38

Las carreteras estaban casi vacías —lo cual solo hizo que aumentara mi sospecha de que todo el mundo estaba en una barbacoa preceptiva— y llegué al MusicDrome en quince minutos.

Como la última vez, el recinto se hallaba a oscuras con excepción del escenario, que rebosaba de luz. La gente corría de aquí para allá, resuelta y nerviosa. Mucha actividad de tablilla. No podía ver a los muchachos pero percibía que algo ocurría. Subí al escenario y sorteé a coreógrafos, personal de vestuario y montadores con coleta hasta el epicentro de toda esa energía. En un claro estaban John Joseph, Roger y Frankie con las piernas desnudas y blancuzcas (salvo Frankie, que las tenía, cómo no, naranjas) y el torso cubierto con una malla de plumas blancas. Tenían una pinta lamentable y ridícula, como bebés gigantes. Hasta Roger, el flexible, estaba teniendo dificultades para tolerar la humillante situación.

Cuando me acerqué advertí que cada malla de plumas llevaba enganchado un arnés metálico. Dos cables de acero salían de la espalda y se perdían en la oscuridad infinita del techo del escenario. Seguí el interminable ascenso de los cables con la vista. Tuve que doblar tanto el cuello que casi me caigo hacia atrás. Cuando me enderecé alguien gritó:

—¡Por ahí vienen las piernas!

Un pequeño ejército llegó con tres pantalones de plumas y ayudó a los chicos a ponérselos.

—Tengo un problema con las plumas —estaba diciendo Frankie a la encargada de vestuario—. Me inspiran un miedo irracional.

—¿Qué quieres que te haga una pluma? —La encargada de vestuario hablaba con calma y dulzura.

—Es un miedo irracional. —La voz de Frankie era aguda y estridente—. ¡Los miedos irracionales son eso! ¡Irracionales!

Jay Parker se había materializado a mi lado. Podía percibir su tensión.

—¿Dónde está Wayne? —me preguntó.

—Estoy trabajando en ello. Necesito hacerles una pregunta a los chicos.

—Dales unos minutos. Es la primera vez que prueban los trajes de cisne. Si acaso...

Zeezah había aparecido en el escenario como por arte de magia, con unos tejanos amarillos endiabladamente ceñidos —¿quién lleva tejanos amarillos?—, y estaba paseándose de un lado a otro, agitando su larga melena, frunciendo sus labios carnosos y ajustando los pantalones de cisne de los muchachos. Deslizó suavemente las manos por las piernas de John Joseph para alisarle las plumas con gesto casi maternal. Acto seguido, se acercó a Roger St. Leger y, ante mi incrédula mirada, le cubrió la entrepierna con la mano y le dio un pequeño apretón, tan fugaz y osado que me pregunté si había ocurrido de verdad. Atónita, observé el rostro de Jay y de las demás personas que había cerca pero ninguna mostraba el pasmo —la conmoción, incluso— que sentía yo. Nadie lo había visto.

¿Lo había imaginado? ¿Estaba empezando a ver cosas que no eran reales?

Zeezah había pasado a Frankie, quien le estaba contando, todo nervioso, que tenía fobia a las plumas.

—Has de ser fuerte —le dijo Zeezah ajustándole la cinturilla un milímetro o dos—. Tienes que comportarte como un héroe.

Finalizadas sus atenciones, retrocedió y tropezamos con la cruda realidad: más que cisnes, los Laddz parecían muñecos de nieve. Su aspecto había sido ridículo y patético con las piernas desnudas, pero ahora era todavía peor.

—Dios Todopoderoso. —Jay tragó saliva—. No imaginas lo que han costado esos condenados trajes. —Enderezó los hombros y llamó a la encargada de vestuario—. Lottie, ponles las alas. —A mí me susurró—: Quedarán mucho mejor con las alas.

En el escenario se materializaron unas alas gigantes y Lottie y sus ayudantes procedieron a sujetarlas a la espalda de John Joseph, Roger y Frankie.

Un cuarto juego de alas descansaba en un rincón. Esperando a Wayne, comprendí. Más me valía encontrarle. O no. ¿No sería mejor protegerlo de todo esto?

El insistente pensamiento empezó de nuevo: debería dejar en paz a Wayne. Su desaparición no tenía ningún misterio, simplemente no quería seguir siendo parte de Laddz, y la verdad es que no se lo reprochaba. Así y todo, ahuyenté el pensamiento, no me permitiría tenerlo. Porque si no estuviera buscando a Wayne, podría enloquecer.

—Hoy terminaremos a las cinco —me informó Jay—. John Joseph va a dar una barbacoa. Dice que la gente necesita un descanso y una cerveza, saltarse la prohibición de los carbohidratos. Quiere que vayas. Dice que será una buena oportunidad para hablar de Wayne con Roger y Frankie.

—¿Cómo sabe que irán? —Roger St. Leger me parecía la clase de hombre que destinaría su preciado descanso a disfrutar de una autoasfixia erótica en una mazmorra forrada de esposas, no a comer alitas de pollo semicrudas y hablar de segadoras.

—John Joseph dice que tienen que ir —respondió Jay—. Dice que con el concierto a la vuelta de la esquina hemos de «contener la energía».

—De modo que John Joseph les da unas horas libres pero todos tienen que asistir a su barbacoa. Un poco déspota, ¿no te parece?

—Está intentando que la cosa no se desmadre —replicó Jay—. Ya tenemos un hombre menos.

—Hum.

No podía decidir si John Joseph era un déspota o si estaba metido en un asunto turbio. Se había mostrado tan pasivo-agresivo a la hora de darme —o mejor dicho, no darme— el teléfono de Birdie Salaman. Y había reaccionado de forma tan extraña cuando le pregunté por Gloria. Al igual que Zeezah. ¿De qué iba la historia?

—Esta noche salen en la tele —me explicó Jay.

—¿Quiénes? ¿Los Laddz?

—En Saturday Night In.

Saturday Night In era un programa de entrevistas muy popular. Digo «muy popular» porque, si bien yo no lo vería aunque me amenazaran con un garrote, parecía gustar a una elevada proporción del público irlandés Lo presentaba Maurice McNice (Maurice McNice era su nombre auténtico), un carcamal que llevaba tanto tiempo al frente de Saturday Night In que Paddy Power ofrecía apuestas a que un día caería redondo y estiraría la pata en directo. En mi opinión, esa era la única razón de que la gente todavía viera el programa.

—De modo que si pudieras encontrar a Wayne antes de las nueve de esta noche, te lo agradecería —continuó Jay.

—No te hagas demasiadas ilusiones —dije.

Me sonó un mensaje en el móvil. Era de mi hermana Claire:

Pelu aplzda. Pdazo d cpullos vgos e intiles! Ncsito k compres 2 pollos pr brbcoa.

Y un cuerno. Que lo compre ella. Yo estaba ocupada. Eso sí, no podía por menos que admirar su poca vergüenza.

—¿Puedo preguntarte algo? —dije a Jay—. ¿Existe una ley por la que toda Irlanda está obligada a asistir hoy a una barbacoa?

—Ja, ja —respondió cansinamente.

¿Qué significaba eso? ¿Un ja, ja sí o un ja, ja no?

Un hombre pertrechado de walkie-talkies y con aire de autoridad se acercó raudamente a nosotros. Jay me lo presentó como Harvey, el director de escena.

—Los arneses ya están sujetos al sistema de poleas —informó a Jay—. ¿Hacemos la prueba?

—¿Por qué no?

Harvey dirigió un gesto de cabeza a un hombre instalado frente a una larga mesa con teclados y pantallas de ordenador.

—Adelante, Clive. —Se volvió hacia los tres Laddz—: Bien, chicos, ¿estáis listos?

—Lo estamos —dijo John Joseph. Roger y Frankie no contestaron.

—Despejad la zona —bramó Harvey, y las hordas que plagaban el escenario se dispersaron, dejando a John Joseph, Roger y Frankie solos, pequeños y vulnerables.

—Preparaos —dijo Harvey—. ¡Bien! ¡Arriba!

El trío procedió a elevarse del suelo dando bandazos. Un metro, dos metros, tres, cuatro. Cada vez más arriba. Los trabajadores prorrumpieron en vítores y aplausos.

—¡Aletead! —gritó Jay—. ¡Aletead!

—Esto no me gusta nada. —Frankie estaba muy rojo y nervioso.

—Eres un fenómeno —le dijo Jay.

—¡No lo soy!

Seguían subiendo. Metiéndose en el papel, John Joseph abrió los brazos y estiró los dedos con elegancia. Frankie, en cambio, estaba muerto de miedo y Roger charlaba por el móvil.

—Bien, detenlos ahí —ordenó Jay cuando estuvieron a unos seis o siete metros del suelo. Los chicos quedaron suspendidos en el aire, con sus gruesas piernas de plumas y sus alas gigantes, ofreciendo un aspecto ridículo y siniestro, como uno de esos montajes de arte moderno en los que te plantas delante y dices: «No sé mucho de arte, pero esto es un auténtico bodrio».

—¡Tengo vértigo! —estaba aullando Frankie.

—Eres un fenómeno —insistió Jay—. Solo tienes que acostumbrarte. Prueba a cantar, puede que eso te abstraiga.

—¡Tengo vértigo! ¡Me asustan las plumas! ¡Bajadme de aquí! ¡Quitadme de encima esta cosa!

—¡Eres un fenómeno! —le gritaron varias personas—. Frankie, eres un fenómeno. Aguanta, Frankie, eres un fenómeno.

—¡Bajadme!

—Bajadle —dijo Zeezah.

En cuanto abrió la boca, la atmósfera en el recinto cambió de golpe y la gente corrió a obedecer su orden. Fue impresionante ver el poder que tenía. Intenté analizarlo, deducir de dónde provenía, y llegué a la conclusión de que era su trasero. Hipnotizaba. Era tan redondo y perfecto que hechizaba a la gente. Zeezah podría controlar el mundo desde ese trasero.

—Bájale —dijo Jay a Harley.

—Bájale —dijo Harvey a Clive, el informático.

—Estoy en ello. —Clive hacía clic y tecleaba pero nada ocurría. Los tres muchachos seguían en el aire.

—Baja a Frankie —insistió Harvey.

—No puedo. Hay un problema con la polea. El programa no responde. Frankie está atrapado ahí arriba.

—¡Señor! —exclamó Jay—. ¿Y los otros dos?

—Veamos. —Clive accionó su ratón y John Joseph y Roger empezaron a bajar con suavidad.

—¿Qué ocurre? —chilló Frankie—. ¡No podéis dejarme aquí! ¡Tengo problemas de abandono!

—Tranquilízate —le dijo Jay—. Lo estamos solucionando.

—No puedo tranquilizarme. No puedo tranquilizarme. Necesito un Xanax. ¿Alguien tiene un Xanax?

—He de reiniciar el programa de Frankie —dijo Clive tecleando y haciendo clic como un loco-... Tardará un rato.

—¡Necesito un Xanax!

John Joseph había regresado a la Tierra.

—¡Sacadme el puto arnés! —ordenó, y un aterrorizado enjambre de montadores velludos trotó hasta él para obedecer—. Esto es ridículo —dijo con una furia contenida—. Todo este puto montaje es una farsa.

Estaba transmitiendo su ira con la mandíbula cerrada, lo cual anatómicamente no era nada fácil. Resultaba muy, muy efectivo, mucho más aterrador que una rabieta. Dirigió la fuerza de su rabia primero a Jay, luego a Harvey y, por último, a Informático Clive. Eran unos ineptos, unos vagos, unos aficionados de pacotilla y estaban poniendo vidas en peligro. Lanzaba acusaciones como si fueran cuchillos. Entretanto, Frankie seguía arriba, gimoteando:

—Por lo que más queráis, ayudadme. ¡Necesito un Xanax!

Era tal la ira de John Joseph que Frankie corría el peligro de que se olvidaran de él.

—Roger. —Señorita Zeezah Marimandona se acercó con paso firme a Roger, quien también había aterrizado y otros montadores lo estaban liberando de su arnés—. Dame un Xanax para Frankie.

—¿De dónde quieres que saque un Xanax? —¡Será sinvergüenza!

Zeezah chasqueó los dedos. ¡Los chasqueó de verdad! Creo que nunca había visto a nadie hacer eso en la vida real. Y el dócil de Roger trotó hasta su chaqueta, que descansaba en un rincón del escenario, sacó una cartera, hurgó en ella y plantó una pastillita blanca en la palma de Zeezah.

—Gracias —dijo educadamente Zeezah, cerrando su manita—. Tengo un Xanax para ti —gritó a Frankie.

—¿Cómo vamos a dárselo? —preguntó alguien.

—Alguien tendrá que subir —contestó Harvey.

—Yo lo haré —dijo Zeezah. Ya estaba poniéndose un arnés. Estaba haciendo gala de una serenidad y una eficiencia encomiables. Valentía, incluso. John Joseph era muy afortunado de tenerla, pese a los tejanos amarillos.

La vi ascender lentamente hasta Frankie y tenderle la pastilla. Pero en lugar de bajar se quedó con él, hablándole bajito para intentar tranquilizarle. Buen trabajo. Una mujer admirable.

John Joseph detuvo bruscamente sus gritos y se alejó a grandes zancadas para sentarse en la primera fila de la sala. Fue solo, pero lo siguió toda la energía. Claramente aterrorizado, el equipo lanzaba miradas nerviosas en su dirección mientras esperaba a que se le pasara el enfado y las cosas volvieran a la normalidad.

Arriba, el Xanax estaba empezando a hacer su efecto, pues los gritos de Frankie habían amainado y la cabeza le colgaba ahora hacia un lado. Otro montaje de arte moderno. Este podría titularse «Linchamiento». Tuve un escalofrío.

Jay Parker seguía a mi lado. Percibía una disminución de su energía vital. En otras palabras, parecía muy deprimido.

—¿Puedo interrogar ya a John Joseph y a Roger? —le pregunté.

Se volvió hacia la oscuridad de la platea. No podías ver a John Joseph, pero podías sentirlo.

—Buena suerte —dijo—. Por cierto, aquí tienes más dinero. Otros doscientos euros. —Me tendió un fajo de billetes.

—No me gusta hacerlo así, Parker —protesté—, en pequeñas cantidades. Dámelo todo de golpe. Ve al banco y sácalo.

—Lo haré el lunes, si puedo, pero te advierto que voy justo de tiempo...

Me tapé los oídos.

—¡LALALALALALAAAA! No puedo oírte lloriquear. Bien, me voy a hablar con John Joseph.

Bajé del escenario y entré en su formidable campo magnético.

«No temo a John Joseph Hartley.»

Estaba tecleando vehementemente algo en su portátil. Cuando me acerqué levantó la vista y dijo cortésmente:

—Helen, cariño.

Esperé a estar justo a su lado para lanzarle la pregunta.

—¿Tiene Wayne un amigo llamado Digby?

Lo observé detenidamente, atenta a cualquier pista, un temblor en los párpados, una contracción en las pupilas, lo que fuera. Estaba buscando la misma reacción que cuando le pregunté por Gloria.

Negó con la cabeza. Nada. Ni miradas furtivas. Ni tics involuntarios. Estaba en su elemento.

—¿Nunca le has oído hablar de un hombre llamado Digby? ¿Estás seguro?

—Absolutamente.

—Está bien. —Le creí.

Me acerqué a Roger, a quien Lottie, la encargada de vestuario, estaba ajustando el traje de cisne. Se encontraba de rodillas, con la boca llena de alfileres, mientras Roger le acariciaba el seno izquierdo con una pluma descarriada.

—¡Estate quieto! —Los alfileres salieron disparados de la boca de Lottie—. Y dame esa pluma. Tengo que pegártela.

—Roger —dije—, ¿podemos hablar un momento?

—¡Naturalmente! —Señaló el costado del escenario—. Vayamos a esas sombras. —Agitó la pluma en el aire con gesto teatral.

De sombras nada. Necesitaba verle la cara.

—Mejor aquí —dije colocándolo debajo de un foco—. Roger, ¿has oído alguna vez a Wayne mencionar a un tal Digby?

—No. —Me acarició la cara con la pluma.

—¿Puedes parar de hacer eso?

—No —respondió—. Como ya te habrán contado, estoy sexualmente fuera de control.

—¿Digby? —repetí.

—Nunca he oído hablar de él, de lo contrario te lo diría. ¿Todavía no hay señales de Wayne?

—No.

De pronto perdió su aire chulesco y en su frente asomaron gotas de sudor.

—Hay que encontrarle como sea. Ya has visto el chiste en que se está convirtiendo esto. Sin Wayne estamos jodidos.

—Hago lo que puedo. Me estaba preguntando... —No sabía muy bien adónde iba a llevarme esto.

—¿Qué?

—Me estaba preguntando si John Joseph tiene algo que esconder.

—¿Algo que esconder? —Roger me miró como si fuera idiota—. Naturalmente. John Joseph tiene mucho que esconder.

—¿De veras? ¿Como qué?

—Lo que quiero decir es que todo el mundo tiene algo que esconder.

—¿Qué no me estás contando?

—Nada. Créeme, no hay nada que no te esté contando. Quiero que encuentres a Wayne.

Suspiré.

—De acuerdo. Llámame si se te ocurre algo.

—Quizá te llame de todos modos —dijo en un tono insinuante.

—Déjalo, ¿quieres?

—No puedo —replicó casi con orgullo—. Sexualmente fuera de control.

Me di la vuelta y regresé junto a Jay.

—Ya que estoy aquí, aprovecharé para preguntártelo a ti también. ¿Sabes si Wayne tiene un amigo llamado Digby?

—No, pero como ya dije, no conozco demasiado a Wayne. ¿Qué te ha contado Roger?

—No estoy insinuando que Roger St. Leger sea un asesino en serie —dije pensativamente—, porque no lo es, pero tiene el mismo perfil.

El rostro de Jay se iluminó.

—Sé a qué te refieres. Es la clase de tío que estaría en el corredor de la muerte y tendría a un montón de mujeres enamoradas de él...

—¡Exacto! Enviándole fotos personales picantes...

—... y escribiendo al gobernador para pedirle que le conmutara la pena. ¡Eh, ahí está Frankie!

Finalmente estaban bajando al pobre Frankie mientras Zeezah descendía lentamente a su lado. La gente corrió a retirarle el arnés, pero Frankie estaba tan, tan relajado que no podía mantenerse en pie. Un Xanax sin duda superpotente, el que le había dado Roger.

—Pensaba que era el fin —farfulló Frankie, tendiéndose en el suelo—. Cada spray de bronceador que ha estado en mi poder pasó frente a mis ojos.

—Frankie. —Me arrodillé a su lado—. Abre los ojos. ¿Tiene Wayne un amigo llamado Digby? ¿Le has oído hablar alguna vez de un tal Digby?

—No —contestó débilmente.

—¿Y tú, Zeezah? ¿Alguna vez oíste a Wayne mencionar a alguien llamado Digby?

—No —aseguró Zeezah, mirándome directamente a los ojos con una expresión pura y sincera. Muy diferente de cuando le pregunté por Gloria. Entonces la noté nerviosa, ahora la creía.

Creía a todos. Wayne no tenía un amigo llamado Digby. Digby no había formado parte de la vida de Wayne antes de que este le llamara el jueves por la mañana, a las doce menos un minuto. Por lo tanto, Digby tenía que ser el hombre calvo, corpulento y cincuentón que se llevó a Wayne en coche.

Asunto aclarado.

¿Y ahora qué?

Helen no puede dormir
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