39

Consideré la posibilidad de conducir hasta Clonakilty, pero no tenía sentido si en menos de dos horas debía volver para la barbacoa de John Joseph, así que regresé a Mercy Close. Al parecer, no era capaz de permanecer alejada de casa de Wayne por mucho tiempo. Por el camino paré en una gasolinera y compré suficiente Coca-Cola light para reponer la que le había robado —sí, robado, las cosas como son— a Wayne y otros cuatro litros para mí. Me gustaba la Coca-Cola light.

En la gasolinera me obligué a concentrarme en la sección de alimentos. Dentro de una nevera había algunos sándwiches de aspecto penoso con una carne grisácea que aseguraba ser jamón. Sabía que mi estómago no lo toleraría. Una caja de Cheerios, con eso saldría del paso, y plátanos, si tenían. No tenían, así que una caja de Cheerios pelada.

Conseguí aparcar justo delante de casa de Wayne. Entré, desconecté la alarma y me permití soltar una larga exhalación. Qué bien se estaba aquí.

Diez segundos después recibí un mensaje que me avisaba de mi llegada.

—Sí, sé que estoy aquí, gracias. —Era todo tan agradable.

Metí en la nevera la Coca-Cola light de Wayne y al lado mis botellas. Luego me pregunté si no estaría siendo un poco caradura. Estaba utilizando el frío de Wayne, un frío que pagaba él a través de la factura de la luz, y sabía a ciencia cierta que la pagaba a toca teja. Sintiendo que le estaba faltando al respeto, saqué las botellas.

Fui a la sala, me senté en el suelo y comí siete puñados de Cheerios. Luego, surfeando sobre la ola de azúcar, me levanté y me preparé para un nuevo registro. Ignoraba qué estaba buscando, solo sabía que tenía que seguir haciéndolo. Decidí que tendría más probabilidades de descubrir algo nuevo y estimulante en la sala de estar, pues hasta ese momento poco había hecho en ella aparte de tumbarme en la alfombra y contemplar el techo.

El punto de partida más obvio era el aparador empotrado. La unidad estaba dividida en dos, una parte superior compuesta de estantes —que albergaban el televisor, el Sky Box y otros aparatos de hardware tecnológico— y una inferior integrada por cinco cajones. Estaba casi segura de que había registrado los cajones. Decididamente, había revisado el cajón superior —era allí donde había encontrado el pasaporte de Wayne— pero ¿podía ser que hubiera olvidado abrir el resto? No sería propio de mí, pero ¿podía ser que el ansia de encontrar el pasaporte y agitárselo a Jay Parker en las narices para deleitarme con su fracaso me hubiera cegado?

Empecé a abrir y cerrar cajones a gran velocidad y descubrí cables, cargadores y demás artículos deprimentes. Pero en el cajón inferior encontré una cámara de vídeo. Estaba completamente sola, consiguiendo parecer inocente y culpable al mismo tiempo.

Fue tal mi sorpresa que reculé hasta el centro de la sala. Luego regresé de puntillas y la escudriñé. Un trasto sorprendentemente pequeño que, no obstante, conseguía ponerme nerviosa. Las cámaras de vídeo son el Santo Grial. Bueno, pueden serlo. Una nunca sabe lo que puede encontrar en ellas. Toda clase de desnudeces guarrindongas comprometedoras si había que creer las cosas «filtradas» en la red.

Me gustaba Wayne, no quería descubrir que había estado filmando desnudeces guarrindongas, pero tenía que hacer mi trabajo.

Saqué la cámara del cajón, abrí la pantallita y pulsé el botón de «Play». En la pantallita apareció una lista de carpetas ordenadas por fechas. Seleccioné la más reciente, filmada diez días atrás, y cerré los ojos. Que no sea un pito desnudo, supliqué al universo. Ahórrame un vídeo casero del pito de Wayne. O de su vello pubiano. Sencillamente, me sentía demasiado frágil para poder contemplar el vello pubiano de un desconocido. Luego empecé a preguntarme qué aspecto tendría el pubis de Wayne, y ya no pude parar. ¿Y si se peinaba la «región» al estilo Teatro de la Ópera de Sidney, a juego con el pelo de la cabeza? Aunque ya no se peinaba así, puede que de tanto en tanto le diera por hacerse ambas cosas, ¿quizá para sorprender a Gloria?

Pero a juzgar por los sonidos que emitía la cámara, no parecía que estuviéramos en territorio de pitos desnudos. Sonaba más como una feliz reunión familiar. Se oían risas y voces solapadas, y cuando abrí un ojo vi que el objetivo avanzaba hacia la madre de Wayne. La reconocía por las fotos de los estantes. La voz de Wayne estaba diciendo:

—Vaya, aquí está Carol, la chica del cumpleaños. ¿Te gustaría decir unas palabras en este día tan especial?

Carol reía y agitaba una mano a la cámara al tiempo que decía:

—Estate quieto. Llévate esa cosa de aquí.

—Está bien —decía la voz de Wayne—. Rowan, ¿quieres filmar?

Tras una toma borrosa del suelo, Wayne aparecía en escena con un niño de unos diez años.

—Nos estamos filmando —el muchacho (¿Rowan?) decía—. Yo soy Rowan y este es mi tío Wayne. Es mi tío preferido, pero que no se entere tío Richard.

Richard era el hermano de Wayne, así que Rowan debía de ser hijo de la hermana de Wayne.

—Hoy es el cumpleaños de la abuela Carol —explicaba Rowan—. Cumple noventa y cinco.

¿En serio?, pensé, atónita. Parecía varias décadas más joven. Otra vez esos aceites de pescado.

—¡No es cierto! —decía una voz incorpórea—. Cumplo sesenta y cinco.

—Soy disléxico —se defendía Rowan.

—Eres un descarado.

—Filma tú —proponía Wayne a Rowan, y fui obsequiada con otra vista del suelo mientras la cámara pasaba a manos de Rowan. A esto siguió un marcado descenso en la estabilidad de la imagen.

Con Rowan al mando, avanzamos por la casa —supuse que de los padres de Wayne— hasta la cocina.

—Esta es mi madre —decía la voz de Rowan—. Y esta, mi tía Vicky.

Había dos mujeres —Connie, la hermana de Wayne, y Vicky, su cuñada— sentadas a la mesa de la cocina. Estaban bebiendo vino tinto con las cabezas muy juntas, pero nos acercamos lo suficiente para oír a una de ellas decir:

—... no puede decidirse por ninguno de los dos. —De repente Connie se enderezaba y miraba directamente a la cámara—. ¿No me digas que está encendida?

—¡Apágala! —exclamaba Vicky—. ¡Podrían demandarnos!

Pero todo dicho en un tono afable.

Proseguimos. Encontramos al Abuelo Alan (padre de Wayne), el cual, armado con delantal y manoplas, estaba sacando del horno unas salchichas en hojaldre y se detuvo para cantar «When I’m 65» con la melodía de «When I’m 64».

Encontramos a la Pequeña Florence, la cual ya no era un bebé porque gateaba y nos lanzó un barquito de plástico. Encontramos a Suzie y Joely, dos niñas aproximadamente de la edad y el rosa de Bella. En cuanto vieron a Wayne y Rowan, gritaron: «¡Chicos no!», y la cámara apuntó rápidamente hacia otro lado.

Encontramos a Ben, el hermano mayor de Rowan, un adolescente que intentaba ocultar desdeñosamente su presencia leyendo un libro. Wayne enseñó a Rowan a utilizar el zoom —no podíamos verle pero podíamos oír su voz— para que enfocara el título.

— El extranjero de Albert Camus —decía la voz de Rowan—. Una estupidez. Ben se pasa el día leyendo. —El desprecio en su voz no lograba ocultar la frustración y el dolor que le producían los cambios en su hermano.

—Ya se le pasará —decía Wayne con empatía.

—A ti no se te pasó —replicaba Rowan.

—En realidad sí. Ahora solo leo para fardar.

Luego llegaba el pastel, las velas y todos en la cocina cantando el Cumpleaños Feliz. Había aplausos, vítores y gritos de «Que hable». Para cuando la película tocó a su fin, tenía los ojos llorosos. Y comprendí algo muy importante. Comprendí que Wayne Diffney era un buen hombre. Era amable con los niños, les dejaba pasearse libremente con una cámara de vídeo cara y no intentaba controlar su obra. Quería a su familia y era evidente que ellos le querían a él.

Por la razón que fuera, Wayne no quería seguir en Laddz y estaba en su derecho.

Daba por terminada la búsqueda.

Helen no puede dormir
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