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Tenía un mensaje de Artie en el que me decía que le llamara, pero no le llamé. Hablar con él significaría enfrentarme al hecho de que las noches que yo había pasado en el suelo de la sala de estar de Wayne Diffney, la ex esposa de Artie había estado durmiendo en su casa. Puede que en su cama. Lo más probable es que en su cama, a juzgar por lo mucho que le había sorprendido encontrarme.
Había tomado una decisión: llevaría el caso de Wayne hasta el final. Tenía el consuelo de mi pequeño equipo, de mi paracaídas. Pese a todo, seguiría buscando a Wayne hasta que Jay Parker emitiera el comunicado de prensa mañana por la mañana. Luego todo terminaría.
Continué diligentemente con mi búsqueda siguiendo las pocas pistas que me quedaban. Telefoneé a Connie, la hermana de Wayne, y me salió el buzón de voz. Llámame paranoica, pero sospeché que me estaba evitando. Luego llamé a Digby, el posible taxista, y también me salió el buzón de voz.
¿Es que nadie quería hablar conmigo?
Decidí probar con Harry Gilliam, abandonarme a su merced, y para mi sorpresa contestó.
—¿Qué pasa? —Seco donde los haya.
—Necesito hablar contigo —dije.
—Estoy ocupado. —Efectivamente, al fondo se oían graznidos y cloqueos—. Estoy entrenando a mi nueva gallina para una pelea.
—¿Podemos mantener la conversación por teléfono? —Sabía que no lo aceptaría—. O podría ir al lugar de entrenamiento.
Guardó silencio unos segundos.
—No voy a permitir que veas mis gallinas. Te veré en mi despacho dentro de media hora.
Colgó antes de que pudiera decirle que no deseaba ver sus gallinas. No me gustaban las gallinas. Tenían los ojos muy raros. Brillantes y saltones.
Como de costumbre, Harry estaba en Corky’s, sentado a la mesa del fondo con un vaso de leche delante.
Me senté en el banco de enfrente.
—¿Te apetece beber algo, Helen? —preguntó.
—Sí —dije, sorprendida de mi audacia—. Un Orgasmo en Moto. —Evidentemente, no existía.
Hizo un gesto al camarero y se volvió para observarme detenidamente.
—¿Qué le ha pasado a tu frente?
—Un chupetón —dije.
Casi me parten el cráneo, pero ya había pasado. Al cabo de un minuto... percibí algo en la expresión de su cara. ¿Una... sonrisita?
Ladeé inquisitivamente la cabeza.
—¿Qué?
—Nada... —¡Era una sonrisita!
—¿Fuiste tú?
—No fui yo... personalmente. —Dejó que la sonrisita se ampliara. Era la primera vez que le veía sonreír.
—¿Personalmente? —Insistí—. Entonces...
—... un colega.
—¿Por petición tuya?
—Por orden mía —me corrigió algo irritado. Harry Gilliam no pedía, ordenaba.
—Pero... ¿por qué?
—Te estabas acoquinando y quería que siguieras buscando a Wayne. Y sé que la mejor manera de conseguir que Helen Walsh haga algo es decirle que no lo haga.
—¡Podría haberme hecho mucho daño!
—¡En absoluto! —Restó importancia a mi queja—. Mi colega es un artista. Sumamente preciso a la hora de evaluar una situación. Y —se interrumpió para reír entre dientes— si tienes en cuenta que te golpeó con el cañón de una pistola, podrías haber salido mucho peor parada.
Le miré boquiabierta. Mi cerebro estaba captando un desfile de emociones —indignación, conmoción, incredulidad, deseo de venganza—, hasta que de pronto dejé de sentir. ¿Qué importaba? Lo hecho, hecho está. Al grano.
—¿Dónde está Wayne? Sabes cosas y será mejor que me las digas. Después del vapuleo me lo debes.
Súbitamente abatido, Harry bebió un triste sorbo de leche.
—No tengo ni zorra de dónde está Wayne.
—Pero... —No entendía nada—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué interés tienes tú en todo esto?
—He... invertido —reconoció, casi con timidez.
—¿Tú? ¿Tú has puesto dinero en los conciertos de Laddz? ¿Un delincuente como tú?
—Los tiempos cambian, Helen. Los tiempos cambian. Las cosas ya no son tan fáciles como antes para un vulgar y honrado hombre de negocios como yo. He tenido que diversificarme.
—Entonces, ¿no tienes ninguna información útil? —Le miré y comprendí que Harry Gilliam estaba tan desesperado y perdido como los demás.
—Arriba ese ánimo, Helen —dijo—. Ahora sal ahí afuera y encuentra a Wayne Diffney. Será mejor que esté sobre ese escenario mañana por la noche.
—¿O?
—O me cabrearé mucho.
Esbocé una sonrisa enigmática. Podía cabrearse cuanto le apeteciera. Mañana por la noche yo ya no estaría aquí.
Visiblemente nervioso, inquirió:
—¿A qué viene esa sonrisa?
—Adiós, Harry.
Para mi sorpresa, ¿a quién vi, de regreso al coche, caminando por la acera como un toro inquieto en su gabardina beige? A Walter Wolcott. Estaba observando detenidamente los rótulos de las tiendas. Sin duda buscaba un local en concreto. Pasó raudamente por mi lado —sin reparar siquiera en mí— y cuando vislumbró el neón resquebrajado de Corky’s, abrió la puerta con su carnosa pezuña y entró. No hubiera sabido decir si estaba allí porque tenía cita con Harry o simplemente probando suerte. Por su actitud nerviosa supuse que estaba probando suerte. En cualquier caso, había hecho la conexión entre Wayne y Harry Gilliam y eso me impresionó. Puede que acabara encontrando a Wayne.
Puede que él acabara encontrando a Wayne y yo no.
Dios, qué vergüenza. Iba a suicidarme, sí, pero todavía me tomaba en serio mi trabajo.
Estaba tan obsesionada con Wayne que cuando me sonó el móvil, nada más subirme al coche, y leí «Antonia Kelly», tuve una breve laguna mental: ¿quién era? Hasta que hice memoria.
—¿Helen? En tu mensaje decías que querías hablar.
—Hola, Antonia. Cuando te vaya bien, sé que estás muy ocupada...
—¿Es urgente, Helen?
Pensé en mi visita a la ferretería.
—No. —Tenía un plan y no estaba dispuesta a renunciar a él. Tal vez Antonia hubiera podido rescatarme anoche, pero hoy me hallaba en un camino diferente, y era un camino que me gustaba—. No debí molestarte, fue solo un arranque pasajero.
—¿Es grave, Helen?
—Ni mucho menos. Siento haberte molestado.
—Helen —dijo con suavidad—, olvidas que te conozco.
Eres la persona más independiente que he conocido en mi vida. No me habrías llamado si no hubieras estado desesperada.
Y algo de lo que acababa de decir me llegó hasta lo más hondo. Ella me conocía. Alguien me conocía. No estaba del todo sola.
—¿Te vienen pensamientos suicidas? —preguntó.
—Sí.
—¿Has hecho algo al respecto?
—He comprado un cúter. Y otras cosas. Lo haré mañana.
—¿Dónde estás ahora?
—En mi coche. Aparcada en la calle Gardiner.
—¿Tienes el cúter contigo?
—Sí.
—¿Ves alguna papelera cerca? Sigue hablándome, Helen. ¿Ves alguna papelera? Mira por la ventanilla.
—Sí, veo una papelera.
—Bien, sigue hablándome. Baja del coche y tira el cúter a la papelera.
Agarré obedientemente la bolsa y bajé del coche. Qué agradable era que otra persona asumiera el control durante un rato.
—Pone «Solo plástico» —dije—. En la papelera.
—Creo que en este caso harán una excepción.
Arrojé la bolsa con el cúter, el celo, el papel y el rotulador, el equipo al completo, a la papelera.
—Ya está.
—Bien. Ahora vuelve al coche.
Regresé al coche y cerré la puerta.
—Eso soluciona el problema más inmediato —dijo—, pero nada te impedirá comprar otro cúter. ¿Crees que puedes pasar el resto del día sin hacer eso?
—Teniendo en cuenta que no tenía previsto llevar a cabo mi plan hasta mañana, sí.
—¿Se te ocurre alguien con quien puedas pasar la noche? ¿Alguien con quien te sientas a salvo?
Lo medité. Podía quedarme en casa de Wayne. Me sentía a salvo allí. Probablemente no era lo que Antonia quería decir, pero contesté:
—Sí.
—En ese caso existe una opción. Por desgracia, ahora mismo estoy fuera del país, pero regresaré mañana por la tarde. Podríamos vernos entonces. ¿O estarías dispuesta a considerar la posibilidad...? Sé que lo odiabas, pero ¿considerarías la posibilidad de volver al hospit...?
Ni siquiera podía permitirle que pronunciara esa palabra. La interrumpí antes de que terminara la frase.
—Lo pensaré.
—Eres una persona fuerte. Mucho más fuerte y valiente de lo que crees.
—¿Lo soy?
—Tenlo por seguro.
Casi me irrité con ella por decirlo, porque sentí que tenía que estar a la altura de su fe en mí. No podía defraudarla.
Después de colgar, permanecí un buen rato en el coche. Me sentía... no en paz, no era algo tan agradable, sino resignada. El impulso de poner fin a mi vida me había abandonado, al menos por el momento. Puede que volviera, había vuelto la última vez, pero en estos momentos sentía que debía elegir la opción más difícil: tenía que superar este trance. Tenía que hacer lo que había hecho la última vez: atiborrarme de pastillas, ver a Antonia dos veces por semana, ir a yoga, intentar correr, comer solo alimentos azules, puede que incluso pasar otra temporada en el hospital para mantenerme a salvo de mis impulsos suicidas. Podría hacer otra casita para pájaros. Siempre hay quien necesita una casita para pájaros. Me gustaría hacerme una camiseta con esa frase. Me sonó el móvil. Era Artie. Otra vez.
Podría pasar de hablar con él. ¿Para qué obligarme a un trago tan doloroso? Sin embargo —¿quizá porque me gustaba dejarlo todo bien atado?— contesté.
—Necesito verte —dijo.
—Sí, eso pensaba.
—No quiero hablarlo por teléfono. —Parecía sumamente incómodo—. Necesito verte.
Me rendí por completo. Mejor acabar con esto de una vez.
—¿Cuándo? ¿Ahora?
—Ahora me va bien. Estoy en el trabajo.
—De acuerdo. Tardo veinte minutos.