31
Mamá se empeña en llamar a la navegación por satélite «el Mapa Parlante», como si fuera una campesina de la Edad Media que cree en la brujería. Y menos mal que disponía de uno, porque en el obsoleto mapa no parlante no aparecía ninguna carretera en el lugar donde se suponía que estaba la casa de Docker. El lago sí aparecía, pero la carretera no. Sospechaba que incluso con la ayuda del diabólico mapa parlante la casa que Docker tenía en Leitrim no iba a ser fácil de encontrar. Era un escondite perfecto.
Llevaba media hora conduciendo y aún no le había contado a Jay Parker adónde nos dirigíamos. No existía ninguna razón para semejante demora, supongo que simplemente quería ser cruel con él, y debo decir en su favor que en lugar de atormentarme con preguntas se limitó a jugar a los pájaros enfadados en su móvil.
Al fin dije:
—Vamos a Leitrim.
—¿Por qué?
—Porque Docker tiene una casa allí.
Se incorporó de golpe.
—¿Qué perra te ha dado con Docker?
—Encontré algunos papeles. Entre Docker y Wayne existe una relación desde «Windmill Girl». —Me estaba debatiendo entre la necesidad de hacerme la misteriosa y el deseo de alardear.
Jay estaba intentando contener su entusiasmo, pero este estaba inundando el coche.
—¿Cómo averiguaste que Docker tiene una casa en Leitrim?
—No necesitas saber eso. —No beneficiaría a mi imagen de superdetective confesarle que mi madre lo leyó en Hello!
—¿Dónde está exactamente?
—Echa un vistazo al mapa.
Jay estudió minuciosamente el mapa y al ver lo lejos que estaba declaró:
—Wayne está en esa casa. Se acabó el juego. Hemos dado con él. Sabía que tramabas algo grande... Caray, eres buena.
—¿Por qué no querías que se lo contara a John Joseph?
—Sí quería...
—¡Eres un embustero!
—... solo que todavía no.
—Pero ¿tú y él no estáis del mismo lado?
—Oh, sí, desde luego.
Su tono era una pizca tirante, una pizca forzado, y de repente se me encendió una lucecita.
—¡Dios, John Joseph no te cae bien!
—Qué cosas dices, Helen. John Joseph tiene muchas cualidades admirables. Es trabajador, muy bueno en los negocios... un hombre centrado.
—Es cierto. —Desvié los ojos de la carretera para clavarle una mirada mordaz—. Sobre todo muy centrado. —Hice que sonara como algo terrible—. Vale, ahora cierra el pico, voy a poner la radio.
—¿Sigues escuchando Newstalk?
—No digas «sigues» como si me conocieras.
Pero «seguía» escuchando Newstalk. Me gustaban todos los programas de Newstalk, tenía la sensación de que los locutores eran mis amigos.
Jay regresó a sus pájaros enfadados mientras yo escuchaba Off The Ball, pero en torno a la frontera de Longford con Leitrim la carretera se estrechó y perdimos Newstalk. Probé otras frecuencias y pillé una emisora local que me pareció, a su manera discreta y provinciana, reconfortante.
A las diez estábamos al otro lado de Carrick-on-Shannon y el paisaje se tornaba cada vez más fantasmagórico. Lagos de un color gris plomizo aparecían de forma abrupta. Del suelo brotaban extensiones de agua cristalina atravesadas por juncos. Campos anegados, temblando de pura quietud, acechaban la carretera y el sol sempiterno proyectaba sobre el condado una espantosa luz azul lavanda.
He oído decir a gente que tener una depresión es como ser acechado por un gran perro negro. O como estar encerrado en un cubo de cristal. Para mí era otra cosa. Yo tenía la sensación de que había sido envenenada, de que mi cerebro estaba produciendo toxinas marrones que lo contaminaban todo, mi visión, mis papilas gustativas y, sobre todo, mis pensamientos.
En aquel primer y terrible asalto, ocurrido dos años y medio atrás, siempre estaba asustada. Eran miedos indescriptibles, simplemente la terrible sensación de que se avecinaba una catástrofe. Era como estar padeciendo la peor resaca de mi vida. Era como el día después de una noche de juerga, en que el miedo se halla en su punto álgido. Pero en el caso de una resaca por lo menos puedes dejar a un lado los vodkatinis, de hecho, puedes dejar a un lado todo el alcohol, y saber que con el tiempo se te pasará. Además, sabes que puedes echarle la culpa a las sustancias químicas. Sabes que la culpa no es tuya.
Una noche intenté borrar el horror emborrachándome hasta casi perder el conocimiento, pero no funcionó. No pude despegarme de la oscuridad, no pude escapar de ella, y el día siguiente fue el peor de mi vida. Sentía que de un día para otro había descendido mil plantas por debajo de la superficie. Dado lo mal que me sentía ya, en ningún momento se me había pasado por la cabeza que pudiera sentirme aún peor. Es solo una resaca, me dije. Aguanta un día y, como todas las resacas, pasará y volverás a sentir el terror normal, el de siempre, no esta cosa catastrófica.
Pero no pasó, permanecí mil plantas más abajo, y a partir de entonces le cogí miedo a emborracharme.
Me aferré al volante y recé para no caer de nuevo en ese infierno. Temía todo lo que implicaba: la medicación ineficaz, el incremento de peso, los constantes pensamientos de suicidio, las clases de yoga. Peor que las clases de yoga, los imbéciles que encontrabas en las clases de yoga, con sus pantalones holgados de lino y su palabrería sobre «centros de energía»...
Fue más o menos entonces cuando perdimos la emisora local. Viajamos en silencio hasta que hablar con Parker se me antojó menos desagradable que estar a solas con mis pensamientos.
—¿Qué has estado haciendo este último año? —le pregunté.
—Nada.
Solté un bufido. Para Jay Parker era imposible no hacer nada, siempre era vamos, vamos, vamos. Estar con él era como montar en una montaña rusa, emocionante hasta que empiezas a marearte.
—Hablo en serio —dijo—. No he hecho nada. Estuve un mes sin salir de la cama. —Contempló el paisaje desierto—. Estaba destrozado. No podía hacer nada. Me pasé nueve meses sin dar golpe. Este trabajo con Laddz es lo primero que hago.
Si esperaba que me compadeciera, iba listo.
Retomé un tema que seguía rondándome.
—¿Por qué no querías que le contara a John Joseph lo de Docker? ¿Qué te traes entre manos?
—Nada. Fue solo... una niñería. Quería saber algo que otra gente no supiera, aunque solo fuera un rato.
—Tienes algo entre manos —dije—. Algo al margen de Laddz. Olvidas que te conozco. Siempre estás tramando y buscando chanchullos.
—Ya no. He cambiado. —Me tomó la mano y me obligó a mirarle. Sus ojos eran oscuros y sinceros—. En serio, Helen, he cambiado.
Recuperé bruscamente la mano.
—¿Quieres que nos la peguemos?
En mitad del paisaje espectral asomó un edificio.
—¿Es una gasolinera? —pregunté—. Necesito una Coca-Cola light.
Pero estaba cerrada. Tenía pinta de llevar años cerrada. Desde la década de 1950. Pintura descamada, rojos desteñidos y un inquietante aire de abandono.
De todos modos, bajé del coche. Necesitaba hacer una llamada sin Jay Parker respirándome en el cuello. Había involucrado a Harry Gilliam en este asunto y ahora que estaba convencida de que Wayne se había fugado voluntariamente, debía decirle que lo olvidara.
Harry contestó al tercer tono. Había tanto cloqueo y graznido de fondo que apenas pude oírle decir hola.
—Siento interrumpir tu pelea de gallos benéfica —dije.
—¿Qué pasa, Helen?
—El asunto del que te hablé, ya no necesito que lo investigues.
Se produjo un largo silencio inundado de cloqueos.
Finalmente, dijo:
—¿Encontraste a tu amigo?
—No exactamente, pero ya no creo que su desaparición sea... preocupante.
Más silencio. Más cloqueos. No sé cómo se las arreglaba Harry para transmitir tanta sensación de amenaza.
—Ya he invertido algunos recursos en el caso —dijo.
—Lo siento. Lo siento mucho.
—Ten cuidado, Helen.
—¿Me estás amenazando? ¿O es una advertencia? Ahora mismo no se me da bien leer entre líneas.
—He de dejarte. Le toca a mi gallina.
Los cloqueos aumentaron. Luego la línea se cortó.
Me quedé mirando un rato el teléfono antes de obligarme a avanzar. Tenía un mensaje de voz. Era de mamá, y noté algo extraño en su tono. «Margaret y yo hemos terminado de desembalar tus cosas.» De repente, con espantosa claridad, caí en la cuenta de qué era ese algo extraño: había encontrado las fotos. «Encontramos unas fotos de Artie en cueros.» Hablaba entrecortadamente. «Ahora entiendo...» Se obligó a continuar. «Ahora entiendo lo que ves en él.»
Dios mío. Dios mío. Dios mío. Dios mío. ¿Qué había hecho con ellas? ¿Romperlas? ¿Devolverlas discretamente a mi ropa interior? ¿O había insertado una en un marco floral de Aynsley para ponerla sobre la mesa ovalada con las fotos de sus nietos? Con mamá nunca se sabía. Unas veces alardeaba de sus principios morales mientras que otras le gustaba pensar que estaba con la juventud. Sea como fuere, no podía volver a esa casa. Nunca.
—Vamos —dije a Jay Parker—. Sube al coche.
Al rato cayó la noche y el mapa parlante siguió adentrándonos en ese territorio desierto y extraño. Estábamos tardando en llegar mucho más que las dos horas que había calculado.
Conducíamos por carreteras estrechas plagadas de curvas cerradas y sobrecogedoras y por caminos rurales que iban cediendo terreno a la arena del lago. En dos ocasiones tuve que dar media vuelta y regresar sobre nuestros pasos escudriñando el lóbrego paisaje en busca de algún pequeño desvío que no hubiera visto. La oscuridad se extendía varios kilómetros a la redonda y comencé a tener la sensación de que Jay Parker y yo éramos las únicas personas en el planeta. Estaba empezando a desesperarme cuando, inopinadamente, el mapa parlante dijo:
—Ha llegado a su destino.
—¿En serio? —dije yo, sorprendida.
Frené, retrocedí unos metros raudos y chirriantes y volví a frenar. Los faros del coche iluminaron una verja desalentadoramente sólida de al menos tres metros de altura. Estaba incrustada en un muro alto y hostil, y aunque apenas podía ver en la oscuridad, lo que alcanzaba a vislumbrar tenía un aspecto muy profesional, muy privado. Bajé del coche con Jay pisándome los talones e intenté abrir la verja, pero para mi gran frustración estaba herméticamente cerrada. No cedió ni un milímetro, era evidente que se cerraba electrónicamente.
Desesperada, miré a un lado y otro en busca de algo con lo que ayudarme. Estaba tan cerca de encontrar a Wayne... tenía que entrar en esa casa como fuera.
Había un interfono empotrado en el muro. Acerqué la mano pero la retiré un segundo después. Estaba emocionada y al mismo tiempo nerviosa. No quería joderla.
Miré a Jay. A la luz anaranjada de los faros su rostro mostraba la misma mezcla de triunfo y preocupación que sentía yo.
Señaló el interfono con la cabeza.
—¿No deberíamos... llamar?
La cabeza me iba a cien. ¿Necesitábamos el elemento sorpresa? Si Wayne descubría que Jay estaba aquí, ¿correría a esconderse en el lago, con el agua hasta el cuello, hasta que nos hubiéramos ido?
Probablemente no, me dije. No era un fugitivo.
—Llama —dije—, a ver qué pasa.
—No quiero hacerlo —repuso Jay—. Llama tú.
Curiosamente, yo tampoco quería. Estaba emocionada y nerviosa y encontraba toda esta situación muy perturbadora. Pero no tenía nada de ilegal llamar a un timbre, de modo que apreté el botón y contuve la respiración mientras aguzaba el oído y me preguntaba qué voz me saldría. ¿La de Wayne? ¿La de Gloria?
Escuché un zumbido sobre mi cabeza y levanté raudamente la vista. Una cámara estaba girando para enfocarme de lleno.
—¡Jesús! —Daba escalofríos.
—¿Hay alguien ahí mirándonos? —Jay sonaba asustado, o puede que emocionado.
—No lo sé. Tal vez. O puede que solo sea un dispositivo que se activa automáticamente al pulsar el botón.
Me alejé del punto de mira de la cámara y en medio de un silencio expectante aguardé con Jay a que el interfono cobrara vida.
Nada ocurrió. Aún no.
—Vuelve a llamar —dijo Jay.
Me acerqué al interfono y pulsé el botón. La cámara se activó de nuevo y giró sobre mi cabeza, lo cual indicaba que probablemente era activada por un sensor y no por un ser humano. No sabía decir si eso era bueno o malo.
La verja permaneció cerrada y nadie nos habló, por lo que al cabo de un rato volví a llamar. Probé cuatro o cinco veces más, con pulsaciones prolongadas, pero nada ocurrió.
—Si hay alguien ahí dentro —dije— dudo mucho que nos deje entrar.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jay.
Bueno, llevaba conmigo un artilugio electrónico. Quizá consiguiera abrir la verja. O quizá no. Yo no entendía de electrónica. Lo único que sabía era que a veces mi artilugio abría verjas electrónicas y a veces no. A veces las bloqueaba y nada, ni claves ni botones conseguían abrirlas y era preciso que un hombre viniera y reprogramara todo el sistema.
Si algo así ocurría ahora, nos veríamos obligados a saltar el muro.
Saqué mi artilugio del bolso, lo apreté contra el lugar donde intuía que podía estar la cerradura, pulsé el botón y —para mi gran alivio— la verja empezó a ceder con suavidad y sigilo.
Regresamos al coche y entramos a toda prisa. Nuestra aproximación activó un foco digno de un campo de concentración que estuvo a punto de dejarnos ciegos. Y de pronto la casa apareció ante nosotros.
No era muy grande, pero sí imponente. Un edificio de madera estilo Frank Lloyd Wright con ventanas de doble alzada y una terraza voladiza con vistas al lago.
Aparqué junto al porche, bajé de un salto y enseguida procedí a evaluar la situación. No había coches. De hecho, parecía que en la casa no hubiera nadie. Estaba a oscuras, aunque eso no era razón para desanimarse. Puede que al oírnos en la verja, Wayne y Gloria hubieran apagado las luces y se hubieran escondido detrás del sofá.
Más focos se encendieron automáticamente y nos cubrieron de una luz blanca. Apreté la cara contra la ventana para ver el interior. Delante tenía un salón decorado en marrones, rojos y naranjas. El o la interiorista había elegido, al parecer, el tema vaquero. El suelo, de tablones anchos, estaba cubierto de pieles de animal, y había una chimenea alta como un hombre construida con piedras toscas. De las paredes sobresalían cuernos de vaca y había mucho objeto equino. Jergas toscas descansaban sobre los sofás de cuero y vislumbré algo que semejaba una brida decorativa. Adornos de metal, también relacionados con los caballos —¿riendas, quizá?—, pendían del techo. Lo más espantoso de todo: una silla de montar convertida en un taburete de tres patas.
Pero ni rastro de Wayne. Ni rastro de nadie. Aunque a lo mejor no debería esperar encontrar a un ser humano en un salón tan horroroso.
Ignoraba qué hacer a continuación. Carecíamos de un plan. Habíamos pasado tanto tiempo conduciendo por campos yermos que había acabado por convencerme de que no daríamos con la casa, de que nunca íbamos a llegar a este punto.
De pronto di con la solución.
—Llámale —dije a Jay—. Llámale e intentemos hablar con él.
—Vale. —Pero cuando sacó su móvil, declaró—: No hay señal.
Saqué mi móvil; tampoco daba señal. Qué desolación.
—Necesitamos entrar para poder hablar con él —dijo Jay—. Probablemente esté arriba, en uno de los dormitorios. ¿Qué te parece si grito su nombre?
—Déjame que piense un segundo. Está bien, grita.
—¡Wayne! —llamó Jay—. WAYNE, soy Jay. —En ese aire puro y sereno su voz sonaba increíblemente fuerte—. Oye, Wayne, todo va a ir bien, no has hecho nada MALO. Podemos llegar a un ACUERDO. Vuelve a casa con nosotros.
El silencio —la ausencia de respuesta— reverberó en la noche. Los lagos siempre se me antojaban exageradamente serenos e inquietantes, y en ese momento todavía más. No tenía inconveniente en reconocer que los lagos no eran santo de mi devoción, siempre me habían parecido un poco petulantes. Como si lo supieran todo de ti y tú no supieras nada de ellos. Los lagos eran reservados, en mi opinión. Jugaban con las cartas arrimadas al pecho. Nunca sabías qué les sucedía realmente, qué secretos escondían en sus oscuras profundidades; podrían estar haciendo todo tipo de diabluras y tú sin enterarte, como los matrimonios aburguesados jugando a los intercambios de pareja. Con un mar, en cambio, sí sabías a qué atenerte. Un mar era como un cachorro (lo que no quería decir que me gustara). Un mar era vibrante y abierto y no podía ocultarte nada aunque quisiera.
—Tenemos que entrar en esa casa —dijo Jay.
De repente me asaltaron las dudas. Si Wayne no deseaba ser encontrado, probablemente deberíamos respetar su voluntad. Pero la adrenalina, el subidón de tenerlo tan cerca, pudo conmigo y de pronto todo eso me dio igual y lo único que quería era entrar en la casa.
—¿Cómo lo hacemos? —preguntó Jay.
—Abriendo la puerta —dije con un gesto arrogante de la mano.
Caminé hasta ella y probé el picaporte, porque nunca se sabe. Estaba cerrada con llave. Bueno. He ahí un pequeño ejercicio de humildad.
—¿Y ahora qué? —preguntó Jay.
—Llamamos al timbre.
Pero no había timbre.
—Llamamos a la puerta con educación. —Martilleé el vidrio hasta que me dolieron los nudillos.
—¿Y ahora? —preguntó Jay.
—Forzamos la puerta. Obviamente. Zoquete.
Puede que parezca divertido, pero entrar a la fuerza en una casa no es una experiencia agradable. Los aspectos prácticos pueden representar todo un reto. Por lo general has de encontrar un objeto contundente, romper una ventana, abrirla, introducirte por ella sin engancharte ninguna arteria en un trozo de cristal descarriado y correr por la casa mientras la alarma aúlla como una endemoniada, horadándote el cerebro.
Por suerte, en este caso la puerta principal era de cristal, por lo que no tenía que vérmelas con ninguna ventana. Y guardaba una lata de fresas en el maletero del coche.
—¿Por qué llevas una lata de fresas en el coche? —preguntó Jay.
—Calla.
Me dolía un poco la barriga. Esto era desesperante, estar tan cerca de Wayne y tener todos esos obstáculos en nuestro camino. ¿Y si no estaba dentro...?
Golpeé la lata contra el cristal y rebotó. Volví a estamparla, esta vez con más fuerza, y fui recompensada con un crujido de cristales. Había abierto un pequeño boquete con grandes grietas que se extendían en todas direcciones. Probé de nuevo y esta vez una buena parte del vidrio se desprendió del marco, cayó al suelo del vestíbulo y estalló en pequeños fragmentos letales. Utilicé la lata de fresas para derribar los trozos que aún resistían alrededor del cerrojo, introduje la mano y abrí desde dentro.
—En cuanto abra la puerta —informé a Jay— la alarma se disparará y los oídos nos seguirán pitando dentro de una semana, pero ignórala y actúa deprisa. Si crees que Wayne está arriba, empezaremos por allí. ¿Preparado?
Abrí la puerta y entramos como flechas, aplastando los cristales rotos. Sin embargo, no aulló ninguna alarma. Solo se oía silencio. Un silencio inesperado, desconcertante. Lo que únicamente podía significar dos cosas: que en la casa había alguien, lo cual era bueno (pero también malo porque era evidente que no querían saber nada de nosotros), o que la alarma se había activado por control remoto y estaba alertando a la comisaría local. Lo cual quería decir que en breve un coche patrulla repleto de agentes con barriga tocinera se acercaría zumbando por la carretera, ladrando como perros y blandiendo sus porras.
O quizá significara una tercera cosa. Quizá significara que al no haber estado nunca en esta casa, Docker no se había molestado en instalar una alarma. A lo mejor pensó que las verjas serían una disuasión suficiente y se olvidó del tema.
Echamos a correr escaleras arriba. Algo extraño ocurría cada vez que nuestros pies golpeaban los escalones de madera. Una vez en el rellano, procedimos a recorrer las habitaciones a tal velocidad —había tres dormitorios, todo muy ranchero— que tardé varios segundos en comprender qué era eso extraño que estaba ocurriendo. Era polvo —tres centímetros de polvo largo tiempo inalterado— elevándose del suelo cada vez que nuestros pies pateaban la madera.
No había nadie en los dormitorios, nadie debajo de las camas, solo polvo. Presa del desaliento, bajé concentrando en la cocina mi último pedacito de optimismo, prometiéndome que allí encontraría señales de vida, un montón de alimentos frescos —leche, huevos, queso, bizcocho de chocolate—, pero no había nada. Y cuando me percaté de que la nevera estaba desenchufada fue como estrellarme contra un muro.
No había nadie aquí. Nadie había pasado por esta casa en mucho tiempo.
Ni Wayne. Ni Gloria. Nadie.