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Se había levantado con un fuerte dolor de cabeza, sin duda consecuencia de su maldita enfermedad que no remitía a pesar del tratamiento. También podría ser debido en parte a lo que había bebido la noche anterior. Buscó la estricnina y el arsénico y mezcló los ingredientes con mucho cuidado. Sabía que un error en la dosis podía acabar de manera fulminante con su vida, y más teniendo en cuenta que ya tomaba una cantidad importante que fácilmente mataría a otra persona menos habituada. Cuando estuvo convencido de que eran diecisiete miligramos y no más los que había preparado, los ingirió con el placer anticipado de saber que su fuerte dolor de cabeza desaparecería en breve.

La dosis era la correcta, pero lo que no sabía era que Florence ya le había estado administrando pequeñas dosis en las comidas, con lo cual, no estaba controlando la cantidad que tomaba. Eso acabaría por envenenarlo en pocas semanas sin ser consciente de lo que ocurría.

Florence estaba más amable que nunca, y no le había hecho ningún comentario sobre lo de la sangre en la ropa. Sospechaba que la había visto y que eso hacía que le tuviese miedo, puede que ahora las cosas cambiasen y no fuese necesario matarla... todavía.

Había pensado en hacerle el amor esa noche si el dolor de cabeza disminuía lo suficiente como para que pudiera resultar agradable el encuentro sexual. Algo en su interior le decía que ella no se negaría. ¿Por qué no intentarlo? Hasta era posible que llegasen a reconciliarse, a pesar de que siguiera pensando que era estúpida y cruel como todas las mujeres que conocía. Pero una cosa nada tenía que ver con la otra. Cuando se casó con ella conocía la naturaleza de las mujeres, y hubiera sido engañarse a sí mismo pensar que Florence era distinta a las demás. Era más bella, eso sí, tenía unos ojos que podían hipnotizar con una leve mirada y un cabello dorado como nunca había visto ninguno, pero el corazón era otra cosa, el corazón de una mujer no podía diferenciarse demasiado del de cualquier otra y sabía que, a pesar de todo, acabaría odiándola con el tiempo.

No podía dejarse engañar por esa amabilidad, Florence era Florence y seguiría siendo Florence, la misma de siempre, la misma zorra que lo había embaucado en Nueva York y que luego embaucó a su hermano. Su propio hermano había sido capaz de acostarse con ella, ¿qué malas artes habría utilizado para encandilarlo de ese modo? Y luego estaban los otros. Desconocía cuantos, pero sabía que habían existido otros hombres que no solo habían disfrutado de su mujer, sino que lo más probable era que en más de una ocasión lo hubieran hecho en su propio lecho conyugal; mientras él se preocupaba por sus negocios y por mantener la economía familiar. ¿Cuántas veces había visto al volver a casa esa expresión de felicidad en la cara de Florence?, esa expresión de satisfacción desvergonzada que solo podía indicar que había sido poseída y había gozado con ello. Parecía que lo mirase desafiante, y aunque nunca la había visto en la cama con nadie, ni la había sorprendido en brazos de otro en alguna situación difícil de explicar, sabía a ciencia cierta que Florence estaba con otros hombres habitualmente.

Lo sabía y nunca se lo perdonaría.

No se dejaría embaucar de nuevo.

El encantador de abejas
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