes el cordón umbilical del bebé.
Al octavo día del nacimiento y como marcaba la tradición, José llevó a su hijo a la sinagoga para que fuera circuncidado por el mohel, que de forma hábil como solo la práctica consigue y utilizando un afilado cuchillo de piedra, cortó el prepucio del pequeño, que como no podía ser de otro modo, arrancó en un feroz llanto que se alargó hasta bien entrada la noche de aquel día. Fue el propio mohel quien se encargó de las oraciones y quien dio nombre al niño, después de que José le indicase que se llamaría Jesús.
Precisamente al salir de la sinagoga y con el niño en brazos, se le acercó un hombre al que había conocido durante su viaje a Belén. Se le acercó tembloroso y claramente excitado.
—José, ¿me recuerdas? —la voz le temblaba.
—Claro que te recuerdo, pero ¿qué te ocurre?
—Te he estado buscando desde ayer. Imaginaba que todavía estarías por aquí, aunque no estaba seguro y nadie me ha dado razón de ti.
—¿Qué necesitas?
—Advertirte nada más.
—Hazlo entonces. ¿De qué es eso que quieres advertirme?
—No lo sé con seguridad, pero debéis abandonar Belén lo antes posible.
—Pero, ¿por qué? María no se encuentra bien todavía.
—Debéis iros. No sé bien qué ocurre, pero esto se ha llenado de soldados y, ayer escuché una conversación extraña. No entendí casi nada, pero hablaban de que debían buscar a todos los niños nacidos que tuvieran menos de tres años.
—¿Buscarlos? ¿Para qué? Si es para el censo, yo ya he cumplido con mi obligación, y censado está ya, y ahora vengo de censarlo también ante Dios —dijo haciendo un gesto hacia la sinagoga.
—Cierto es que no lo sé, pero sabes que te aprecio. Os aprecio a ti y a María, y creo que corréis peligro, o al menos lo corre vuestro hijo. Debéis marcharos —el hombre estaba cada vez más nervioso y no dejaba de mirar a todas partes mientras hablaba con José.
José no lo tomó muy en serio en aquel momento, y siguió pensando que los soldados se estaban refiriendo a la obligación de censar a los niños al igual que se debían censar los padres. Pero él estaba tranquilo porque había cumplido con su obligación, y no solo se había censado él, sino que también lo habían hecho María y el bebé. De todos modos lo comentaría con María cuando llegara al establo, porque aunque no era dado a pedir la opinión de su esposa, sí que creía que debía transmitirle lo que a él le habían advertido.