6
Siempre es una sorpresa cuando un famoso vive en una casa normal y corriente. Solo porque alguien haya salido en la tele ya espero que viva en un ático de cuero blanco. Como si fuera una ley.
La casa de Wayne Diffney estaba en Mercy Close, una discreta calle sin salida junto a la carretera de la costa de Sandymount. Solo tenía doce casas, dos hileras de seis que se miraban de frente, lo que abreviaría el trabajo de interrogar a los vecinos.
Si aceptaba el caso.
Pequeñas pero independientes, las casas descansaban detrás de muros bajos, cada una con un pequeño jardín. Abundaban las influencias del vague-deco: ventanas altas con marcos metálicos y tulipanes de vidrios de colores sobre la puerta de entrada.
Jay sacó la llave de su bolsillo y procedió a meterla en la cerradura, pero le obligué a llamar al timbre.
—Puede que Wayne haya vuelto —dije—. Un poco de respeto.
Después de llamar seis veces sin obtener respuesta, asentí con la cabeza.
—Adelante.
—Gracias.
Abrió la puerta y esperé a que la alarma sonara, pero no sonó.
—¿No hay alarma? —pregunté.
—Sí, pero no estaba conectada la última vez que vine.
De modo que Wayne se había marchado sin conectar la alarma. ¿Qué decía eso acerca de su estado de ánimo?
—¿Y no se te ocurrió ponerla cuando te fuiste?
—¿Por quién me has tomado? ¿Por un segurata?
Curiosamente, a mí me habría gustado conectar la alarma al salir esta mañana de mi amado piso por última vez. Quería protegerlo en la medida de lo posible, aunque nunca más pudiera estar ahí para él. (Lo único que me detuvo fue que tenía la luz cortada.) Estaba tan desconsolada como una mujer agonizando de cáncer en una cama, en un infumable telefilme, que con voz ronca da a su querida hija de once años consejos sobre la vida. «Nunca...» Pausa para toser. «Cariño, nunca... lleves zapatos marrones con bolso negro.» Tos, tos, tos. «De hecho, nunca lleves zapatos marrones, son espantosos.» Tos, tos, tos. «Mi pequeña, ahora debo morir pero, por favor, recuerda... Aaajacajacajac..., recuerda, nunca vayas a clase de aerobic después de pasarte el secador. Te encrespará el pelo.» (Los telefilmes siempre tenían lugar en los viejos tiempos en que todavía existían las clases de aerobic.)
Jay estaba recogiendo algunas cartas y folletos desparramados por el felpudo de Wayne, y enseguida procedió a abrirlos.
—Para tu información —dije—, es ilegal trajinar con la correspondencia de otra persona.
Pero no le importó, y la verdad es que a mí tampoco, porque estaba abrumada por la belleza de la casa de Wayne Diffney. Teniendo en cuenta mi reciente pérdida, no era de extrañar que me invadiera la envidia, pero la casa de Wayne era realmente especial. Pequeña pero decorada con sorprendente buen gusto.
Había pintado las paredes con pinturas de Holy Basil. Dios, cómo me gustaban esos colores. No había podido permitírmelos pero me conocía el muestrario como la palma de mi mano. El recibidor estaba pintado de Gangrena, la escalera de Agonía y el salón —si no andaba equivocada— de Ballena Muerta. Colores que contaban con mi plena aprobación.
Fui directa al aparador del salón —un precioso espécimen empotrado en el hueco que había junto a la encantadora chimenea de los años treinta— y me puse a abrir cajones. No tardé ni medio segundo en arrojar un librito sobre el escritorio.
—Ahí tienes su pasaporte —dije.
Jay se puso rojo.
—¿Cómo es posible que no lo viera?
—Lo que quiere decir que sigue en el país. —O por lo menos dentro de las Islas Británicas. Dirán lo que quieran de la circulación libre de personas dentro de la Unión Europea, pero lo cierto es que si no formas parte del Acuerdo Schengen no puedes ir a ningún lado sin tu pasaporte—. Eso facilita mucho las cosas.
—¿Y si tiene un pasaporte falso? —preguntó Jay.
—¿De dónde quieres que saque un pasaporte falso? Me has dicho que Wayne es un ciudadano corriente.
—Podría ser un criminal, un espía, un agente secreto.
Lo dudaba.
Examiné la foto del pasaporte. Wayne lucía un pelo totalmente normal, de color castaño claro, y pertenecía a la clase de hombre corriente con atractivo. Me gustaba su cara. Devolví el pasaporte al cajón.
—¿Quién es esa gente? —En las estanterías del aparador había algunas fotografías.
Jay les echó una ojeada.
—Por la pinta yo diría que sus padres. Y el hermano de Wayne, Richard. Le conozco, y también a su mujer, aunque no recuerdo cómo se llama, puede que Vicky. Esa otra chica es la hermana, Connie. ¿Los niños? Probablemente sobrinos. —Meneó la cabeza—. Nadie.
—Wayne está probablemente con ellos. —Estaba molesta y asombrada de que Jay no se diera cuenta de lo que era claramente obvio—. Parecen muy unidos.
—Están unidos. Tan unidos que la madre de Wayne llamó a John Joseph esta tarde preocupada porque Wayne no contesta al teléfono.
—¿Por qué a John Joseph?
—Porque es uña y carne con los Diffney.
—¿Dónde viven?
—Los padres y la hermana en Clonakilty, en County Cork, y el hermano en Nueva York.
—Creo que Wayne está en Clonakilty —dije convencida.
Jay suspiró.
—Mira, Wayne está huyendo y no es estúpido. Si estuviera con su familia, sería demasiado fácil encontrarlo.
—Quizá debería dejarme caer por Clonakilty y tener una charla con la madre de Wayne —dije.
—Me da lo mismo lo que hagas, yo quiero encontrar a Wayne. Conduce ocho horas hasta Clonakilty, si quieres.
Ahora que Jay estaba de acuerdo conmigo, no estaba tan segura. Clonakilty quedaba muy lejos. Además era mundialmente conocido por su morcilla y yo no podía visitar un pueblo donde elaboraban morcilla y, para colmo, alardeaban de ello.
Debería pensar al respecto...
Había una foto de Wayne y John Joseph Hartley recibiendo un premio cubierto de caracteres que parecían árabes, pero ninguno iba acompañado de una mujer, ni siquiera de una ex esposa. Bien pensado, aún menos de una ex esposa.
—¿Wayne tiene novia?
—Que yo sepa, no.
—¿Hijos?
—Tampoco.
—¿Dónde tiene el teléfono fijo? —Lo localicé en la otra punta de la estancia. Tenía veintiocho mensajes nuevos. Los cuatro primeros eran de Jay ordenando a Wayne que fuera pitando al ensayo.
—¿Son de esta mañana? —pregunté.
Jay asintió.
El quinto pertenecía a una voz que reconocí a medias.
«Tienes que venir. —Quienquiera que fuera parecía muy angustiado—. John Joseph está histérico.»
—¿Y este es...? —pregunté a Parker.
—Frankie.
¡Claro! Frankie Delapp, El Gay y el favorito de todo el mundo.
Siguiente mensaje. Otra vez Frankie. Esta vez se diría que al borde de las lágrimas.
«John Joseph te va a matar.»
«Ah, Wayne.» Una voz nueva hablando con una mezcla de exasperación y cariño.
—¿Quién es? —pregunté.
—Roger.
Roger St. Leger, alias El Otro. Nadie podía entender que hubiera conseguido entrar en Laddz. Era un montón de nada en un traje blanco que únicamente hacía de bulto. Nunca era el favorito de nadie. En la vida real, sin embargo, había disfrutado de una existencia inesperadamente disoluta. Tenía tres ex esposas y siete —¡siete!— hijos. ¿Cómo podía ser siquiera legal?
«Vamos, tío —le instaba Roger—, sé que es duro, pero hazlo por el grupo, ¿vale?»
«Wayne.» La voz de una mujer joven. Sonaba decepcionada y exótica.
—Zeezah —me explicó Jay—. La nueva señora de John Joseph.
«Tienes que venir al ensayo —le regañaba Zeezah—. Estás fallando a los chicos y eso no es propio de ti.»
Había más mensajes, de Jay, Frankie y Roger. Ninguno de John Joseph, aunque ¿por qué iba a llamar si los demás ya lo hacían por él?
Mientras los escuchaba consulté las llamadas salientes; el teléfono de Wayne solo conservaba el registro de los últimos diez números marcados.
Llamé para ver si podían darme una idea de lo que Wayne había estado haciendo los últimos días. Comiendo pizza, no tardé en descubrir; los siete primeros números eran del Dominos del barrio. Las otras tres llamadas —realizadas entre las ocho y las ocho y media de la mañana— eran a Head Candy, una peluquería del centro de la ciudad. Me salió el mensaje grabado de fuera de horario. ¿Era posible que Wayne hubiera estado pidiendo hora para que le arreglaran el destrozo que se había hecho en el pelo? ¿Para comprarse una peluca? A lo mejor estaba vagando por las calles con una cabeza de rizos castaños. Les telefonearía mañana.
—Da la impresión de que esta mañana aún seguía aquí —dije a Jay—. ¿Qué te hace pensar que ha desaparecido? ¿Cómo sabes que no se ha tomado la tarde libre?
—Lleva varios días tramando esto. Créeme, se ha ido.
De repente una voz nueva habló en el contestador.
«Hola, Wayne, soy Gloria. —Su voz sonaba dulce y animada—. Oye, tengo una buena noticia. —De pronto titubeó, como si acabara de caer en la cuenta de que no era una buena idea dejar los detalles de su buena noticia en un contestador que podría escuchar cualquiera—. Oh... ¿Sabes? Mejor intento localizarte en el móvil.»
—¿Quién es Gloria? —pregunté a Jay.
—Ni idea.
—¿A qué buena noticia se refiere?
—Lo ignoro.
—¿Por qué iba a querer Wayne desaparecer después de recibir una buena noticia?
—No lo sé. Por eso te pago tus exorbitantes honorarios.
—¿Desde qué número llama? Deprisa, antes de que salte el siguiente mensaje.
—Número desconocido —me informó Jay.
No le creí. Tenía que comprobarlo personalmente, pero era cierto. Número desconocido. Mierda.
—¿A qué hora llamó?
—10.49 de la mañana.
En el contestador quedaba un último mensaje. En realidad no era un mensaje, solo alguien colgando desde un móvil. A las 11.59 de la mañana. Anoté el número. Quizá no fuera importante, pero nunca se sabe. Al fin, ¡al fin!, la voz automática declaró: «No hay más mensajes».
—¡Bien! —Subí los escalones de dos en dos.
En el dormitorio —más colores ideales, una pared pintada de Malherido, las otras tres de Decadencia, el techo de Señor de la Guerra— se respiraba nerviosismo. De los cajones colgaban calcetines y calzoncillos, la puerta del ropero estaba abierta de par en par y había varias perchas vacías. Debajo de la ventana, en un rincón, había un pequeño rectángulo de polvo con forma de maleta. Wayne se había llevado la ropa justa para unos días, pero daba la impresión de que hubiera hecho algún tipo de equipaje.
Lo que hacía menos probable que se hubiera suicidado. ¿Quién se llevaría una muda si tenía pensado tirarse al mar? (Sin embargo, sí te llevas otras cosas, aunque ya llegaremos a eso.)
No obstante, eso no descartaba la posibilidad de un rapto. Un secuestrador probablemente le habría permitido coger una muda. En serio. Si estaba acostumbrado a llevarse a gente, seguramente la experiencia le había enseñado que era importante mantener a sus prisioneros limpios y aseados. Sin entrar en detalles truculentos, siempre se agradecía un cambio de muda.
Aunque no había signos evidentes de lucha. El dormitorio de Wayne no estaba desordenado y tampoco sucio, simplemente estaba normal. La cama estaba hecha pero el edredón no había sido estirado y alisado hasta obtener un acabado perfecto propio de un TOC.
—¿Tiene asistenta? —pregunté a Jay.
—Ni idea.
A juzgar por la fina capa de polvo que cubría el suelo, sospechaba que no, lo que significaba una persona menos a la que interrogar. Eso podía ser bueno o malo, según el color del cristal con que lo mirara.
Tiré del cajón superior de la mesita de noche y encontré las porquerías de siempre: monedas, cabellos, recibos arrugados, bolígrafos que perdían tinta, gomas elásticas, pilas gastadas, ladrones, dos mecheros —uno verde y otro con una foto del Coliseo de Roma—, un tubo de Bonjela y algunas cajas de medicamentos. Gaviscon. Clarityn. Cymbalta. Nada destacable.
Eché un rápido vistazo a los libros que descansaban en la mesita. El Corán, nada menos, y el último ganador del premio Booker. Estaba empezando a entender por qué Wayne y Jay no eran exactamente uña y carne.
Jay se jacta de que el único libro que ha leído en su vida es El arte de la guerra, lo cual es mentira. Lo compró pero nunca lo leyó. Aunque menuda soy yo para criticar. No soy lo que se dice una lectora voraz. Si reconocía al ganador del Booker era solo porque el autor (un hombre) salía constantemente en la tele y lucía el peinado de señora más ridículo que he visto en alguien, hombre o mujer. Llevaba el cabello peinado con secador hacia atrás, formando incontables rizos de tamaño mediano. Parecía anatómicamente imposible que alguien pudiera tener una cabeza que se extendiera tanto a lo alto, ancho y largo.
Artie fue quien me hizo reparar en la cabeza de ese hombre y ahora nuestra afición favorita era tumbarnos en la cama y verlo en YouTube y asombrarnos del espectáculo milagroso del mundo del rizo.
Junto a la cama de Wayne había también un CD de La maravilla del ahora, uno de los éxitos de música espiritual del momento. Me dieron ganas de agarrarlo y estamparlo contra la pared. Muy alto en mi Lista de Palazos, ese CD. Me calmó ligeramente comprobar que seguía dentro del celofán, que al menos Wayne no lo había escuchado.
Sobre la repisa de la ventana descansaban dos velas aromáticas consumidas hasta la mitad. Solo existían dos razones para que un hombre tuviera velas aromáticas en su dormitorio: o mantenía relaciones sexuales con regularidad o meditaba. ¿Cuál era el caso de Wayne?
—Odio esta casa —dijo Jay contemplando las bellas paredes con nerviosismo—. Tengo la sensación de que... me observa.
El segundo dormitorio era pequeño y parecía inutilizado. Tenía las cuatro paredes pintadas de Desesperación Queda y el techo de 40 Días en el Desierto. El armario y los cajones estaban vacíos. No había nada interesante.
El tercer dormitorio, el más pequeño, había sido reconvertido en despacho. Aquí el Santo Grial habría sido, sin lugar a dudas, una agenda. Qué tiempos aquellos en que las personas desaparecidas tenían bolígrafos y agendas para hacer útiles anotaciones con buena letra. Algo del tipo: «Pub del barrio. 23 h. Reunión con traficante de armas internacional». Pero actualmente las agendas eran todas electrónicas. Un auténtico fastidio. Lo que quiera que Wayne había estado tramando estos últimos días había desaparecido con él, dentro del móvil.
Un ordenador descansaba sobre el escritorio, tentándome con sus secretos. Me apresuré a encenderlo y mientras esperaba a que arrancara escudriñé las paredes, los cajones y los clasificadores en busca del pequeño post-it amarillo donde Wayne había tenido la prudencia de anotar su contraseña.
Pero no encontré nada, y transcurrido un rato el ordenador se negó a dejarme continuar.
Di unos golpecitos impacientes al ratón mientras, a mi espalda, Jay revoloteaba nervioso.
—Abre sus correos —me instó.
—No puedo. Lo tiene todo protegido con contraseña. ¿Cuál podría ser?
—No lo sé. ¿Gilipollas?
—En serio, piensa. —Barrí la habitación con la mirada en busca de pistas—. ¿Qué cosas le gustan? Solo tenemos tres oportunidades. A las tres contraseñas erróneas el sistema se bloquea y ya es imposible entrar, de modo que piensa. ¿Qué cosas le interesan?
—¿Los traseros?
—Ha de tener seis caracteres.
—¿Las magdalenas?
—Seis, he dicho.
—Es inútil que me lo preguntes a mí, no lo conozco tan bien. Tendrás que preguntárselo a los otros Laddz. Oye, ¿no está sonando un teléfono?
Era el mío. Lo saqué del bolso y miré la pantalla. Artie. Lancé una mirada furtiva a Jay. Ignoraba por qué, pero no podía hablar con Artie en su presencia. Le llamaría más tarde.
Devolví el móvil al bolso y procedí a bajar archivadores de los estantes de la pared. Extractos de cuentas, extractos de tarjetas de crédito, todo perfectamente archivado. Bien por Wayne. Por una vez no tendría que hurgar en papeleras ajenas buscando información útil, y deja que te diga que pese a todos esos anuncios que advierten del robo de identidades, nadie tritura sus papeles.
Los documentos de Wayne constituían una lectura entretenida.
¿El pago de la hipoteca? Al día. Cabrón afortunado.
¿Descubierto? Modesto.
¿Tarjetas de crédito? Tres, dos al límite, como la de cualquier persona normal; llevaba siglos realizando el pago mínimo. En la tercera, sin embargo, quedaba espacio: la mayoría de los meses saldaba la cuenta. A juzgar por las cosas que cargaba en la tarjeta deduje que la utilizaba para gastos de trabajo. Había vuelos y hoteles —el Sofitel en Estambul, por ejemplo— y extracciones de dinero efectuadas en El Cairo y Beirut. ¿Ingresos? Esporádicos, pero los había. Un repaso supersónico de los últimos dos años desveló que, aparentemente, se mantenía a la par, que no gastaba más de lo que ganaba. Extraño. Pero hay gente así en el mundo, mi hermana Margaret es una de ellas.
A estas alturas ya disponía de suficiente información preliminar —sobre todo porque los extractos más recientes eran de hacía por lo menos dos semanas y no arrojarían luz alguna sobre lo que Wayne había hecho hoy— pero no podía dejar de leer. Dios, era fascinante ver en lo que se gastaba el dinero. Una suscripción a la revista Songlines. La orden de un pago mensual a una perrera. Curiosamente, cuarenta y tres euros en la Patisserie Valerie. Así es posible recrear una vida entera. El seguro del coche estaba pagado, el seguro de la casa estaba pagado. Un ciudadano serio y responsable, sin duda...
—¡Helen! —bramó Jay, rompiendo el hechizo.
—Vale, vale... ¿Has visto un cargador de móvil por algún lado?
—No.
Yo tampoco. Lo que quería decir que a lo mejor Wayne se lo había llevado consigo, lo cual reducía las probabilidades de que se hubiera marchado bajo coacción.
—¿Qué había en el correo que abriste ilegalmente?
—Nada. Nada útil, quiero decir. Un par de cartas de admiradores, una cosa de su seguro médico diciendo que estaba al día durante otro año.
—¿Ninguna carta aterradora de Hacienda diciendo que debe una fortuna en impuestos?
—No.
Wayne, por consiguiente, no tenía tantas deudas como para querer desaparecer, pero las suficientes para recibir con los brazos abiertos los conciertos de reencuentro de Laddz. Difícil llegar a una conclusión. Tenía que meterme en ese ordenador como fuera...
—Siguiente paso, cuarto de baño —dije.
Qué bonito, las paredes de Alarido y el techo de Cristo en la Cruz.
—¿Qué les ocurre a los colores de las paredes? —me preguntó Jay—. Esta casa parece una película de terror.
En el lavamanos no había restos de pasta de dientes ni cargador, una prueba más de que Wayne probablemente se había ido de forma voluntaria. La repisa de la ventana y los estantes estaban repletos de champúes, suavizantes, filtros solares, lociones para después del afeitado y demás productos metrosexuales. Imposible determinar si algo había sido retirado recientemente. Dejé el armario para lo último. Cuchillas, hilo dental, analgésicos suaves y —¡ajá!— un frasquito marrón que contenía —¡ajá!— Stilnoct. Un somnífero popular; de hecho, popularísimo en mi caso si no fuera porque mi médico se negaba a seguir recetándomelo. Me entraron ganas de meterme el pardo frasquito de inconsciencia en el bolsillo, pero no podía porque soy una profesional. Además, Jay Parker rondaba cerca.
—Tiene problemas para dormir —dije.
—¿Quién no?
—¿Te remuerde la conciencia, Jay?
—Sigue.
—Probemos la cocina. —Bajé la escalera a toda pastilla—. Busca tú en la basura —ordené a Parker, pues yo no tenía la más mínima intención de hacerlo. Wayne tenía uno de esos cubos de reciclaje dividido en cuatro compartimentos: vidrio, papel, metal y guarrería (o sea, restos de comida).
Fui hasta la nevera.
—No hay leche —dije—. Bien. Me gusta eso en una persona.
—¿Qué?
—Comprar leche es deprimente. ¿Para qué sirve?
—Para ponerla en el té.
—¿Quién bebe té?
—En el café, entonces.
—¿Quién pone leche en el café? Más aún, ¿quién bebe café si puede beber Coca-Cola light? Una vez que empiezas a comprar leche... es una señal de que te has rendido.
—Caray, Helen, cómo echaba de menos tus ideas estrafalarias. En cualquier caso, puede que Wayne hubiera comprado leche y la hubiera tirado antes de pirárselas.
—¿Has encontrado un cartón de leche vacío?
—Todavía no... ¡Eh! ¡Mira esto!
—¿Qué?
—¡Un pastel! —Parker sacó del compartimento guarrería los restos de lo que parecía un brazo de gitano—. No debería estar tomando carbohidratos. Todavía le sobran tres kilos.
Me miró con la irritación propia de un hombre que nunca ha tenido que preocuparse por su peso. Comiera lo que comiese, Jay Parker poseía un metabolismo tan rápido como un velocista keniano, y subsistía a base de comida basura, o por lo menos así había sido hasta hacía un año. Siempre estaba delgado y plano.
Examiné los estantes de la nevera a toda velocidad.
—Queso, mantequilla fácil de untar, cerveza, vodka, Coca-Cola, Coca-Cola light, aceitunas, salsa pesto. Nada polémico. —Cerré la nevera de un portazo y me puse con el congelador—. ¿Cómo diste conmigo?
—Llamé a la puerta de tu vecino. Me habló de tu crisis de vivienda. Me dije que a lo mejor te habías ido a vivir con alguna amiga. Luego recordé que no tienes amigas, así que llamé a mami Walsh, quien me contó toda la historia. Siempre me ha tenido mucho cariño, mami Walsh.
La bilis trepó por mi garganta. No tenía ningún derecho a llamar a mi madre por su mote. No soportaba la rapidez con que descubría los motes de la gente —generalmente tardaba menos de medio segundo, siempre estaba pendiente de cualquier información que pudiera serle útil— y luego los utilizaba con tal desenfado que todo el mundo acababa pensando, erróneamente, que formaba parte de la pandilla.
¿Y de quién era la culpa de que yo no tuviera amigas?
Seguí denodadamente con mi búsqueda. El cajón superior del congelador contenía una enorme bolsa de guisantes congelados. ¿Por qué siempre guisantes? ¿Por qué en los congeladores de todo el mundo si son asquerosos? Quizá los tengan para las lesiones, como cuando te caes rodando por las escaleras y te partes el fémur en tres sitios. «Siéntate aquí que te pondré una bolsa de guisantes congelados y el martes ya estarás dándole otra vez al Extreme Zumba.» En el siguiente cajón había cuatro pizzas. Seguí bajando y encontré pan, filetes de bacalao, patatas picantes. Nada sospechoso.
A continuación, los armarios. Latas de tomate, pasta, arroz, no habría podido ser más corriente aunque lo hubiera intentado.
—¿Todavía tienes tu Lista de Palazos? —preguntó Jay.
—Sí.
—¿Sigo ocupando el primer puesto?
—¿El primer puesto? ¿Tú? Tú ni siquiera estás.
Mi querida Lista de Palazos contenía cosas que me importaban. Las odiaba, cierto. Lo bastante para desear aporrearles la cara con una pala, de ahí el nombre. Pero me importaban. Jay Parker no me importaba.
—Lo siento —dijo.
—¿Qué sientes?
—Todo.
—¿Todo qué?
—Todo.
—No sé de qué me hablas...
—Oye, no podemos...
Alcé una mano para silenciarle. Necesitaba regresar a la habitación de invitados. Se me había escapado algo. Ignoraba por qué, pero el instinto me decía que regresara y, en efecto, detrás de la cortina (no me hagas empezar a hablar de lo fabulosas que eran las cortinas de Wayne) lo encontré. Una foto. Vuelta del revés. De Wayne y una chica. Morenos y sonrientes, con las mejillas juntas. Al fondo una luz marina, dunas y barrón. La escena tenía un ligero aire a Abercrombie & Fitch —puede que llevaran sendos jerséis de cachemira con capucha en colores pastel— pero no parecía un montaje. Daba la impresión de que se hubieran hecho la foto ellos mismos, utilizando el automático de la cámara. La sonrisa de felicidad de Wayne parecía auténtica. La chica tenía pecas, unos ojos azules chispeantes y el pelo enmarañado y aclarado por el sol. Me apostaba lo que fuera a que era Gloria.
Bajé con la foto y se la enseñé a Jay.
—¿Quién es? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—Ni idea. ¿La misteriosa Gloria?
—Eso pensé. —Me guardé la foto en el bolso—. Acércate. ¿Qué coche conduce Wayne?
—Un Alfa Romeo.
—Bien. Nos daremos un paseíto por el vecindario para intentar dar con él.
No habíamos recorrido ni tres casas cuando Jay dijo:
—Es aquel.
—¿Estás seguro? Puede que haya más de un Alfa Romeo negro en Dublín.
Enmarcó su cara con las palmas de las manos y miró dentro del coche.
—Seguro. Mira, en el asiento tiene uno de sus estúpidos libros.
Eché un vistazo. Era una novela de misterio de lo más corriente. No tenía nada de estúpida.
Me gustaba el coche de Wayne. Era italiano, o sea, elegante, pero con ocho años ya, por lo que no resultaba ostentoso. Y negro, el único color adecuado para un coche. No encuentro qué sentido tienen los demás llamados «colores». No es más que un complot para que bajemos el ritmo. Piensa en todo el tiempo que se pierde dudando entre un coche rojo y uno plateado. Si yo gobernara el mundo, mi primera medida como déspota sería declarar ilegales los coches que no fueran negros.
—Por tanto, si su coche sigue aquí y Wayne se ha largado voluntariamente, existe una gran posibilidad de que lo haya hecho en taxi. —El alma se me cayó a los pies cuando pensé en el tremendo tedio de tener que dar jabón a los controladores de las docenas de compañías de taxi de Dublín para intentar sonsacarles la información de sus carreras.
—A menos que... —Esta posibilidad se me antojaba, por otro lado, aún más desagradable—. A menos que se marchara en autobús o en el Dart. Wayne es dado a utilizar el transporte público.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo ignoro. Simplemente lo sé. —Y eso significaba que estaba empezando a meterme en la cabeza de Wayne.
Jay me miró con admiración.
—¿Lo ves? Sabía que eras la persona idónea para el trabajo.