22

¿Y ahora qué? Eran las tres menos diez. Digby, el taxista potencial —la última persona que había telefoneado a Wayne al fijo— no me había devuelto la llamada para obtener su «recompensa» y tenía el presentimiento de que no iba a hacerlo. Me había parecido, por la voz, que era un tipo listo y hastiado. Sea como fuere, decidí llamarle y esta vez tuve la brillante idea de hacerlo desde el teléfono fijo de Wayne; a lo mejor pensaba que era Wayne quien le llamaba y contestaba. Pero volvió a saltar el buzón de voz, por lo que me apresuré a reunir toda mi energía para dejar un mensaje simpático.

—Digby, jajajaja, soy Helen, la amiga de Wayne. Oye, danos un toque. Ya tienes mi número, pero por si las moscas, te lo repito. —Me obligué a soltar alguna carcajada más, colgué y me concentré en Birdie Salaman, otra persona que no me había devuelto la llamada.

En este trabajo no conviene ser susceptible. No puedes tomarte las cosas como algo personal. Puede que Birdie estuviera de vacaciones, o enferma, aunque tenía la sensación de que me estaba evitando. Lo mejor sería ir a verla, pero me daba palo hacer todo el viaje hasta Skerries y no encontrarla en casa. A lo mejor era una de las pocas personas que todavía tenían empleo en este país.

Así que la busqué en Google. Su nombre produjo páginas y páginas de entradas relacionadas con santuarios de pájaros y salamandras, pero seguí pasando páginas hasta que, de repente, ¡ahí estaba! Enterrada bajo cientos de artículos había una mención de una línea sobre una Birdie Salaman en una pequeña y conocida publicación periódica llamada Paper Bags Today.

Tenía que ser ella.

Por lo visto había declarado: «El impuesto sobre las bolsas de plástico ha tenido un impacto muy positivo en nuestra industria». Leí la frase con interés y no poco placer. ¿Puedes creer que las bolsas de papel constituyan un sector en expansión? Una historia alentadora en estos tiempos de recesión. Difícil para quienes fabrican bolsas de plástico, sin embargo. Según el artículo, Birdie era jefa de ventas de una empresa llamada Brown Bags Please con sede en Irishtown, un barrio que me quedaba convenientemente cerca.

Antes de subirme al coche para ir a darle la lata telefoneé para asegurarme de que estaba allí. Respondió una mujer y no me soltó el típico rollo recepcionista, simplemente dijo:

—Brown Bags Please. —Y ni se molestó en vocalizar el «Please». Omitió la última sílaba, como si le molestara tener que decirla, lo que me hizo pensar que BBP era un negocio pequeño.

—¿Puedo hablar con Birdie?

—¿De qué?

—De bolsas de papel.

—La paso.

Tras varios murmullos y clics, la mujer regresó a mí.

—No la encuentro, pero sé que anda por aquí. Puede que haya salido a comprar patatas fritas, estuvo hablando antes de ellas. ¿Desea dejar un mensaje? Tendría que buscar un bolígrafo.

—No, gracias. Llamaré más tarde.

En realidad, no llamaría. Iría allí en persona.

Estaba subiendo al coche cuando me sonó el móvil. Harry, el criminal. O, más concretamente, uno de sus «socios».

—Harry tiene libres los próximos veinte minutos.

¡Veinte minutos!

—Caray, ¿no podrías convertirlo en media hora? Con el tráfico de los viernes y...

—Veinte minutos. Esta noche tiene una pelea de gallos benéfica...

—Ya, y tiene que broncearse con el atomizador, lo sé.

—Oye, cuidadito...

—¿En su despacho de siempre?

—Sí.

Harry tenía su centro de operaciones en Corky’s, una sala de billares dejada de la mano de Dios, próxima a la calle Gardiner. Aunque no tuvieras tendencias suicidas, cinco segundos bajo esos tóxicos fluorescentes naranjas te quitarían las ganas de vivir. Como de costumbre, Harry estaba al fondo, cabizbajo, con los hombros caídos y los codos sobre la mesa de formica. Un hombre de aspecto tan corriente —menudo y anodino, con un hirsuto bigote de color rojizo haciendo equilibrios sobre el labio superior— que me costaba creer que pudiera ser tan transgresor.

Nos saludamos con un gesto de cabeza y me deslicé en el banco de enfrente buscando un lugar que no tuviera toda la espuma arrancada. Pese a los años transcurridos, la mordedura en el trasero todavía puede darme guerra si elijo un mal ángulo.

—¿Te apetece beber algo, Helen?

No era una invitación a animar el ambiente. Harry siempre bebía leche. Y dada mi tendencia a llevar la contraria, yo siempre pedía algo que sabía que al camarero de Corky’s no le sonaba lo más mínimo: un Saltamontes, un Sambuca, un B52.

—Gracias, Harry, tomaré un Destornillador.

Hizo señales al camarero y a renglón seguido me clavó su mirada engañosamente afable.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Estoy buscando a alguien. Wayne Diffney.

Su cara se mantuvo imperturbable.

—¿No tocaba con Laddz? ¿El grupo pop? ¿Era el del pelo?

Tras los ojos de Harry se encendió una lucecita.

—Sí, el del pelo, ahora caigo. Pobre infeliz.

Alguien depositó algo en la mesa, delante de mí, con un ruido metálico. No me atreví a bajar la vista, temiendo que fuera un instrumento de tortura, pero cuando al fin miré vi que era un destornillador. Un destornillador de verdad.

—Bebe —dijo Harry con la mirada chispeante.

—Genial, gracias, salud. —Me había hartado de ese juego. La próxima vez pediría una Coca-Cola light.

Percibía en Harry algo diferente... Las otras veces que había trabajado con él jamás le había tenido miedo. Básicamente porque nunca tenía miedo de nada. No creía en el miedo, creía que era algo inventado por los hombres para hacerse con todo el dinero y con los trabajos buenos. Pero Harry parecía cambiado, más duro. Quizá porque su esposa le había dejado y se había largado a Marbella con un hombre más joven para abrir un bar temático dedicado a U2. O a lo mejor no era Harry el que había cambiado, sino yo.

—¿Qué pasa con Wayne, el del pelo? —me instó.

—Ha desaparecido. Probablemente ayer por la mañana. Me preguntaba si tú o tus... colegas sabíais algo. Este es el aspecto que tiene actualmente. —Deslicé por la mesa el retrato de Wayne calvo que había manipulado con Photoshop.

Harry lo observó con detenimiento, pero fui incapaz de adivinar si había visto últimamente a Wayne.

—¿En qué andaba metido? —preguntó.

—En nada, que yo haya averiguado. Pero nunca se sabe.

—Preguntaré por ahí. Pero el juego ha cambiado. Mucho tío que trabaja por su cuenta. Extranjeros.

Sabía de lo que hablaba. Ex soviéticos, ex militares. Los había que se habían metido en el campo de la investigación privada y eran unos completos inútiles, peor aún que los ex polis, que ya es decir. Esos chavales pasaban una noche en un calabozo moscovita por borrachos y de repente se creían Vin Diesel, el más duro entre los duros. Vivían en un mundo de fantasía y pertenecían a esa clase de imbéciles que aparecían en su foto de Facebook blandiendo una pistola de juguete al lado de un helicóptero pésimamente photoshopeado.

—Me interesa una mujer llamada Gloria —dije.

—¿Gloria qué?

—Solo conozco su nombre de pila, pero presiento que si la encuentro a ella encontraré a Wayne.

—¿Quién te metió en esto?

—Jay Parker, el agente de Laddz.

—Repite.

—Jay Parker.

Harry martilleó el vaso de leche de una manera que me hizo soltar:

—¿Qué sabes de Jay Parker?

—¿Yo, Helen? ¿Por qué debería saber algo? —repuso con calma—. Deja el asunto en mis manos. Tengo tu número.

—Gracias.

—¿Estaremos en paces, entonces? ¿No tendré que volver a verte?

—No lo sé, Harry. Tal vez algún día necesites mi ayuda.

Me miró fríamente.

—Eh... —balbuceé—. O tal vez no.

Helen no puede dormir
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