20

¿Sabes qué? Todavía no había tenido noticias de John Joseph y ya era casi mediodía. ¿Qué demonios le pasaba? ¿Acaso no quería que encontrara a Wayne?

Apagué la tele —en cierto modo, ver la tele de Wayne me hacía sentir como si estuviera abusando— y John Joseph respondió al tercer tono.

—Hola, Helen.

—¿John Joseph? ¿Birdie Salaman? Tenías que enviarme su número de teléfono.

—No lo tengo, cariño, lo siento. En realidad solo he coincidido con ella un par de veces. Yo estaba viviendo en El Cairo casi todo el tiempo que Wayne estuvo saliendo con ella. Nuestra relación nunca fue estrecha.

—¿Sabes dónde vive?

—Al norte. En Swords, Portmarnock, uno de esos lugares.

Oh, vamos, yo ni siquiera la conocía pero ya había encontrado una dirección.

—¿Tienes idea de dónde trabaja?

—No, lo siento.

—¿Cómo se gana la vida?

—Ni idea, cariño. Lo siento.

—Es una lástima —dije sin alterarme.

—Lo sé. Ahora he de dejarte. Voy a comer, por ahí viene mi queso cottage. No obstante, cualquier cosa que pueda hacer por ti, sea la hora que sea...

Colgué pensando:

A) No me llames cariño.

B) No me tomes por imbécil.

C) No me llames cariño.

Ah, y D) No me llames cariño.

Estaba claro que John Joseph no quería que hablara con Birdie Salaman, lo cual era una pena porque hasta ese momento me había caído bien. Sospechaba que estaba... ¿qué, exactamente? Lo ignoraba. Los engranajes de mi cerebro no estaban girando a la velocidad debida. Solo sabía que no debía remarcárselo, todavía no. Mejor dejar pasar un tiempo. Ver si Birdie se ponía en contacto conmigo. ¿Y si no lo hacía? Bueno, sabía dónde vivía. Podría coger el coche e ir y acosarla en la comodidad de su propio hogar.

Durante mi conversación del todo inservible con John Joseph me había perdido una llamada de Artie, así que le telefoneé.

—Soy yo —dije.

—¿Estás bien, cariño?

—¿Por qué lo dices? —¿Había reparado en lo rara que me estaba volviendo?

—Por el piso. Te encantaba. El hecho de haberlo perdido... Deberíamos hablar de ello.

—Claro, uno de estos días —me apresuré a contestar. Bajo ningún concepto deseaba una conversación que pudiera sacar a relucir la opción de que me fuera a vivir con Artie. No quería que se nos pasara siquiera por la cabeza. Había demasiados cambios en marcha, demasiadas situaciones extrañas, y quería aferrarme a las cosas buenas sin correr el riesgo de romperlas—. ¿Puedes creer que tengo un caso? —dije animadamente.

Sabía que Artie no estaría de acuerdo con el cambio de tema, pero se sentiría como un maleducado si no celebraba conmigo que me hubiera salido un trabajo; había visto lo difíciles que habían sido las cosas para mí.

—Eso me decías. Es genial. ¿Cómo ocurrió?

—Anoche, cuando me marché de tu casa, recibí una llamada. —En cierto modo fue así como empezó—. El caso de una desaparición. De hecho, tengo mucho que hacer. Debo dejarte. Hablamos más tarde... Esto, recibe un cordial saludo.

—... Y tú mi más sincero afecto. —Soltó una risita y colgó.

Contemplé el teléfono mientras cavilaba sobre lo imprevisible que era la vida: Artie Devlin era mi novio. Lo era desde hacía —como bien había señalado Bella— casi seis meses.

Qué extraño que nuestros caminos hubieran vuelto a cruzarse. Después de que Artie me devolviera el escalpelo y yo tomara la decisión de hacerlo mío, conocí a Jay Parker en aquella fiesta a la que ninguno de los dos hubiera debido acudir, y fue tal la impresión que me produjo que me olvidé por completo de Artie. Incluso después de romper con Jay seguí sin pensar en él.

Entonces, dos semanas antes de Navidad se montó una feria benéfica en el vestíbulo de la parroquia de mi barrio. Adoro las ferias benéficas, las adoro. A la gente le sorprende que a una persona avinagrada como yo le guste semejante despliegue de aficionados —los toscos bizcochos y los mitones de lana áspera que una vez examinados de cerca resulta que solo entran en la mano izquierda—, pero cuanto más cutres eran las ferias benéficas más encanto les veía. Además, pelada como estaba, poseían el atractivo adicional de que todo costaba tan poco que podía permitirme comprar lo que quisiera, lo que me hacía sentir rica y arrogante, como un oligarca ruso.

Fuera, en el aparcamiento de la iglesia, los árboles navideños se vendían como rosquillas. Los pocos hombres sanos del comité parroquial los envolvían con tela metálica y los trasladaban a los maleteros. Dentro del vestíbulo el ambiente era ligeramente festivo. Sonaba música navideña y yo me paseaba por los puestos. Compré un bizcochito de chocolate casero y me detuve a inspeccionar los premios de la tómbola; por Dios que eran irrisorios: una botella de refresco de cebada, un rollo de celo, veinte Marlboro Lights. No obstante —todo por una buena causa, todo por una buena causa—, compré una ristra de números.

En el puesto de las mermeladas y los chutneys interrogué a la mujer sobre la diferencia entre ambas cosas, pero dada su incapacidad para proporcionarme una respuesta satisfactoria, me marché —para su gran alivio— sin comprarle nada.

La mujer a cargo del puesto de punto estaba tricotando.

—Un pasamontañas para mi sobrina nieta —dijo tejiendo a toda velocidad con petulante orgullo. ¿Soy yo o es cierto que el chasquido de las agujas está entre los sonidos más siniestros que existen? Y las extrañas cosas que surgen de ellas, ¿se las pone alguien? El temor que me inspiraba la mujer me indujo a fingir que examinaba su colección de artículos con pinta de picar mucho, pero juro que podía notar cómo la piel se me ponía de gallina.

—¿Qué es esto? —pregunté con desconcierto sobre algo que parecía un collarín peludo.

—Una braga —dijo enojada—. Una braga muy mona tejida a mano. Pruébatela, te mantendrá el cuello calentito.

Tenía que largarme de allí sin demora.

—Creo que acaba de saltarse un punto en el pasamontañas de su sobrina nieta —dije, y aproveché el pánico que siguió para trasladarme a la siguiente mesa, un puesto abarrotado de libros de bolsillo amarillentos.

—Cinco por un euro —me ladró la puestera—. Doce por dos euros.

—Leo poco —dije.

—Yo también, pero podrías utilizarlos para encender la chimenea. Veinte por tres euros. Se avecina un invierno crudo. Cincuenta por cinco euros. Puedes llevarte la mesa entera por diez.

Habiéndome dejado lo mejor para el final, me dirigí a mi puesto favorito: las baratijas.

Tradicionalmente es un puesto lleno de auténticas porquerías: viejos adornos rotos, platos desportillados, una mano de mortero sin mortero, un patín solitario. No hay duda de que la mujer del comité parroquial que acaba recibiendo este puesto ha cometido alguna falta imperdonable durante el año. Es una auténtica humillación que te toque vigilar ese montón de chatarra.

No solo es imposible enorgullecerse de la mercancía sino que es un puesto solitario, una auténtica Siberia. La mayoría de los clientes se desvían bruscamente al llegar a él. Los gérmenes, el miedo patológico a los gérmenes. Lo que me recuerda otro artículo de mi Lista de Palazos: la gente que tiembla exageradamente y dice «AAAJJJJJ» ante la idea de que otro ser humano haya podido tocar algo. Era una afectación importada recientemente de Estados Unidos —sumamente irritante— y no estaba segura de lo que la gente intentaba demostrar con ella. ¿Que ellos eran más exigentes con la limpieza que tú? ¿Que tú eras más sucia que ellos?

El caso es que la raza humana ha sobrevivido mucho tiempo (demasiado tiempo en mi opinión, que salga The Rapture y lo diga) sin que los cazadores-recolectores de las cavernas portaran tubitos de desinfectante con olor a granada debajo del taparrabos.

Hurgué entre las baratijas y tuve un breve momento de emoción cuando vi un juego de salero y pimentero, con forma de camellos, que podría ser una posibilidad. Hasta que lo levanté y vi lo horrendo que era. Me apresuré a devolverlo a su lugar. La esperanza asomó y murió un instante después en los ojos de la puestera con suéter y chaqueta de punto.

En medio del mar de cachivaches vislumbré inopinadamente algo que quizá no fuera una completa porquería. Un cepillo de plata con un espejo a juego. Había algo triste y espeluznante en ellos, como si hubieran pertenecido a una niña del siglo XVIII que había muerto de fiebres palúdicas (tal vez la hubiera salvado un tubito de desinfectante con olor a granada), y quedarían muy bien en mi dormitorio algo triste y espeluznante. Me arrojé sobre ellos —ya eran míos— cuando, para mi sorpresa, alguien se me adelantó. Alguien de mano menuda y uñas pintadas de rosa chicle.

Una niña pequeña, bueno, no tan pequeña, de unos nueve años. Agarró el cepillo y el espejo y los apretó contra su pecho rosa.

—Los quería yo —dije, demasiado estupefacta para ceder. Sé que en este extraño mundo en el que vivimos los niños son los reyes. Hay que darles todo lo que piden. No debemos negarles nada. Ni siquiera debemos expresar nuestros anhelos o necesidades en su presencia. (¿Es ya una ley? Si no lo es, pronto lo será. Ya verás.)

—Le pertenecen por justicia —intervino la puestera. Probablemente era la máxima acción que había presenciado en toda la mañana.

¿Serviría de algo mencionar que yo no creía en la justicia? Estaba dispuesta a luchar por ellos.

—Oh. —La niña me miró a los ojos y, al parecer, le gustó lo que vio—. Quédatelos, por favor. —Me tendió el cepillo y el espejo y (¡sí!) los agarré.

—¡No! —exclamó la puestera. Estaba claro que me había cogido manía por haberle creado falsas esperazas con los camellos—. Pequeña, tú los agarraste primero. Yo lo vi. ¡Tú! —Me señaló con un dedo acusador—. Devuelve a la chiquilla lo que es suyo.

—No es mío —repuso la niña—. No sé si puedo pagarlos.

Créeme cielo, pensé, seguro que puedes pagarlos. La puestera estaría dispuesta a vendérselos a cualquier precio, por bajo que fuera, con tal de que no me los quedara yo.

La pequeña había sacado un monedero rosa.

—Estoy comprando regalos de Navidad a mi familia. Puedo gastarme cinco euros en cada uno.

—¿No es increíble? —exclamó la puestera—. ¡Justamente lo que cuestan el cepillo y el espejo!

—¿Cuál es su procedencia? —preguntó la pequeña como si estuviéramos en Sotheby’s.

—¿Procedencia? —preguntó la puestera—. ¿Qué quieres decir?

—¿De dónde han salido?

—De una caja de cartón junto con estos otros chismes. —La mujer abarcó con un gesto amargo de la mano su lastimosa mercancía—. ¿Cómo quieres que lo sepa? Yo quería estar en el puesto de punto.

Me pregunté qué había hecho para merecer este sino. ¿No alabar lo suficiente el sándwich Victoria hecho por la presidenta del comité? Guerras de tartas, una forma de combate particularmente salvaje. Criticarle la tarta a alguien es casi tan terrible como decirle que su bebé tiene cara de asesino en serie. No imaginas las fuerzas oscuras que son capaces de desatar.

La pequeña me miró con ojos límpidos.

—¿Darás a este cepillo y este espejo un buen hogar?

—Sí.

—Te creo. Se nota que tienes buen corazón.

—Vaya, muchas gracias. Es evidente que tú también.

—Bella Devlin. —Me tendió una manita educada y solté mis baratijas para poder estrechársela.

—Helen Walsh.

Pagué a la puestera sus cinco euros y esta me premió con un ceño amargo como el limón.

—Me alegro de que te lo quedes tú —dijo Bella—. Pensaba regalárselo a mi hermano, pero ahora veo que no era una buena idea. ¡Ah! —Divisó a alguien por encima de mi hombro y su rostro se iluminó—. Por ahí viene papá. Estaba comprando un árbol de Navidad.

Me di la vuelta y allí estaba. Artie Devlin, el policía que estaba para mojar pan. El Hombre Escalpelo.

—Papá —dijo Bella, impaciente por darle la buena noticia—, te presento a mi nueva amiga, Helen Walsh.

Oh, Dios mío. Levanté la vista para mirar a Artie. Artie bajó la vista para mirarme a mí.

—Ya nos conocemos —dijimos al mismo tiempo.

—¿En serio? ¿De qué? —Bella no podía creerlo.

—Temas de trabajo —respondí.

—¿Cuántos años tienes, entonces? —Por lo visto Bella pensaba que ella y yo teníamos aproximadamente la misma edad.

—Treinta y tres.

—¿De veras? Creía que tenías catorce, o puede que quince. No me di cuenta de que... —Se retiró a un pequeño recodo de su mente y cuando regresó se había adaptado a la nueva situación—. Tú tienes treinta y tres. Y él tiene —señaló a Artie con la cabeza— cuarenta y uno. Es perfecto, estáis dentro de la misma franja de edad. ¿Estás casada, Helen? ¿Tienes marido, hijos y todas esas cosas?

—No.

En la cabeza de Bella parecieron tener lugar otras elucubraciones. Finalmente su rostro se iluminó y dijo toda animada:

—¿Qué te parece si vamos a tu casa y vemos cómo quedan el cepillo y el espejo?

—Ya vale, Bella —se apresuró a reprenderla Artie, intentando llevársela—. Deja en paz a Helen.

—Está bien —dije—. Vamos a mi casa, aunque debo advertirte que vivo en un piso.

—¿Cuándo? —Artie parecía sorprendido—. ¿Qué? ¿Ahora?

—Ajá. Os invitaré a un vaso de Coca-Cola light del tiempo. —Oficialmente, estaba echando toda precaución por la borda—. Incluso puedo ofreceros bizcocho.

Bella insistió en ir en mi coche. Dijo que no cabía en el de Artie porque el árbol ocupaba demasiado espacio.

—Pero fue un truco —confesó en cuanto partimos—. Quería hablarte de él. Trabaja demasiado. Y no tiene novia. Le preocupa que nosotros, sus hijos, creemos un vínculo emocional con sus novias y que luego la relación se acabe. Por eso no tiene novias. Pero es muy simpático, sería un excelente novio para ti si estuvieras interesada. E intuyo que tú y yo tenemos muchas cosas en común.

—Eh... —Caray, ¿qué podía decir? Había salido de casa para comprar alguna que otra baratija y volvía con una familia entera.

—La ruptura con mamá fue amistosa, si eso es lo que te preocupa —continuó Bella—. Mamá tiene novio, un tío genial. Siempre estamos juntos. Es perfecto.

—¿Lo es?

—Bueno. —Bella suspiró y de repente habló como una adulta—. No es la situación ideal, pero hay que aceptar las cosas como vienen.

A Bella le volvió loca mi piso. Tras recorrer las habitaciones —lo que no le llevó mucho tiempo— declaró:

—Parece que se haya muerto alguien aquí, pero en el buen sentido. ¡Aquí es Halloween todo el año! No estoy insinuando que seas gótica. Tú eres mucho más sutil. Mamá estaría muy interesada en tu decoración, ¿verdad, papá? —Y volviéndose a mí, añadió—: Mamá es interiorista. Ahora te peinaremos con tu cepillo nuevo. Es increíble lo mucho que le va a este piso. Parecen hechos el uno para el otro.

Me sentó delante del espejo de mi tocador y procedió a peinarme. Si me paraba a pensarlo, la situación era un poco extraña, de modo que no me paré a pensarlo.

Artie estaba apoyado en la pared del dormitorio, mirando mi reflejo en silencio con sus ojos azules, azules. Nunca, ni antes ni después, he deseado tanto a un hombre.

El martirio duró un buen rato. Bella me acariciaba el pelo y Artie y yo nos sosteníamos la mirada a través del espejo, ardiendo de deseo.

De repente, Bella exclamó:

—¿Qué hora es? —Sacó su pequeño móvil rosa de su bolsito rosa y dijo—: ¡Papá, tienes que llevarme a casa de mamá! Hoy es su fiesta de Navidad. ¡Yo serviré los tuiles de époisse caseros! Intercambiemos nuestros números. Helen. Tú nos dices el tuyo y nosotros te enviamos el nuestro. —Mientras Artie tecleaba en su móvil, Bella me asió del brazo y, bajando la voz, dijo—: Este fin de semana a mis hermanos y a mí nos toca estar con mi madre. Papá estará libre como un pájaro. Libre. Como. Un. Pájaro. —Luego, elevando la voz—: Adiós, Helen, ha sido un placer conocerte. Sé que volveremos a vernos.

Tímidamente, Artie me dijo:

—Son unos veinte minutos hasta casa de su madre.

Lo que significaba que estaría de vuelta en cuarenta.

Lo hizo en treinta y uno.

—Bella me dijo que tenía que volver —declaró cuando le abrí la puerta y entró arrastrando el frío invierno con él—. He de reconocer que es una experiencia nueva que mi hija de nueve años me haga de chulo.

—Permíteme quitarte el abrigo —le dije—. Tengo previsto que te quedes un rato.

Prorrumpimos en una risa histérica y me di cuenta de que él estaba tan nervioso como yo.

Se sacudió el abrigo, una prenda oscura y pesada, y le ayudé a quitárselo. Era la primera vez que le tocaba.

—Tengo un perchero —anuncié con orgullo—. Circular.

Los percheros me parecían artículos muy civilizados. Se lo había comprado a un difunto de Glasthule, bueno, a su familia, en la venta de una herencia. Pero el peso del abrigo de Artie lo derribó. Con cara de pasmarotes, lo vimos caer al suelo.

—¿Qué te parece —propuso Artie— si decidimos no interpretarlo como un mal presagio?

—Vale.

—Puedes dejar el abrigo en el sofá, si quieres —dijo.

—¿Qué piensas de mi piso? —le pregunté—. No estoy simplemente dándote conversación —añadí—, pese a lo violenta que es esta situación.

Porque si no le gustaba mi piso, lo nuestro no podía salir bien.

Artie se paseó en silencio por la sala de estar, la cocina y el dormitorio, tomando nota de todos los detalles, y finalmente dijo:

—Imagino que no es del gusto de todo el mundo. Pero —añadió con un brillo en los ojos que produjo una descarga de sensaciones en mis partes— tampoco lo eres tú.

Respuesta correcta.

Ya estaba bien de coqueteo o de calentamiento o como quieras llamarlo. No soportaba más tanta espera.

—Me preocupa mi cama —dije.

—Oh. —Artie enarcó una ceja. Otra descarga de sensaciones en mis partes.

—Es muy pequeña —dije—. ¿Y si no cabes?

—Eh...

—Solamente hay una manera de averiguarlo. Ropas fuera.

Artie ya estaba quitándose la camisa.

Dios, qué bello era. Grande, fuerte, sexy. Lo tendí sobre mi cama, descendí sobre él pero en cuestión de segundos lo tenía arqueando la cadera hacia arriba y contrayendo el rostro. Demasiado rápido.

—Lo siento —dijo atrayéndome hacia sí y escondiendo la cara en mi cuello—. Hacía mucho tiempo.

—Tranquilo —dije—. También para mí.

Al poco rato lo hicimos de nuevo, estaba vez como es debido. Nos quedamos jadeando en silencio, agotados, mientras fuera el cielo invernal, cargado de nieve contenida, oscurecía.

Finalmente, dije:

—Adelante.

—¿Qué?

—Ahora viene la parte en que dices: «¿Qué pasará ahora?».

—¿Qué pasará ahora?

—No —repliqué—. No pienso tener esta conversación. No sé qué pasará ahora. No soy adivina. Ni tú ni yo lo sabemos. Soy consciente de que tu situación no es la más idónea. Sé que tienes que pensar en tus hijos. Sé que no tenemos garantía de nada. Si pensáramos en todas las cosas que podrían irnos mal en la vida, no saldríamos de casa. De hecho, no saldríamos del útero de nuestra madre.

—Eres muy sabia. —Se detuvo—. O muy algo.

—No sé lo que soy, pero me gustas. Y le caigo bien a tu hija. Y hemos de vivir la vida y aceptar los riesgos que conlleva.

—El bienestar de mis hijos es muy importante para mí.

—Lo sé.

—Y mi ex esposa es... una mujer que impone.

—Yo también puedo imponer si me lo propongo.

—No me gustaría ponerte en una situación... incómoda.

—¡Por Dios! —exclamé indignada—. Me estás subestimando. Y mucho.

De modo que el tema de la esposa quedó zanjado. La hija de nueve años era una aliada sólida como una roca y seguro que al hijo de trece años también le caería bien. La única que podría dar problemas era Iona, la hija de quince. Todo iría bien, seguro.

Helen no puede dormir
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