18
Mamá me estaba esperando en casa con una magdalena.
—De plátano y pacanas. Sé que no tiene muy buen color, pero ¿te importaría probarla? Pareces un poco...
—Estoy bien —dije—. Son las nubes. Cuando el cielo está tan tapado la cabeza me pesa.
Puso cara de extrañeza.
—El cielo está azul.
Miré por la ventana; el cielo estaba azul.
—¿Cuándo ocurrió?
—Lleva así toda la mañana.
Eso, sin embargo, no mejoró mi estado. Seguí inquieta, solo que de otra manera. El cielo despejado se me antojaba duro, frío y despiadado. ¿No podrían haber puesto algunas nubes para suavizarlo un poco?
—¿Qué te ha dicho el médico? —me preguntó mamá.
¿Cuánto debía contarle?
Nada, decidí. No tenía más que ver cómo había reaccionado con lo de los buitres. Mamá no quería que esto estuviera sucediendo.
Dos años y medio atrás aprendí a dejar de desear que la gente de mi alrededor me consolara porque no podía hacerlo. Estábamos todos demasiado asustados. Yo estaba aterrorizada, y también ellos. Nadie podía entender qué me estaba ocurriendo y cuando comprendieron que no podían ayudarme se sintieron impotentes, luego culpables y, por último, resentidos. Sí, me querían, mi mente lo sabía aun cuando mi corazón no pudiera sentirlo, pero una pequeña parte de ellos estaba enfadada. Como si yo hubiera elegido deprimirme y me estuviera resistiendo deliberadamente a la medicación que debía repararme.
Como es obvio, todos querían que me repusiera, pero una vez que me repuse —lo que afortunadamente ocurrió después de seis meses infernales— nadie quería que recayera.
—Ha vuelto a darme Sunny D’s. Estaré bien. Oye, ¿ha dejado Jay Parker una llave para mí?
—No.
Mierda. Quería mantenerme activa, mantener la mente en movimiento, mantener los pensamientos a raya. Eran más de las diez, ¿cuándo pensaba darme la llave? Le envié un SMS y respondió que estaba en camino. Viniendo de un embustero informal como él, podía significar cualquier cosa.
—Me estaba preguntando... —dijo mamá.
Enseguida supe qué se estaba preguntando.
—... ¿qué ocurrió exactamente entre Jay Parker y tú?
—No podría decírtelo.
—Claro que puedes.
—No puedo. Lo he olvidado por completo. —No pensaba contarle a nadie lo que ocurrió con él. No se lo había contado a nadie cuando rompimos y no pensaba hacerlo ahora.
—Solo ha pasado un año —protestó mamá—. No puedes haberlo olvidado.
—Lo he desterrado de mi conciencia —dije en tono alegre.
—Pero...
—He reprogramado mi base de datos...
—Pero...
—... y reescrito mi propio recuerdo del pasado.
—¡No puedes hacer eso! Nadie puede.
—Poseo una voluntad de hierro. —Le sonreí con dulzura—. En eso soy afortunada. Ven conmigo. Mientras le espero oblígame a ducharme y lavarme el pelo.
Reacia a dejar el tema de Jay Parker, tras un breve titubeo dijo:
—Está bien.
Me metió en el cuarto de baño con mano dura, como una celadora en una cárcel de mujeres.
Mamá tiene una fuerte vena teatral y se mete realmente en el papel. En mis peores momentos me había ayudado en mi trabajo y se había dejado llevar por el entusiasmo, comportándose como si fuéramos detectives de televisión, conduciendo como un bólido y embistiendo puertas con el hombro.
La verdad es que también yo había pecado un poco de eso. Pero diré, en mi defensa, que solo en los primeros tiempos, cuando me pasaba el día localizando micrófonos en salas de juntas y preguntándome cuándo tendría una vida más emocionante.
Para mi sorpresa (categoría: incierta), al salir del cuarto de baño tropecé con Claire.
—Te he traído ropa. —Me lanzó una bolsa—. He hecho lo que he podido.
Hacía dos semanas que no la veía. Tenía un aspecto estupendo: el pelo largo y sedoso y el bronceado falso al día. Llevaba un pantalón pirata, una camiseta diminuta con el dibujo de un personaje Anime, plataformas de vértigo y un brazo cubierto de pulseras de plata con oraciones hindúes. Es lo que pasa cuando tienes una hija adolescente. Kate sería una pesadilla hormonal, pero ayudaba a Claire a mantener su imagen al día.
—Estás muy flaca —dijo sin poder borrar la envidia de su voz.
Lo estaba, pero no por mucho tiempo. Cuando las pastillas empezaran a hacer efecto, se apoderaría de mí un deseo irrefrenable e insaciable de carbohidratos. La velocidad de mi metabolismo caería en picado, la cara se me pondría como una torta y la barriga se me llenaría de rollos de grasa de un día para otro. Me convertiría en el muñeco Michelín. Era un mal rollo total, tanto la enfermedad como la cura.
—¿Por qué no tienes celulitis en los brazos? —le pregunté.
—Mil ejercicios de bíceps todos los días. Bueno, cien. Algunos días. Siempre al pie del cañón. Nunca debemos rendirnos.
—¿Qué te cuentas?
—No paro. —Sacó una pastilla de Nicorette y se la metió en la boca—. Estoy dejando el tabaco. Dejándome flequillo. Pujando por una pantalla de lámpara en eBay. Buscando una receta para un tajín de cordero vegetariano. Llevando al perro a castrar. Preguntándome si podría enviar a Kate a uno de esos reformatorios para adolescentes problemáticos. Lo de siempre.
Hurgó en su bolso y sacó un libro que entregó a mamá.
—Gracias, cariño.
—No, es de mi club de lectura. ¿Podrías leértelo para el lunes y contarme de qué va?
—Lo intentaré, aunque con Helen viendo buitres y negándose a comer y tu padre cada vez más sordo...
—Olvídalo. La verdad es que ni siquiera sé por qué me molesto. Lo único que hacemos en clase es beber vino y quejarnos de nuestros maridos. Nunca hablamos de libros. ¿Qué? ¿Desembalamos las cosas de Helen?
Algo se apoderó de mi alma. Una inquietud. Una inquietud diferente de la inquietud que había sentido desde que me había despertado esa mañana. Hurgué en mis pensamientos y hallé la causa: en algún lugar de esas cajas había fotos. Fotos comprometedoras. De Artie. Desnudo y desinhibido, no sé si me entiendes. No tendría que haberlas pasado a papel, debería haberlas dejado en el móvil y haberme conformado con eso. Pero estaban bien escondidas. Envueltas en una camiseta, dentro de una cajita, dentro de una bolsa. Nadie las encontraría.
—He de salir un momentito a comprar harina para pasta —anunció Claire—. Esta noche tengo invitados y quiero hacer orecchiette, pero en este rincón del país es imposible conseguir harina para pasta. Hay una tienda italiana al final de York Road. Vuelvo en cinco minutos.
Y desapareció con un golpe de melena.
—¿Crees que volverá? —preguntó mamá algo quejumbrosa.
—No importa. Seguro que Margaret se pasará por aquí.
—¿A quién le importa? —exclamó mamá—. ¡Por ahí viene Jay Parker!
Miré por la ventana.
Era Jay Parker, en efecto, con su uniforme habitual de traje estrecho, camisa blanca y corbata fina negra, tan gallito que caminaba prácticamente pavoneándose.
—Mírale —dijo mamá con patente admiración—. Tiene tanto... ¿cuál es la palabra? Carisma, creo.
Bajó a recibirle y la seguí a un paso más lento. Para mi gran sorpresa, papá apareció en el recibidor; en un acontecimiento milagroso, se había separado quirúrgicamente de su butaca frente a Setanta Sports para saludar a Jay.
—Te hemos echado de menos. —Papá había adorado a Jay Parker.
—Y que lo digas —convino mamá ilusionada como una niña. Mamá también había adorado a Jay Parker. Todo el mundo había adorado a Jay Parker: mis hermanas, Bronagh, Blake, el marido de Bronagh, todo el mundo.
Después de unos minutos cruzando tonterías, papá se preparó para marcharse. No podía permanecer alejado de la tele durante mucho tiempo o algo malo podría suceder. Parecía la persona que tenía que introducir los números en la trampilla en Lost.
—Ven a vernos pronto —dijo. Durante un momento angustioso dio la impresión de que iba a abrazar a Jay, pero después de un breve titubeo, que se me hizo eterno, la despedida tuvo lugar sin incidentes.
Jay Parker se volvió hacia mí y con gesto solemne me tendió una llave y un papelito.
—La llave y la clave de la alarma de Wayne.
Contemplé los números que Wayne había elegido como clave —0809— y me pregunté qué podían significar, porque nadie elige nada enteramente al azar, aunque lo intente.
—¿Y mis honorarios? —le pregunté.
—A eso iba ahora. —Tuvo la audacia de hacerse el herido, como si yo estuviera insinuando que era de los que intentaban escaquearse de pagar sus facturas. Sacó un fajo de billetes de veinte euros—. Aquí tienes doscientos pavos, es todo lo que me ha dejado sacar el cajero.
Lo fulminé con la mirada: habíamos acordado que me pagaría el trabajo de una semana por adelantado.
—Podré sacar otros doscientos mañana —replicó—. Y pasado mañana. Y al otro. Tengo el dinero, el problema son esas malditas máquinas.
—¿Y el dinero que tenías anoche?
—Te lo di casi todo, y tengo otros gastos, muchos gastos.
Podría ir al banco y sacar dinero. Pero ¿quién iba al banco hoy en día? De hecho, ¿todavía era posible ir a un banco? ¿No sucedía todo lo relacionado con el banco en búnkeres subterráneos de atención telefónica del tamaño de un estadio de fútbol?
—Podría hacerte una transferencia del total a tu cuenta —añadió astutamente—, pero supuse que preferirías cobrar en efectivo.
Me tenía pillada. Necesitaba cobrar en efectivo. Tenía tal descubierto que cualquier dinero transferido a mi cuenta desaparecería automáticamente.
—¿De qué va esto? —le preguntó mamá—. ¿Qué trabajo te está haciendo Helen?
—Es confidencial —dije.
—Si pudiera contárselo a alguien, mami Walsh... —Jay meneó tristemente la cabeza-... ese alguien sería usted.
Mamá nos miró, no sabiendo si insistir o no, pero finalmente se rindió.
—Estoy deseando que llegue el concierto del miércoles —dijo emocionada.
—Será una noche inolvidable, mami Walsh, inolvidable.
—Y dime —mamá se arrimó un poco más a Jay—, ¿es cierto que Docker aparecerá como invitado sorpresa?
—¿Docker? ...-pregunté—. ¿Dónde demonios has oído eso?
—Sale en todos los foros. Dicen que aparecerá en uno de los tres conciertos. ¿Es cierto?
Era evidente que Jay no tenía ni idea, pero se recuperó tan deprisa que prácticamente podías ver el engranaje girar. ¿Qué mejor manera de generar expectación y disparar la venta de entradas que poniendo en marcha el rumor de que Docker, alias El Talentoso, podría aparecer en los conciertos?
—Los cinco Laddz otra vez juntos —dijo mamá.
—¡Jajajá! A lo mejor. Yo no digo nada, pero nunca se sabe. —Jay se dio unos golpecitos en un lado de la nariz—. Es información confidencial.
—Basta —le recriminé—. Estás siendo cruel.
Existían tantas probabilidades de que Docker, o Shane Dockery, como había sido conocido en otros tiempos, apareciera en un reencuentro de Laddz como de que los cerdos volaran. Docker hacía años que era una superestrella internacional. De hecho, ya no era cantante sino actor de Hollywood —ganador de un Oscar, por Dios— y director de cine. Vivía en un universo que nada tenía que ver con el de los Laddz. Viajaba en avión privado, era padrino de uno de los hijos de Julia Roberts y siempre estaba haciendo buenas obras, defendiendo a los cultivadores de soja verde del Comercio Justo, a presos políticos y yo qué sé a quién más. Hasta John Joseph, con su vestíbulo de noble medieval y su carrera de productor, daba pena al lado de Docker.
—Necesito comentarte un par de cosas. —Me llevé a Jay al salón—. Podría conseguir el teléfono y los extractos bancarios de Wayne, pero te costará dinero porque tendrás que pagar dos cosas: una factura pendiente de un viejo caso que tuve y este nuevo trabajo.
—¿Por qué he de pagar la factura de otro?
—Porque ese otro se niega a hacerlo y hay que saldar la deuda para poder encargar otro trabajo.
—¿Cuánto?
Se lo dije.
—Joder —farfulló consternado—. No estoy hecho de dinero.
—Tómalo o déjalo.
Lo meditó largo y tendido.
—Está bien —dijo al fin—. Si tuviera el dinero, y no estoy diciendo que lo tenga, pero si lo tuviera, ¿cuánto tardarías en obtener la información?
—Si fuera posible conseguirla, y no estoy diciendo que lo sea, pero si fuera posible, tres o cuatro días.
—¿Tanto? —Jay contó los días con los dedos—. Estamos a viernes. Eso significa que no podrías tenerla hasta el martes. —Me miró alarmado—. ¿Crees realmente que Wayne no habrá vuelto para entonces?
—No tengo ni idea.
Suspiró.
—¿No puedes entrar en su ordenador? ¿Esquivar la contraseña? En serio, ¿no conoces a algún hacker bien dispuesto?
Conocía a una, la típica estudiante de informática feliz de ayudarme a cambio de dinero para copas, pero se había licenciado el verano pasado y de pronto consiguió un buen trabajo y le entró miedo a que la detuvieran, y desde entonces no había encontrado un sustituto satisfactorio. Dios sabe que lo había buscado. Y seguía en ello. Cada dos meses hacía un sondeo en el Technology College de CityWest, donde invitaba a beber a los estudiantes de informática e intentaba evaluar su nivel de inteligencia y corruptibilidad, pero hasta la fecha no había conseguido nada: los listos no eran corruptibles y los corruptibles no eran listos.
Exasperado, Jay dijo:
—Podría plantarme ahora mismo en el Technology College y seguro que en cinco minutos encuentro a un estudiante de informática dispuesto a forzar la contraseña de Wayne.
—Teniendo en cuenta que las clases terminaron hace dos semanas, lo dudo, pero allá tú —dije—. Buena suerte.
Me miró de hito en hito.
—O, si lo prefieres, puedes contratar a otro investigador —continué—. Me trae sin cuidado. De hecho, sería un placer no tener que relacionarme contigo.
Tras una larga pausa, dijo:
—¿Crees que algún día podrás superarlo? ¿Crees que algún día podrás perdonarme?
—¿Yo? —¿Campeona mundial del rencor e inventora de la Lista de Palazos?—. No.
Jay se encogió como si le hubiera abofeteado. Una mujer más débil que yo seguramente se habría apiadado. Pero yo no soy una mujer débil.
—Tienes que decidirte ya, Jay Parker —le azucé—. Es viernes, debemos efectuar las transferencias bancarias hoy o se nos caerá encima el fin de semana y no podremos hacer nada hasta el lunes.
—De acuerdo —aceptó quedamente—. Haré las transferencias durante la próxima hora.
Todavía no estaba segura de que Tiburón y Hombre del Teléfono (los «nombres» de mis contactos secretos, o por lo menos los nombres por los que yo los conocía) quisieran trabajar conmigo, pero tendría muchas más probabilidades una vez que cobraran. ¿Y si no querían? En ese caso, Jay Parker habría pagado a cambio de nada y eso solo podía ser bueno.
—Bien —dije—. Me voy a casa de Wayne, a ver qué encuentro.