55

A los veinte minutos de trayecto me asaltó un pánico repentino que me llenó de vértigo: era lunes por la tarde —¿cómo era posible que ya fuera lunes por la tarde?—, solo faltaban cuarenta y ocho horas para el concierto de Laddz y Wayne seguía sin aparecer. Todas las vías de investigación que había emprendido eran callejones sin salida; solo me quedaba el registro de llamadas de Wayne y seguía sin saber nada del mismo.

Tuve que detenerme en la cuneta y enviar otro correo a Hombre del Teléfono suplicándole que me orientara sobre cuándo podría contar con su informe.

Temía consultar las llamadas perdidas —veinticuatro en total— porque sospechaba que Jay Parker se había pasado la mañana llamándome. Me habría gustado borrarlas todas sin mirarlas, pero estaba obligada a pasarlas para comprobar si Artie me había telefoneado. Lo había hecho, a las once, y no había dejado ningún mensaje. Le llamé y me salió directamente el buzón de voz.

Colgué, puse en marcha el coche y continué hacia Dublín.

Por el camino decidí llamar a Birdie Salaman por si también ella había desaparecido. Dios, sería lo único que me faltara.

Conecté el altavoz del móvil —la seguridad ante todo, ese era mi lema— y telefoneé a Brown Bags Please.

Respondió la madre descontenta amante de los Cornettos.

—Brown Bags Please.

—¿Está Birdie Salaman?

—La paso.

Ni «¿De parte de quién?». Ni «¿El motivo de su llamada?». Qué poco profesional. Tras un chasquido, una voz agradable y juvenil dijo:

—Soy Birdie Salaman. ¿En qué puedo ayudarle?

Si había ido a trabajar significaba que estaba bien. Ansiaba preguntarle dónde había estado todo el día de ayer, pero colgué sin decir palabra. Un segundo después me sonó el teléfono. Era Bella.

—¿Helen? Soy Bella Devlin.

—Lo sé, cariño, puedo verlo en la pantalla, no necesitas presentarte cada vez. ¿Cómo estás después de lo de ayer? ¿Muchos moretones?

—Estoy bien. Fue solo un susto. Te llamaba porque quería contarte algo bonito. Anoche, cuando mamá estuvo aquí...

—¿Vonnie estuvo otra vez ahí? —Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas. No estaba bien decirle eso a Bella, no era elegante. Pero Vonnie había estado en casa de Artie cada noche desde hacía... ¿cuántos días? Cuatro. Cada noche desde el jueves. Y en algún momento tendrían que tocarle los hijos, digo yo.

—Sí —respondió Bella. En un tono pensativo, añadió—: Sospecho que se siente muy sola ahora que ella y Steffan han roto.

—¿Ella y Steffan han roto? ¿Cuándo? —¿Y por qué nadie me lo había contado?

Una punzada de emoción tan minúscula que fui incapaz de identificarla se abrió paso dentro de mí.

—No estoy segura de cuándo lo dejaron. Hace poco, creo. Mamá no nos lo contó hasta anoche, pero llevo tiempo percibiendo un vacío en ella. ¿Puedo contarte mi historia bonita?

—Perdona, Bella, continúa.

—Anoche mamá y yo encontramos en el armario del planchador un pijama rosa. Estaba dentro de su envoltorio, todavía por estrenar. Creemos que alguien se lo regaló a Iona, pero ya sabes que —el tono de Bella se tornó ligeramente desdeñoso— Iona nunca ha sido fan del rosa.

Ignoraba de dónde había sacado Bella que yo sí lo era. Supongo que lo creía simplemente porque quería creerlo.

—¿Y lo mejor de todo, Helen? Que es para quince-dieciséis años, por lo que seguro que te entra. ¡Podrás ponértelo cuando vengas a dormir a casa!

—¡Fantástico! —exclamé. El esfuerzo de fingir todo ese entusiasmo casi acaba conmigo—. Ahora mismo estoy en el coche, cariño, y debo colgar. Pero ¡gracias! ¡Hasta luego!

Hice todo el trayecto sobrepasando el límite de velocidad y llegué a Dublín a las tres y veinte de la tarde. Se me pasó por la cabeza pedir hora con el doctor Waterbury, pero ¿de qué serviría? Ya me había recetado un antidepresivo en dosis altas, no había nada más que pudiera hacer por mí. Me gustaba el doctor Waterbury. Él no tenía la culpa de ser un completo inútil. Todos los médicos lo eran. La gente no parecía darse cuenta, pero lo eran. Yo podía hacer lo que ellos hacían. Era una cuestión de descarte: probaremos esta pastilla, a ver si funciona, y si no funciona probaremos otra, y si tampoco funciona probaremos otra, y cuando se nos hayan agotado todas las pastillas diremos que la culpa es tuya.

No, no conseguiría nada con ir al médico.

Doblé por Mercy Close para comprobar si Nicholas, el último vecino que me quedaba por interrogar, estaba en casa. Y estaba. Se encontraba delante de su puerta, descargando cosas de un coche parecido a un jeep. Sobre la baca descansaba una tabla de surf.

Me presenté y, todo lo vagamente que pude, expliqué que estaba haciendo algunas indagaciones para Wayne y me preguntaba si podríamos tener una pequeña charla.

—Llegas en el momento justo —respondió—. Diez minutos antes y no me habrías encontrado. Acabo de regresar de unos días en Sligo.

No era el surfista joven y tonto que había imaginado cuando Cain y Daisy me hablaron de él. Aparentaba cuarenta años largos, tenía la piel del rostro curtida, con algunos capilares rotos, y el pelo encanecido.

Advertí que lanzaba una mirada fugaz a mi frente maltrecha, pero no tenía de qué preocuparme. Él no era la clase de persona a la que le importaban las apariencias. (La suya, desde luego, no.)

—Dame unos minutos —dijo—. He de entrar estas cosas en casa.

—¿Puedo ayudarte? —pregunté. No lo decía en serio, naturalmente, pero conocía los principios básicos para dar la impresión de que era una persona normal.

Para mi sorpresa (categoría: fastidiosa), dijo:

—Lleva esto. —Y me entregó un traje de neopreno. Mojado—. Llévalo al jardín de atrás y cuélgalo en el tendedero para que se seque.

Por el camino eché un vistazo a la casa. Mucho mueble de pino nudoso naranja de lo más incómodo. Mucho futón. Estaba claro que el interiorismo no era su fuerte. Qué desperdicio de casa.

Nicholas me siguió con su tabla de surf a cuestas. Iba descalzo. Probablemente porque no quería llenar la casa de arena, ambición del todo loable si no fuera porque los pies masculinos me daban dentera, me recordaban a un tubérculo, por ejemplo a una chirivía especialmente deforme. Era incapaz de concentrarme delante de un hombre descalzo. Nunca podía concentrarme en los hombres con los pies desnudos. En la cama no había problema, pero fuera de ella me ponía nerviosa y me entraban ganas de decir: «¡Ponte unos calcetines, por el amor de Dios!».

Descargadas todas sus cosas, se calzó unos Birkenstocks (Lista de Palazos, ¡y de qué manera!). Luego, para mi desagrado, me invitó a sentarme en el jardín para charlar. Los amantes del aire libre no me resultaban tan irritantes como para incluirlos en mi Lista de Palazos, pero no tenía nada en común con ellos. Nicholas tenía sillas reclinables de madera con reposapiés; era evidente que pasaba mucho tiempo en su jardín.

Se recostó y cerró los ojos.

—Ah, siente el sol en la cara.

Lo hice durante cinco segundos, únicamente por educación. Luego abrí los ojos, me incorporé y dije:

—¿Conoces bien a Wayne?

—No, solo de saludarle y cruzar algunas palabras.

—¿Eso es todo? Vivís puerta con puerta.

—Sí, pero paso mucho tiempo fuera, en el oeste. Hago surf, montañismo, escalada. Y Wayne también pasa mucho tiempo fuera, trabajando. Tiene gracia. —Soltó una risita—. No me había percatado de que vivía al lado de una superestrella. Como es lógico, sabía que Wayne había sido miembro de Laddz, pero desde el sábado por la noche, con el tema del reencuentro, la gente ha enloquecido. No se habla de otra cosa. Mis amigos alucinan cuando les cuento que somos vecinos, incluso aquellos que pensaba que detestaban todos esos grupos de pop. Jamás habría imaginado que los Laddz fueran tan queridos.

—Lo sé. Hasta mi hermana Claire quiere ir al concierto, y en realidad no le va nada ese rollo.

—He oído que les han salido otros conciertos extra.

—¿Otros conciertos? —dije, presa de un ligero pánico—. ¿En plural? Pensaba que solo les había salido uno.

—Qué va. Lo he oído por la radio mientras venía. Darán ocho conciertos más ya solo en Irlanda, sin contar los de Reino Unido. Y grabarán un DVD para Navidad. Menudo giro han dado sus vidas. Caray —dijo pensativamente—, si hasta puede que yo vaya a verles. Le pediré a Wayne que me regale un par de entradas. Estoy seguro de que lo hará. Es un buen tipo.

Recordar que todo aquello dependía de la reaparición de Wayne me estaba generando una angustia insoportable, por lo que decidí tomar la vía de Gloria.

—Sé que te parecerá una pregunta un poco chunga, pero ¿ha tenido Wayne visitas femeninas en las últimas semanas?

—Sí.

—¿Sí?

—Una chica ha estado viniendo últimamente por aquí. No sé exactamente desde cuándo, pero dos meses seguro.

—¿Podrías describirla? —Estaba tan esperanzada que casi no me atrevía a respirar.

Lo meditó.

—Creo que no. Ahora que lo pienso, siempre llevaba unas gafas de sol y una gorra de béisbol. Pero hemos tenido una primavera calurosa y el verano está siendo soleado, por lo que imagino que es normal.

Ya ves, los amantes del aire libre sabían cosas sobre el clima que a mí me pasaban totalmente desapercibidas.

—¿Era baja? —pregunté— ¿Alta? ¿Gorda? ¿Delgada?

—No lo sé. Normal.

Normal. Qué gran ayuda. Aunque tampoco hubiera debido esperarla. Nicholas no era la clase de persona que se fijaba en el aspecto de la gente.

Le enseñé la foto de Birdie.

—¿Es ella?

—No. Esta es su ex novia. Rompieron hace tiempo, aunque desconozco las razones.

—¿Y en qué coche llegaba esa mujer misteriosa?

Meneó la cabeza.

—En ninguno. Si venía en coche no aparcaba en Mercy Close. Puede que viniera en el Dart.

—¿Estuviste aquí el miércoles por la noche o el jueves por la mañana?

Se detuvo a pensarlo.

—El miércoles por la noche sí estuve aquí. Me marché a Sligo el jueves por la mañana.

—¿Viste algo raro el miércoles por la noche?

Esperaba la pregunta típica —«¿Raro en qué sentido?»— pero, para mi sorpresa (categoría: asombrosa), contestó:

—Sí. Escuché voces alteradas en casa de Wayne. Él y otra persona, probablemente una mujer, estaban teniendo una bronca.

—¿En serio?

—Sí.

¡Dios mío!

—¿Pudiste entender lo que decían?

Negó apesadumbradamente con la cabeza.

—Pensé que a lo mejor debería intervenir, pero al poco rato pararon. Fue todo un alivio, para serte franco. No me mola entrometerme en la vida de los demás. Si alguien quiere tener una pelea, está en su derecho, ¿no crees?

—Claro, claro. —No era el mejor momento para una conversación filosófica sobre El contrato social—. ¿Y estás seguro de que eran Wayne y la mujer misteriosa?

—Seguro, seguro, no.

—Te lo preguntaré de otra manera. ¿Estás seguro de que era Wayne?

Nicholas lo meditó.

—Sí. Conozco bien su voz.

—¿Y estás seguro de que era una mujer?

Otra reflexión. Entornando sus párpados curtidos.

—Sí.

—¿Y no entendiste lo que decían? —Mi tono era casi de súplica—. Una sola palabra sería de gran ayuda.

Volvió a negar con la cabeza.

—Nada. Lo siento, es cuanto puedo decirte. ¿Te apetece una infusión de ortiga?

—No. —Un segundo demasiado tarde, añadí—: Gracias. No, gracias.

Cuando salía de casa de Nicholas, Cain y Daisy se materializaron repentinamente en la acera, como salidos de una tumba, y emprendieron una de sus embestidas zombies en mi dirección.

—¡Helen! —me llamaron—. ¡Helen!

Subí al coche y me alejé como una bala. Santo Dios.

Helen no puede dormir
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