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Seguía sin entender nada de lo sucedido. Recordaba que cuando leyó por primera vez en el periódico que se le comparaba con Jack el Destripador, se interesó por el personaje y pudo comprobar, sin poder evitar que se le helara la sangre, que las otras pesadillas se parecían a los distintos crímenes cometidos por el mismo individuo. Durante un tiempo tuvo miedo, llegando a pensar que estaba poseído por algún fantasma o espíritu maligno, pero sin duda, el hecho de que las pesadillas remitieran, o más bien desaparecieran por completo, hizo que él se relajara hasta el punto de que todo acabaría siendo olvidado. Pero ahora regresaban a su cabeza las imágenes, y volvía a estar convencido de que todo lo que había soñado eran hechos reales. Unos relacionados con Jack y otros con un centurión de la época de Jesús de Nazaret. Era todo tan extraño e insensato que no sabía qué pensar. ¿Se estaría volviendo loco o los recuerdos eran reales?
¿Quién sería el que después de tantos años se interesaba por la maldita casa? Lo más curioso es que no parecía conocer el crimen; aunque posiblemente no fuera así y se tratara de una especie de trampa para cazar al asesino. ¿Sería posible que alguien después de tantísimo tiempo estuviera removiendo toda la mierda? Lo bien cierto es que el tipo seguía persiguiéndolo por la red. Habían coincidido en varios foros y Cáncer preguntaba por él con insistencia. Quería hablar con Jack. ¿Por qué se le había ocurrido identificarse de ese modo? Todo parecía haber sido una equivocación por su parte, un impulso extraño; como si en cierto modo se sintiera como el propio Jack el Destripador. Pero eso era una tontería. Lo cierto es que todo era un juego; una asociación de ideas y conceptos. El maldito Cáncer preguntó por la casa, él le envió el artículo, y en el recorte se hablaba de Jack el Destripador, o mejor dicho: se le comparaba a él mismo con Jack el Destripador. Tal vez por eso utilizó el nickname de Ripper, como una especie de broma macabra, pero sin duda Cáncer acabó relacionando unas cosas con otras y ahora se empeñaba en ponerse en contacto con él “sobre un crimen de 1963”. ¿Hasta qué punto ese maldito internauta lo relacionaba con su persona? Después de todo, cada día los navegantes de la red se intercambian millones de archivos. El hecho de que él dispusiera de ese recorte de prensa no lo implicaba para nada en el asunto. Tal vez Cáncer no lo vinculara en absoluto con el asesinato y lo único que estaba buscando era más información; pero ¿para qué? ¿Curiosidad? ¿Morbo? ¿Qué relación tenía Cáncer con la casa? ¿Sería Cáncer policía?, ¿periodista?, ¿familiar de la víctima?... ¿o solo un maldito curioso que estaba consiguiendo sacarlo de sus casillas de la manera más tonta?
¿Era un error no contestar a Cáncer? Eso solo conseguiría aumentar sus sospechas si es que las tenía. ¿Y qué si las tenía? ¿Y qué si las aumentaba? ¡Al carajo con Cáncer! ¡Que se joda! Pero todo eso lo estaba poniendo nervioso al hacerle recordar ese maldito montón de atrocidades del pasado. Ya nada volvería a ser como antes. Durante años había sido un sencillo y anodino funcionario de Correos al que pronto jubilarían. Un maldito cartero que se pasaba el día en la calle y la noche conectado a Internet para huir de la soledad. Un funcionario al que ya se le caían las cartas cada dos por tres por culpa de la artrosis, aunque nadie; ni él mismo; se había dado cuenta de ello hasta ese mismo día. Se estaba haciendo viejo.
Muy viejo.
Otros con esa edad todavía eran jóvenes, o al menos no parecían tan cansados; tan estropeados como él. ¿Qué podía esperar de lo que le quedase de vida? ¿Sería un año o veinte? Nunca antes había pensado en su propia muerte, y sin embargo ahora todo había cambiado, se volvía viejo y filosófico a la vez. ¿Por qué tenía que haber despertado sus recuerdos el maldito Cáncer? Ahora podría no contestarle; podría incluso no participar en ningún otro chat y de ese modo huir de él, pero una cosa sería huir de Cáncer, y otra muy distinta huir de sí mismo, de sus propios recuerdos; ahora tan frescos como si las pesadillas las hubiese tenido la noche anterior. Cáncer había pulsado alguna tecla en su viejo cerebro y no había marcha atrás. Lo único que ahora podría salvarlo de sus pesadillas y sus sangrientos recuerdos; de su pasado; sería el alzheimer o la propia muerte. Aunque tal vez solo el alzheimer, porque ¿quién sabe lo que hay después de la muerte?
Pero todo eso no era lo peor. Lo realmente malo y preocupante era que algo más se había despertado en su interior. Una extraña excitación que no había sentido en los últimos cuarenta años. Una desazón que lo hacía concomerse y perder la paz interior que lo había hecho feliz durante muchos años. Aunque, ¿qué es la felicidad? ¿El hecho de no tener problemas lo hace a uno feliz pese a que su vida esté vacía? ¿Qué había hecho en toda su vida?: ¡nada! No había hecho nada que lo sacara nunca de la soledad ni de la calma chicha en la que había permanecido su existencia. Un sopor que no lo había vuelto loco porque había perdido toda inquietud por ser o hacer algo.
Durante lo que ahora le parecían cientos de años había estado repartiendo cartas cada día; lloviese, nevase, o hiciese sol: publicidad, cartas de amor y de desamor, requerimientos de Hacienda y citaciones del Juzgado, cartas cercanas y cartas que venían desde muy lejos, direcciones a veces casi ilegibles porque quien escribía apenas sabía hacerlo, o no le quedaban fuerzas para sostener la pluma, letras floreadas, letras temblorosas, letras anodinas, con cultura y sin ella. Miles; millones de cartas habían pasado por sus manos y nunca había tenido la tentación de abrir ninguna, pero ahora se daba cuenta de que si no lo había hecho, no era por profesionalidad o por una cuestión moral, sino porque nunca le había importado un carajo lo que pudieran contener esas malditas cartas, ni le había importado quién las enviaba o a quiénes iban dirigidas. Se limitaba a leer el nombre y la dirección y llevarla a su destino, sin haberse preguntado nunca cuál sería la reacción del destinatario al leer su contenido, si se llevaría una alegría por recibir noticias de un pariente lejano que no recordaba ni que vivía, o por el contrario le invadiría la desolación por una mala noticia transmitida con palabras apenadas y contenidas. Tampoco hablaba con sus compañeros de trabajo más de lo estrictamente necesario. Estaba convencido de que lo consideraban una persona huraña e insociable, pero tampoco eso se lo había planteado nunca. Era ahora cuando todo parecía convertirse en una realidad. En su realidad.
Su horrible realidad.
Era como un despertar en un mundo nuevo, que por desconocido le causaba miedo. No se sentía como un adolescente descubriendo el sexo con su chica en la trasera de un coche de tercera mano; con esa tensión agradable y desagradable a la vez que sube cosquilleando por la espalda hasta llegar a la nuca, sino como alguien al que, de repente, habían descubierto la existencia del infierno y le acababan de comunicar que sería su próximo y ya cercano destino del cual, además, no podría nunca regresar.
Por toda la eternidad.
Eternidad.
La eternidad es algo que el cerebro humano apenas puede imaginar; es tan inconmensurable que todos los parámetros con los que estamos acostumbrados a medir y cuantificar las cosas, resultan del todo inútiles. La eternidad es algo de lo que el ser humano ha oído hablar desde su niñez, pero lo cierto es que nadie entiende con un razonamiento lógico, porque es un concepto que no forma parte de la lógica. La eternidad es...
... lo desconocido.
¿Quién puede explicar con palabras lo que es la eternidad? Cualquier explicación no será más que un sucedáneo muy alejado de la realidad.
Pero ahora parecía darse cuenta; parecía entender el significado de esa eternidad, y no sabía por qué. No sabía a qué se debía esa sensación de angustia que lo envolvía. De golpe y porrazo toda la calma que rodeaba su vida quedaba transformada en una pesada carga sobre sus hombros. Toda su vida parecía vacía; al menos durante los últimos cuarenta años. Vacía y sin sentido. Había estado perdiendo el tiempo repartiendo estúpidas cartas. Se sentía culpable de no haber vivido con mayor intensidad; culpable de no haber compartido nada con nadie. Pero, ¿qué hubiera podido compartir? ¿La soledad?... pero la soledad no se puede compartir porque dejaría de ser soledad. La soledad es algo íntimo. Tal vez lo único que es propiedad de quien la posee.
Las lágrimas le llenaban los ojos.
Después de cuarenta años sentía de nuevo deseos de matar.