46
El Santa Teresa era el hospital indicado para las crisis nerviosas, el lugar donde todos los dublineses —o por lo menos quienes tenían seguro médico— ingresaban cuando necesitaban «un lugar de reposo». Era el refugio todo blanco y plagado de Xanax que aparecía en las fantasías de Claire y sus amigas aun cuando ninguna había estado allí.
Todo el mundo decía que parecía un hotel, pero no era verdad. Parecía un hospital. Un hospital agradable, cierto, pero un hospital. Tenía ventanas que dejaban entrar la luz natural, pero las camas eran decididamente camas de hospital, estrechas y abatibles, con cabeceros de barrotes metálicos. Y era imposible ocultar la función de las espantosas cortinas que separaban las camas: proporcionar privacidad cuando el médico entraba a examinarte el trasero. (Aunque yo no entendía qué necesidad tenía el médico de examinarte el trasero en un hospital psiquiátrico. A menos que hablaras con el culo, claro.)
Yo sabía que el Santa Teresa disponía de áreas cuyas puertas permanecían cerradas a cal y canto y donde entrar y salir era un asunto de alta seguridad que implicaba mucho tintineo de llaves, pero para llegar al área Flor, mi destino, solo tenías que tomar el ascensor hasta la tercera planta y entrabas directamente en ella.
Cuando las puertas del ascensor se abrían, un largo pasillo de madera muy bonita —probablemente nogal— conducía hasta la enfermería. El pasillo estaba flanqueado por habitaciones de dos camas. Presa de una curiosidad malsana, miré en todas ellas al pasar. Unas se hallaban desocupadas, tenían mucha luz y las camas estaban perfectamente hechas. Otras tenían las cortinas corridas y bajo sus mantas azules yacían, de espaldas a la puerta, siluetas encorvadas e inertes.
Fue un impacto extraño y terrible descubrirme en un hospital psiquiátrico, pero tras el fracaso estrepitoso de mi elaborado plan de ahogarme en el mar había tocado fondo y estaba abierta a cualquier sugerencia. Cuando el hombre del perro que me rescató sugirió que debía ingresar en «un lugar de reposo», vislumbré un pequeño rayo de esperanza. Al día siguiente telefoneé al doctor Waterbury, quien a su vez telefoneó al Santa Teresa, pero el hospital no disponía de plaza en la sección bonita, la que tenía pinta de hotel. Había camas libres en el área Narciso, donde las puertas permanecían cerradas con llave y los enfermeros tenían por costumbre atar a los pobres desdichados a la cama, pero yo no quería ir allí.
Casi perdí el juicio: tenía que ingresar como fuera en «un lugar de descanso», era la única opción que me quedaba. Busqué por internet hospitales con pinta de hotel en Irlanda y vi un par, pero también estaban llenos. Había ampliado mi búsqueda al Reino Unido, y acababa de descubrir que mi seguro médico no servía allí cuando recibí una gran noticia del doctor Waterbury: se había materializado una cama en el área Flor. O alguien se había repuesto a una velocidad pasmosa o —lo más probable— su seguro médico se había negado a seguir acoquinando. Así que treinta y seis horas después de mi baño nocturno me descubrí pidiendo a mamá que me llevara en coche al loquero. (Fue su expresión, no la mía.)
Después de arreglar todo el papeleo en Admisiones, una chica muy amable nos acompañó a mamá y a mí al área Flor, donde una enfermera llamada Mary me recibió calurosamente y le dijo a mamá que se fuera. Podría volver más tarde, en las horas de visita, dijo.
Mientras mamá se alejaba apresuradamente por el pasillo con patente alivio, Mary dijo:
—Te enseñaré tu habitación. La compartirás con Camilla, a quien conocerás más tarde. Tu cama es la del lado de la puerta.
Mary me revisó el equipaje y se llevó el secador, el cargador del móvil, el cinturón del albornoz —cualquier cosa con la que pudiera ahorcarme, básicamente—, la maquinilla para las axilas, todas las pastillas incluida la vitamina C y —lo más inquietante— los antidepresivos. Aunque no me estaban ayudando, me horrorizaba la idea de estar sin ellos.
—No te preocupes —dijo Mary—. El médico revisará tu medicación y te hará un plan personalizado. —Me gustó cómo sonaba eso. Un plan—. Estarás bajo el cuidado del doctor David Kilty. Vendrá a verte dentro de un rato.
—¿Y qué hago hasta entonces?
Consultó su reloj.
—Es un poco tarde para la terapia ocupacional. Puedes ver la tele, la sala está al final del pasillo. O puedes tumbarte.
Así que me tumbé en mi cama alta y estrecha y me pregunté en qué iba a consistir mi cura milagrosa. En realidad no sabía qué esperar de este lugar, siempre constituía un misterio lo que sucedía en los psiquiátricos. Sabía, como es lógico, que iban a curarme, pues el hecho de ingresar voluntariamente en una institución era un paso tan extremo que sabía que lo respetarían y corresponderían a mi gesto con remedios extremos y eficaces. No obstante, si me paraba a pensarlo detenidamente, no estaba segura de cómo iban a hacerlo.
En la planta reinaba un silencio sepulcral. No se oía nada en el pasillo, no se oía nada en las demás habitaciones. ¿Cuánto tiempo llevaba tumbada aquí? Miré mi teléfono, Mary se había ido hacía casi una hora. ¿Por qué no venía el médico? El pánico habitual empezó a abrirse paso dentro de mí pero me recordé que mis «médicos expertos» iban a elaborarme un plan milagroso y que no tenía de qué preocuparme. Todo iría bien, todo iría bien.
Para distraerme decidí fisgonear en la intimidad de Camilla. Tenía un osito sobre su cama perfectamente hecha y un puñado de tarjetas de «Ponte Buena Pronto» sobre el estante. Abrí su armario y encontré cuatro pesas de muñeca, una esterilla de yoga y dos pares de zapatillas deportivas. Nuestro cuarto de baño estaba abarrotado de sus productos —mi afilado ojo detectivesco me llevó a deducir que padecía «electricidad capilar»— y una inspección de su ropero me informó de que tenía la talla 34.
Llamaron a la puerta, sobresaltándome, y un muchacho de once años entró en la habitación. Para mi asombro se presentó como el doctor David Kilty. Me pregunté si no sería uno de los pacientes que padecían delirios de grandeza pero, bajo mi riguroso interrogatorio, aseguró tener treinta y un años y haber aprobado todos sus exámenes y llevar casi tres años ejerciendo como psiquiatra.
—No sé, Dave... ¿puedo llamarte Dave?
—Si lo prefieres, aunque soy médico.
Leyó las anotaciones que el doctor Waterbury le había entregado y me preguntó detalladamente sobre mi intento de ahogo.
—¿Todavía piensas en el suicidio?
—No...
—¿Por qué no?
—Porque... —Porque lo había intentado y había fracasado. Dos veces.
Mi inmersión nocturna había sido, en realidad, mi segundo intento de suicidio. Diez días antes había regalado mi pañuelo de Alexander McQueen a Claire, escrito una breve nota de disculpa a la gente que quería y engullido mis diez somníferos. Para mi gran desesperación, desperté veintinueve horas más tarde sin efectos adversos. Exceptuando el de seguir viva, claro. Nadie había reparado siquiera en mi ausencia, y tener que explicar a Claire por qué debía devolverme el pañuelo era la menor de mis preocupaciones. («Te lo regalé únicamente porque pensaba que iba a morirme y habría sido una pena desperdiciar un pañuelo tan bueno, pero sigo viva y lo quiero de vuelta.») Estaba segura de que los viejos somníferos funcionarían y fue un duro golpe descubrir que matarse no era tan fácil como imaginaba. Fue tal mi desánimo que pensé que no tenía sentido volver a intentarlo.
Pero, transcurridos unos días, mi viejo espíritu luchador reapareció y me dije que volvería a probarlo y que esta vez lo conseguiría. Me pasé días enteros indagando en internet.
Arrojarse desde lo alto de un edificio o un acantilado era un método popular en la mitología, pero —descubrí enseguida— endiabladamente difícil en la práctica. Las autoridades locales y los programas de prevención contra el suicidio habían aplicado toda clase de medidas para evitar que la gente intentara acabar con su vida.
La regla básica era que si el edificio o el acantilado no estaban rodeados de una valla protectora, significaba que no eran lo bastante altos. Podía arriesgarme y tener suerte y encontrar mi final, pero lo más probable es que me partiera todos los huesos importantes del cuerpo y tuviera que pasarme el resto de mi vida en una silla de ruedas comiendo con pajita, y ese era un riesgo que no podía correr.
Una sobredosis de paracetamol era otro desastre: no siempre te mataba pero te destruía el hígado, por lo que te veías obligada a vivir el resto de tus días con dolor y malestar.
Básicamente, las posibilidades se reducían a dos métodos: cortarse las venas o ahogarse. Opté por lo segundo y lo planeé meticulosamente. Compré las latas de fresas y todo lo demás y aun así no conseguí matarme.
Ahora, con Dave mirándome con su carita impúber, me sentía peor de lo que me había sentido jamás. Me sentía peor que una suicida. Estaba atrapada en esta vida y pensé que la cabeza iba a estallarme de puro terror.
Pero me encontraba en el hospital, donde iban a darme una cura milagrosa, así que opté por responder:
—Supongo que me he desecho de cierto lastre. Todavía siento que... deliro, pero... estoy aquí y tú vas a curarme, ¿verdad?
Dave me diagnosticó ansiedad y depresión —menuda novedad—, duplicó mi dosis de antidepresivos y, gracias Dios, me recetó somníferos.
—Vendré a verte dentro de dos días —dijo, y se levantó.
—¿Qué? —Presa del pánico, salté de la cama para impedir que se marchara—. ¿Eso es todo? No puede ser. ¿Qué más piensas hacer por mí? ¿Cómo vas a curarme milagrosamente?
—Puedes pasear por los jardines —dijo—. La naturaleza sana mucho. O puedes tomar clases de yoga o relajación, o apuntarte a terapia ocupacional.
—¿Me tomas el pelo? —repliqué—. ¿Terapia ocupacional? ¿Te refieres a talleres de carpintería? ¿De punto?
—O de mosaico. O de pintura. Hay un programa muy completo. La gente siente que le ayuda.
—¿Eso es todo? —La angustia se estaba adueñando de mí.
—Está La maravilla del ahora. Da excelentes resultados.
—¿Qué es eso?
Dave intentó explicármelo, algo relacionado con vivir en el presente, pero yo estaba demasiado abrumada para entenderlo o incluso escucharle.
—Necesito fármacos. —Estaba suplicando—. Necesito pastillas especiales, bien fuertes, o tranquilizantes. Xanax, por favor, dame Xanax.
Pero se negó en redondo. Al parecer, Xanax solo se recetaba como una medida de emergencia a corto plazo.
—He intentado matarme —dije—. ¿Qué más tengo que hacer?
—Estabas lo bastante bien para pedir el ingreso en este hospital.
—He pedido el ingreso en un hospital psiquiátrico —dije—, de modo que, por definición, estoy fatal de la cabeza. De modo que necesito Xanax.
Pero Dave se limitó a reír y dijo que era muy buena argumentando y que debería considerar la posibilidad de hacerme abogada. Mi estancia en el hospital era una buena oportunidad para encontrar maneras de tranquilizarme, dijo. Me propuso una vez más la terapia ocupacional y de repente entendí por qué llamaban «cesteros» a los enfermos mentales: porque era una de las actividades del programa de terapia ocupacional. «Soy cestera», pensé. «Me he convertido en una cestera.»
Camilla era anoréxica. No daba problemas. Supongo que no tenía energía para darlos. No comía nada hasta la noche, cuando se tomaba un plato bastante grande de ensalada. Estaba obsesionada con la ensaladilla de col. Tenía que comerla. Qué extraño, siempre había pensado que las anoréxicas no comían nada en absoluto, y esta desde luego comía muy poco, pero comía, y para colmo era bastante quisquillosa al respecto.
Mi primera noche me preguntó:
—¿Por qué estás aquí?
—Por depresión.
—¿De qué tipo? —inquirió con interés—. ¿Bipolar? ¿Posnatal? —La depresión posnatal la tenía especialmente fascinada porque existía una versión, con síntomas psicóticos bastante extremos, que estaba recibiendo cierta publicidad esos días.
—La común y corriente —dije, casi avergonzada—. La que hace que estés casi todo el tiempo deseando morirte.
—Ah, esa...
De las que hay a patadas, esa clase de depresión.
Para mi sorpresa (categoría: sumamente desagradable), entre los pacientes no había una relación de camaradería o apoyo. No era como cuando mi hermana Rachel estuvo ingresada en un centro de rehabilitación. Por lo que pude ver, allí todo el mundo se ayudaba.
Pero aquí cada paciente vivía encerrado en su infierno personal. Estábamos aquí por cosas diferentes: anorexia, trastorno obsesivo-compulsivo, depresión posnatal y las obsoletas, simples y llanas crisis nerviosas.
Aunque desde el punto de vista médico las crisis nerviosas no existían (las habían rebautizado como «episodios depresivos graves»), el Santa Teresa estaba abarrotado de tales enfermos, hombres y mujeres que vivían agobiados por las exigencias de los hijos, los padres, los bancos y el trabajo, sobre todo el trabajo, gente cuyas responsabilidades habían ido creciendo y creciendo hasta alcanzar un punto en que a su sobrecargado sistema se le había saltado un fusible y había dejado de funcionar.
El hospital era su santuario. Muchas de esas personas llevaban ingresadas semanas o incluso meses, y no querían marcharse porque mientras estuvieran allí nadie podría telefonearles, nadie podría escribirles y nadie podría enviarles cartas aterradoras informándoles del dinero que debían. Mientras estuvieran en el hospital no tendrían que recoger de la comisaría a su madre con Alzheimer, no tendrían que soportar que los alguaciles se les presentaran en el trabajo, y no tendrían que llevar una casa y cumplir con un trabajo de jornada completa con apenas cuatro horas de sueño por la noche.
Muchas de las crisis nerviosas correspondían a personas cuyo negocio había quebrado y debían miles o incluso millones de euros, un dinero que no podían retornar. Les horrorizaba la idea de ser devueltos al mundo exterior, donde la gente estaría pidiendo su sangre a gritos. En el Santa Teresa podían dormir y mirar por la ventana y ver la tele y dejar su mente en blanco. Gozaban de paz y tranquilidad y fármacos y tres comidas al día (asquerosas, pero eso era secundario). Lo único que asustaba a estos pacientes con crisis nerviosas era la consulta semanal con su psiquiatra, por si este los declaraba lo bastante repuestos para volver a casa.
Pero yo no era como ellos. Mis presiones, las fuentes de mi angustia —cualesquiera que fueran— eran internas. Iban conmigo a todas partes.
Otra cosa que les aterraba a los pacientes era que su seguro médico se negara a seguir pagando, los pusiera de patitas en la calle y se vieran obligados a regresar a su vida infernal.
Yo ni siquiera tenía que preocuparme por eso. Unos meses antes había firmado en la línea de puntos un plan de asistencia médica privado que me cubriría una larga estancia en el hospital. Ignoraba por qué me había dado por gastarme el dinero en algo tan responsable, desde luego no era mi estilo, pero ahí estaba.
Antes de mi desastroso intento de ahogo la vida me había parecido insoportable, pero no tardé en descubrir que en el Santa Teresa lo era todavía más. Por lo menos en el mundo exterior era libre de subirme al coche y conducir hasta hartarme. El tiempo me pasaba muy despacio antes de ingresar en el hospital, pero encerrada entre sus paredes se detuvo por completo.
No tenía nada que hacer. Cada mañana y cada tarde los pacientes más motivados hacían pasteles, mosaicos y demás actividades del programa de terapia ocupacional. Los anoréxicos se ataban pesas a los tobillos y las muñecas y corrían alrededor de los márgenes de los jardines hasta completar diez, quince, veinte kilómetros, el objetivo matador que se hubieran fijado. A veces salía una enfermera y, desoyendo sus protestas, les obligaba a entrar.
Los más catatónicos se instalaban en la sala de la tele y durante horas dejaban que los programas basura resbalaran por sus desplomadas cabezas, mientras que los realmente desahuciados se pasaban el día en la cama y las enfermeras les llevaban la comida y la medicación.
Pero yo no encajaba en ninguna de esas categorías. Yo estaba nerviosa, inquieta, asustada y muy sola. Lo único que me gustaba del hospital era mi somnífero. Lo suministraban cada noche a las 22.00, y la gente ya empezaba a merodear frente al mostrador de la enfermería a las 20.13. Me parecía humillante tener que hacer cola a lo Alguien voló sobre el nido del cuco, y siempre me obligaba a esperar hasta el último minuto, pero Dios, cómo lo agradecía.
Mamá, papá, Bronagh y mis hermanas vinieron a verme y se mostraron horrorizados, desconsolados e incapaces de darme consejos. La situación nos superaba. Todos coincidían en que era muy fuerte que hubiera intentado ahogarme.
—Pero en realidad no lo estabas intentando —insistió Claire—. En realidad fue una llamada de auxilio, ¿a que sí?
¿Lo fue?
—Eh... sí, claro.
—Como lo de los somníferos.
—Claro, claro...
Mamá y papá insistieron en hablar con el joven Dave pero salieron de la reunión más desconcertados que antes de haber entrado.
—Has de bajar el ritmo —dijo, dudosa, mamá—. Tomarte tu tiempo para oler las rosas, tratar de no estresarte tanto.
Bronagh vino a verme solo una vez.
—Este no es tu lugar —declaró—. Esta no es la Helen Walsh que yo conozco. No te han internado. ¿Por qué no vuelves a casa? —Y dicho esto, se largó.
Tenía razón. No me habían internado, era libre de abandonar el hospital cuando quisiera, y Dios sabe que lo deseaba. Odiaba el lugar —un día muchos de nosotros vimos tres veces el mismo episodio de Eastenders y nadie salvo yo pareció percatarse de ello— pero pensaba que algo debía de estar dándome. Me esforzaba por encontrar la clave. La gente entraba hecha polvo y salía mejor. ¿Cuál era el secreto?
De modo que seguí intentándolo. Probé a pasarme el día en la cama, probé a ver la tele durante horas, pedí prestadas a Camilla sus pesas de muñeca —le costó mucho soltarlas— y caminé por los jardines moviendo los brazos. Hasta probé la carpintería. Hice una casita para pájaros. Todos hacían casitas para pájaros.
No paraba de preguntarle a Dave:
—¿Cuándo estaré mejor?
Y él no paraba de darme largas.
—Mientras estés aquí, estarás segura.
—Pues no me siento segura. Tengo mucho miedo, y mucha angustia.
—¿Has probado el yoga? ¿Has ido a alguna clase de relajación?
—Ah, Dave...
Transcurridas dos semanas, dije:
—Dave, lo siento pero necesito ver a un médico de verdad. Alguien mayor que tú, con más experiencia.
—Yo soy un médico de verdad —repuso—, pero hablaré con mis colegas.
Horas después una mujer abrió la puerta de mi habitación con mi historial en la mano.
—Soy la doctora Drusilla Carr. —Parecía irritable y distraída—. El doctor Kilty me ha dicho que busca un médico con más edad y experiencia. Yo, decididamente, lo soy. Llevo veintidós años en la especialidad de psiquiatría. —Soltó todo eso sin mirarme a los ojos, todavía repasando mi historial—. No obstante, el doctor Kilty es un médico muy competente. El plan que ha elaborado para usted es exactamente el que yo habría hecho. No sugiero ningún cambio.
—¿No me recetaría electroshocks?
Al fin levantó la vista. Parecía desconcertada.
—La terapia electroconvulsiva es un tratamiento de último recurso. Se utiliza a veces, y solo a veces, en casos de esquizofrenia, psicosis, manías extremas y depresión catatónico-crónica que no responde a la medicación.
—¡Mi depresión no responde a la medicación! —espeté—. Las pastillas no impidieron que intentara suicidarme.
—No lleva medicándose ni cuatro meses —repuso casi con desdén—. Yo estoy hablando de gente que lleva años deprimida.
¿Años? ¡Virgen santísima! Yo sería incapaz de pasarme años en este estado. ¿Cómo podían los demás?
—La terapia electroconvulsiva tiene muchos efectos secundarios, entre ellos, la pérdida de memoria. —Con una ironía no intencionada, añadió—: Olvídela.
—¿Olvidarla?
—Seguiremos probando con la medicación. Aún es pronto.
Finalmente acepté que el hospital no era la panacea, que allí no residía una cura mágica para mí. Nadie tenía la culpa. La culpa la tenía mi ignorancia, mis excesivas expectativas: las curas «milagrosas» no existían.
Acabé viendo el hospital por lo que realmente era: un redil para gente frágil. Y —al menos en mi opinión— su única función era mantenerme a salvo en el caso de que planeara volver a quitarme la vida.
Esperé tres semanas y cuatro días —hasta terminar la casita para pájaros— y me marché igual de perdida e insana que el día de mi llegada.
No me sentía ni mejor, ni curada ni a salvo, pero por lo menos podía ver en la tele lo que me apetecía. Intuía que probablemente no volvería a intentar quitarme la vida. Aunque no creía en esa clase de cosas, sentía que el universo me había enviado un mensaje.
Dave parecía lamentar mi partida.
—No olvides que siempre puedes volver —dijo—. Siempre nos tendrás aquí.
—Gracias —respondí, pensando que tendría que estar en bastante mal estado antes de considerar eso como una de mis opciones.
Dicho sea en mi honor, cuando regresé al mundo hice prácticamente todo lo que la gente me aconsejaba que hiciera para sentirme mejor. Me tomaba los antidepresivos, veía a Antonia Kelly cada semana, hacía zumba los miércoles y viernes, acudía a talleres de yoga —gente horrible la del yoga, tan ensimismada, tan «espiritual»—, le di una oportunidad a la homeopatía y compré un CD recomendado por Dave, La maravilla del ahora, que me dejó totalmente frustrada. El mensaje esencial era que no importa que estés experimentando un sufrimiento insoportable porque solo existe el ahora. Pero no entendía cómo eso conseguía hacer soportable el sufrimiento insoportable. El sufrimiento insoportable es —la misma palabra lo dice— «insoportable». De hecho, ¿no era peor si estaba ocurriendo en el ahora? Durante un rato estuve tan indignada que contemplé la posibilidad de crear mi propio CD, 14 maneras excelentes de evitar el ahora, pero solo se me ocurrieron dos:
1) Darle a la bebida.
2) Darle a los calmantes fuertes.
Desalentada, abandoné el proyecto, luego me animé arrojando La maravilla del ahora a la basura con tanta fuerza que hice trizas la cajita de plástico.
Volví al trabajo, evitando las situaciones estresantes, y seguí buscando una cura. Hice reiki, probé la terapia de libertad emocional e hice seis sesiones de terapia cognitivo-conductual (una auténtica majadería). Saltaba de callejón sin salida en callejón sin salida, a la zaga de un remedio, y siempre me llevaba una decepción. Pero el tiempo pasaba y poco a poco me fui sintiendo más normal. Sabía que no era la misma de antes, que ya no era tan fuerte y optimista. Puede que nunca volviera a serlo, puede que la persona que había sido hubiera desaparecido para siempre, pero al año de intentar ahogarme el doctor Waterbury declaró que me creía lo bastante recuperada para dejar los antidepresivos. Y un mes después Antonia Kelly me soltó para que volara sola.