14
Dormí tres horas, que al parecer era cuanto podía dormir últimamente. Me despertó el dolor en las costillas. El mismo que había sentido la última vez, una opresión en el pecho tan fuerte que tuve que dejar de llevar sujetador durante un tiempo. Entonces recordé mi desacertado intento de anoche de reírme en casa de John Joseph y pensé esperanzada: «Puede que solo se trate de un tirón muscular».
Pero sabía que era algo más. La oscuridad me estaba invadiendo por dentro, trepando desde mi estómago como un veneno oleaginoso, y una oscuridad aún más pesada me oprimía por fuera, como si estuviera descendiendo en un ascensor.
Me daba miedo enfrentarme a lo que pudiera haber fuera —el día estaba terriblemente nublado, un clima absurdo para junio—, pero más miedo me daba quedarme en la cama.
Me pregunté si no debería emprender la búsqueda de Wayne de inmediato, subirme al coche y conducir durante unas cuatro horas hasta Clonakilty. No importa lo que dijera John Joseph, hacerle una visita a su familia sería lo más obvio... Un momento, rebobina. Lo más obvio... La gente no paraba de decirme que Wayne no estaría en un lugar obvio. Así que yendo en contra de mi intuición, decidí dejar la visita a Clonakilty para más adelante, pues era demasiado obvia. A menos que se tratara de un doble farol de Wayne y de obvio que era dejaba de resultar obvio... Dios, demasiado temprano para esta clase de gimnasia mental.
Mamá se hallaba al otro lado del rellano, sentada frente al ordenador del despacho.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Viendo a esa putilla en YouTube.
—¿Qué putilla?
Tenía los labios tan apretados que apenas podía hablar.
—Zeezah. Echa un vistazo —me invitó—. Es repugnante.
Pero fascinante.
—Parece que esté de pie sobre una tabla de surf —me informó mirando fijamente la pantalla—. Y hay un ginecólogo tumbado boca arriba sobre la tabla intentando hacerle una citología, y ella quiere que se la haga pero las olas le hacen perder el equilibrio todo el rato y al final consigue agarrarse y bajar para probar de nuevo... No entiendo esa historia del islam —continuó—. Pensaba que esos ulemas te daban en la cabeza con una caña de bambú si accidentalmente se te resbalaba el burka y un hombre alcanzaba a verte una ceja, pero mira el comportamiento escandaloso de tu mujer. ¡No lo entiendo!
Cavilamos un poco más sobre las contradicciones del Islam. Bueno, mamá caviló y yo escuché porque no tenía energía para hablar.
—¿Lo vuelvo a poner? —me preguntó.
—¿Por qué no? —Ya lo había empezado.
—¿Por qué se casó John Joseph con una chica musulmana siendo un católico devoto? ¿Y por qué sucedió todo tan deprisa? —«Un idilio relámpago», lo denominaron los periódicos. Cuatro meses entre conocerse y casarse. Probablemente ella necesitara el visado.
—Pero ¿acaso no va a convertirse al catolicismo? ¿No fueron a Roma de luna de miel? ¿No fueron bendecidos por el Santo Padre? —Dije «Santo Padre» con sarcasmo.
—Dudo mucho que el Santo Padre les diera su bendición. Y no digas «Santo Padre» en ese tono, puedo oír la burla en tu voz.
—Lo que tú digas. Está muy oscuro aquí, mamá. ¿Podemos encender la luz?
—Está encendida.
Lo estaba.
—¿Quieres desayunar? —me preguntó después de ver el clip de Zeezah tres veces más.
Negué con la cabeza.
—Menos mal.
—¿Por qué?
—Porque no hay nada.
—¿Por qué no? —Seguía sin querer desayunar pero me dolía que no cumplieran con sus obligaciones parentales.
—Cada mañana vamos a CaffeinePeople y pedimos café con leche y magdalenas de salvado bajas en grasas. Leemos los periódicos. Están colgados de unas barras. Los lees y luego los devuelves a las barras. Parecemos europeos. Puedes venir con nosotros si prometes no robar los periódicos y abochornarnos.
De repente, casi pillándome por sorpresa, tomé una decisión.
—De hecho, creo que iré al médico.
—¿Por los buitres?
Asentí.
—Y por otras cosas.
—¿Qué cosas?
—Ya sabes...
—¿Has regalado tu pañuelo de Alexander McQueen?
Negué con la cabeza.
—Entonces no todo es malo.
Me mordí el labio. No tenía sentido contarle que ya me había olvidado del pañuelo de Alexander McQueen.
Mantenerme activa, esa era la manera de pasarlo. Así pues, conecté mi impresora al ordenador e imprimí cinco fotos de Wayne con la cabeza afeitada para mostrárselas a testigos potenciales.
Hecho esto decidí telefonear a Artie, pero de pronto me asaltó la duda. Me sentía tan extraña, tan desconectada del mundo, que quizá no fuera una buena idea intentar hablar con él. Ignoraba todo lo normal que sería capaz de estar y no quería asustarle.
¿Y si le asustaba? ¿Y si no era capaz de aguantarme así? ¿Qué sería de nosotros? La idea era tan desagradable que preferí no correr el riesgo: evitaría la llamada e intentaría hablar con él más tarde. Pero no había nada en la red que mereciera la pena, ni rupturas ni uniones entre famosos, de modo que transcurridos unos minutos me dije: «Qué demonios, le llamaré de todos modos. Tiene que aprender a tolerar mis rarezas».
No obstante, después de tanto rollo tenía el móvil apagado. Puede que hubiera salido a correr. Puede que ya estuviera en el trabajo y metido en una reunión. Puede que estuviera pasando un rato agradable con sus hijos frente a un desayuno —crepes, quizá— preparado por él. Al imaginármelos sentados alrededor de la mesa con sus arándanos y su sirope me asaltó una emoción desagradable que finalmente identifiqué como celos moderados. Un asunto peliagudo que tu novio sea un padre devoto. Me costaba aceptar el hecho de que por mucho que Artie me quisiera, nunca podría ser la persona más importante de su vida.
Bien, hora de poner la atención en otra cosa. Volví a llamar al móvil de Wayne; estaba apagado. ¿Y si entraba en su página web? Tal vez me diera una pista de la clase de persona que era. Pero se trataba de una simple plantilla de su compañía de discos y la información se ceñía a datos impersonales: los álbumes que había sacado, los conciertos donde había tocado, esas cosas. Según la página, Wayne seguía planeando actuar en el MusicDrome el miércoles, jueves y viernes próximos. En fin, el tiempo lo diría.
Eran las 7.58 de la mañana, demasiado pronto todavía para llamar a Birdie Salaman, así que me puse a mirar pañuelos en la red mientras el tiempo pasaba odiosamente despacio. Al fin —¡al fin!— dieron las 8.30, una hora aceptable para llamar a una casa, pero a los tres tonos saltó el buzón de voz. ¿Filtro de llamadas? ¿Se había ido a trabajar? A saber. Dejé un mensaje, respiré hondo, llamé al doctor Waterbury y recé por que hubiera despedido a Shannon O’Malley, su recepcionista, con la que había ido al colegio.
Por desgracia, seguía allí y le encantó oír mi voz.
—¡Helen Walsh! ¡Justamente el otro día estuve hablando de ti! Me encontré con Josie Fogarty, que ahora tiene cuatro hijos, y dijo: «¿Te acuerdas de lo chiflada que estaba Helen Walsh?». ¿Te has casado ya? Deberíamos quedar una noche las tres para tomarnos unos vinos y descansar de los hijos. Qué maravilla hablar contigo. ¿Cómo estás?
—En el punto álgido de mi salud física y mental —respondí—, por eso me gustaría una cita con el médico.
—Caray, eres graciosísima —dijo—. Siempre lo fuiste. Todo te da igual, ¿verdad?
Tendría que cambiar de médico si iba a tener que pasar por esto cada vez que necesitara una cita.
—Estoy mirando la agenda —prosiguió—. Hoy la tiene a tope, pero veré si puedo hacerte un hueco, como un favor especial a una vieja amiga. Dame tu teléfono y te llamaré.
La primera vez que fui a ver al doctor Waterbury fue —hice un cálculo mental— dos años y medio atrás, en diciembre de 2009. Me había mudado a mi apartamento nuevo hacía seis meses y él era el médico de cabecera que me quedaba más cerca.
Shannon no era su ayudante entonces. Lo era otra persona, una mujer a la que no conocía y que me hizo esperar más de cuarenta y cinco minutos. He de reconocer que era diciembre, temporada alta para los médicos. Cuando finalmente entré en el despacho, el doctor Waterbury apenas levantó la vista. Calvito, estaba aporreando el teclado y parecía agobiado. Pese a la falta de pelo, no era tan mayor como otros médicos. Eso me gustó. No soportaba a los médicos mayores, actuaban como si fueran dioses y ya no lo son, no desde que podemos googlear nuestros síntomas y hacer nuestros propios diagnósticos.
—Helen... ah... Walsh. —Comenzó a teclear y me introdujo en su base de datos.
Luego lo dejó todo a un lado, me miró fijamente a los ojos y me preguntó, como si le interesara de veras:
—¿Cómo está?
—Dígamelo usted —respondí—. Para eso es el experto. —¿Por qué pensaba que le estaba pagando sesenta euros?—. Le expondré la situación. Me despierto cada mañana a las 4.44, no puedo alimentarme como es debido, no recuerdo la última vez que fui capaz de comer pollo. Y de la noche a la mañana ha dejado de importarme el argumento de True Blood.
—¿Algo más?
—Creo que tengo un tumor cerebral, creo que está presionando alguna parte de mi cerebro y volviéndome un poco rara. ¿Puede programarme para escáner?
—¿Mareos? ¿Destellos? ¿Vista borrosa?
—No.
—¿Dolor de cabeza? ¿Lapsus de memoria? ¿Daltonismo?
—No.
—¿Qué le gusta hacer? ¿Qué le da placer actualmente?
—Nada —dije—. Pero en mi caso es normal. Soy bastante gruñona por naturaleza.
—¿Nada en absoluto? ¿La música? ¿El arte? ¿Los zapatos?
Me llevé una sorpresa (categoría: agradable).
—Muy buena, doctor. —Le miré casi con admiración—. Me encantan los zapatos.
—¿Tanto como antes?
—Hum... Siempre me compro zapatos en diciembre, altos y brillantes para las fiestas, y ahora que lo menciona, este año ni me he molestado.
—¿Bolsos?
—Está rozando la condescendencia. —Entonces caí en la cuenta de algo—. Mi hermana Claire tiene un bolso de Mulberry nuevo de piel de poni de un gris casi negro, imagino que no tiene ni idea pero es fabuloso y yo siempre tomo prestados sus bolsos nuevos, ya sabe, sin pedir permiso, simplemente saco las cosas de su bolso y las meto en mi porquería de bolso y se lo dejo ahí para que lo encuentre mientras yo huyo con el bolso nuevo, como si fuera una broma, aunque me quedo el bolso todo el tiempo que puedo. Y esta vez no lo he hecho.
—¿Qué me dice del trabajo? Veo que es usted, mmm... —consultó mi formulario-... investigadora privada. Caray. —Levantó la vista—. Suena interesante.
—Eso dice todo el mundo.
—¿Y lo es?
—Hombreee... —En realidad hacía tiempo que no me entusiasmaba la idea de esconderme en una zanja. De hecho, mi (perdón, perdón) hambre inicial parecía haber disminuido. Lo que me había impulsado a seguir devolviendo llamadas y acudiendo a las reuniones era el miedo a ser pobre, no el amor a mi trabajo. Y después de que dos meses atrás un hombre al que estaba vigilando me propinara un puñetazo en la barriga no me sentía tan a gusto espiando a los malos.
—Debe de ser muy estresante —dijo, sorprendiéndome con su perspicacia.
—Lo es. —Las largas jornadas, la tensión de no saber si iba a obtener o no resultados, el temor por mi integridad física, la falta de oportunidades de ir al lavabo, todo sumado...
—¿Le ocurre algo más? —preguntó.
Había otra cosa, y pensé que más me valía decírsela.
—¿Está al corriente de esa historia que aparece en todas las noticias? ¿La de los cuatro adolescentes que murieron en un accidente de coche en Carlow? Sé que es muy fuerte lo que voy a decirle, pero me habría gustado ser uno de ellos.
Anotó algo en su bloc.
—¿Alguna otra ideación suicida?
—¿Qué es una ideación suicida?
—Lo que acaba de contar. Desear la muerte sin tener necesariamente un plan para provocarla.
—Eso es exactamente lo que siento —dije, casi contenta de que alguien expresara con palabras mis extraños y aterradores pensamientos—. Desearía estar muerta pero no sabría cómo hacerlo. Me encantaría sufrir un aneurisma. —Lo alentaba varias veces al día, hablaba a los vasos sanguíneos de mi cerebro, como la gente habla a las plantas, y les animaba a estallar. «Vamos, muchachos», pensaba para infundirles entusiasmo. «Hacedlo por mí. ¡Estallad! ¡Estallad!»
—Bien —dijo—, no parece probable que tenga un tumor cerebral.
—No me engañe. Toleraré la quimio, toleraré la intervención; no me importa, solo quiero curarme.
—Yo diría más bien que lo que tiene es una depresión.
Como si hubiera dicho: «Creo que sufre de un brote de alas de hada en la espalda». La depresión no existía. Todos teníamos días en que nos sentíamos fofos y destemplados y pobres y cansados, días en que el mundo se nos antojaba hostil y agresivo, en que era más seguro quedarse en la cama. Pero la vida era así. Eso no era razón para tomar pastillas o pedir una baja en el trabajo o ingresar una temporada en el Santa Teresa. Magdalenas, esa era la cura. Magdalenas y patatas fritas y televisión diurna y algunas compras impetuosas en ASOS.
En cualquier caso, yo no me sentía deprimida. Me sentía... asustada.
—Voy a recetarle un antidepresivo.
—No se moleste.
—Llévese la receta de todos modos. No hace falta que la rellene si no quiere, pero la tendrá en el caso de que cambie de opinión.
—No cambiaré de opinión.
Dios, si lo llego a saber.