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De nuevo en casa de Wayne, esparcí los periódicos por el suelo de la sala de estar y devoré la información sobre Laddz. El «portavoz» de Laddz (Jay Parker, supuse) había desmentido el «embarazo» de Zeezah, pero eso no había puesto freno a la especulación de que estaba de diez semanas. Dedicaban nada menos que media página a la columna de un experto en embarazos que nos contaba que actualmente Zeezah podría estar sintiendo náuseas, sobre todo por las mañanas. ¿En serio? Y quizá estuviera un poco más cansada de lo normal. El experto le ofrecía consejos dietéticos —fruta y verdura, carne roja al menos dos veces por semana— y le recomendaba un suplemento de calcio, así como ejercicio suave, tal vez yoga o marcha rápida. La reciente boda de Zeezah con John Joseph recibía una amplia cobertura y otro tanto podía decirse de los conciertos venideros.
Tal como había pronosticado Artie, también se hablaba de los demás miembros Laddz. Había un «En casa» con Frankie, Myrna y los gemelos, si bien era evidente que el «En casa» se había realizado en un hotel, porque la estancia estaba ordenada y reluciente, nada que ver con el infierno invadido de pañales que yo había visitado. Había una entrevista acerca de los valores de la familia con Roger St. Leger y su hija mayor, una aspirante a actriz de dieciocho años. «Me llevo muy bien con las novias de papá», declaraba. «¡Sobre todo porque, por lo general, primero son mis amigas!»
Había incluso un despliegue de fotos de Wayne hechas antes de su fuga. Ahí estaba, en la misma sala maravillosa en la que yo me encontraba ahora, con un aire —tal vez solo lo viera yo— algo triste.
Llamé a Artie y nos reímos comentando el alcance de la cobertura de Laddz.
Decidí no mencionarle la agresión del Misterioso Vapuleador del Viejo Dublín. Yo misma no sabía qué pensar y tampoco quería meditarlo mucho porque podría asustarme y entonces tendría que parar y necesitaba moverme.
Ayer, cuando decidí dejar de buscar a Wayne, había tenido muy claro que Wayne estaba bien y que tenía que dejarle tranquilo. Ahora ya no estaba tan segura. Ignoraba si había sido empujada a buscar a un hombre desgraciado que no deseaba ser encontrado o si estaba salvando a un buen hombre de una situación indeseable. Tanto en un caso como en otro, estaba del lado de Wayne.
—¿Estás... bien? —me preguntó Artie.
Titubeé. ¿Qué quería decir con eso? ¿Estaba actuando de manera extraña? Artie se hallaba al corriente de mi anterior bache depresivo y de mi estancia en el hospital, se lo había contado al poco tiempo de empezar a salir con él. No obstante, se lo relaté como quien relata que un día se cayó por una escalera y se dislocó la rodilla: una lesión aislada de un pasado remoto, un suceso insólito que probablemente no iba a repetirse.
Ahora mismo no quería hablar de cómo me sentía. No sabía por qué, pero no quería, así que dije:
—Genial.
—¿Estás ocupada?
—Me temo que sí. Pero envíame un SMS en cuanto los niños se hayan ido y veré lo que puedo hacer.
Colgué. Estaba deseando ponerme en marcha. El tiempo corría y no solo con respecto a la noche del miércoles sino a Walter Wolcott. Mi orgullo profesional no me permitía ser derrotada por un merluzo como él, pero podía ocurrir. Walter era un hombre tenaz y paciente. Si tuviera que hacerlo, visitaría personalmente cada Bed & Breakfast de Irlanda con su insulsa gabardina beige. Y existía la posibilidad de que diera con Wayne de ese modo. ¿Y yo? Yo dependía de golpes de genialidad y estos eran condenadamente informales.
Telefoneé a mamá y le expliqué que necesitaba un talón para un hombre de Leitrim.
—¿Por qué Leitrim? —me preguntó.
—Eso da igual. Solo dime una cosa: si voy a casa y te doy el dinero, ¿me extenderás un talón?
—Claro. Por cierto —emocionada, redujo su voz a un susurro—, ¿los viste anoche?
No me hizo falta preguntarle a quién se refería. Lo más curioso de todo era la cantidad de gente que veía Saturday Night In. Todos precedían su confesión con las palabras: «No lo vería aunque fuera el último programa en la Tierra, ese Maurice McNice me pone de los nervios, pero la tele saltó sin querer a RTÉ y...».
—Y hoy los periódicos cuentan que Zeezah está embarazada. —La voz de mamá rezumaba desprecio.
—¿No te lo crees?
—¡Por supuesto que no! No me sorprendería que Zeezah fuera un hombre. Como Lady Gaga. Nos toma a todos por idiotas. Pobre John Joseph. —Mamá suspiró—. Podría haberse casado con una encantadora muchacha irlandesa en lugar de liarse con... con ese hombre árabe. Oye, lo del concierto del miércoles es definitivo, ¿verdad? Consigue al menos seis entradas, Claire y las demás también quieren ir después de haber visto Saturday Night In. Sé que tu historia con Jay Parker ha terminado, pero tienes que conseguirlas.
—Mi historia con Jay Parker, de hecho, no ha terminado.
—¡Lo sabía!
—No en ese sentido. Por el amor de Dios, basta con ese tema. Lo que quiero decir es que sigo trabajando para él, así que estoy muy ocupada. De todos modos, conseguiré las condenadas entradas y luego pasaré a buscar el talón para el hombre de Leitrim.
Colgué. No quería pedirle a Jay Parker las entradas para el concierto de Laddz, no podía humillarme de ese modo, pero ignoraba cómo podía comprarlas sin una tarjeta de crédito vigente. Podría personarme en la taquilla y pagar en efectivo, pero las entradas eran caras y yo andaba muy, muy escasa de dinero.
Mi orgullo forcejeó con mi pobreza hasta que comprendí que no me quedaba más remedio que pedírselas. Con el fin de postergar unos minutos la humillante conversación, entré en la página de MusicDrome y descubrí, para mi gran sorpresa (categoría: del todo alarmante), que las entradas del miércoles se habían agotado. Pregunté para el jueves y el resultado fue el mismo. Y también el viernes. ¡Habían vendido hasta la última entrada de los tres conciertos de Laddz! Quince mil entradas por noche, multiplicadas por tres noches, daban cuarenta y cinco mil entradas vendidas.
¿Cómo había sucedido? ¿Y tan deprisa? Anoche, sin ir más lejos, había estado mirando las ventas con Artie y la situación era crítica.
Telefoneé inmediatamente a Parker.
Estaba eufórico.
—Es por toda esa publicidad. La cosa está al rojo vivo. Será la bomba. Vamos a dar un cuarto concierto en Dublín y a grabar un álbum para Navidad. Y Reino Unido se ha mostrado interesado en nosotros. —De la euforia pasó a la histeria—: ¿Dónde está Wayne? Necesitamos a Wayne.
—Hago lo que puedo. —También yo estaba empezando a ponerme histérica solo de pensar en las cuarenta y cinco mil personas que esperaban ver a Wayne Diffney cantando y bailando el miércoles, el jueves y el viernes—. Oye, necesito entradas. No son para mí —me apresuré a añadir—. A mí el concierto me trae sin cuidado. Es para tu buena amiga mami Walsh y sus colegas. Seis por lo menos. A ser posible para el miércoles. Seguro que te has guardado algunas para amigos y familiares.
—Si encuentras a Wayne podrás tener una caja entera.
—Gra... —Me interrumpí. No tenía sentido darle las gracias sin saber qué me estaba ofreciendo exactamente. Tal vez se refiriera literalmente a una caja. Como una caja de zapatos—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué es una caja? ¿Cuánta gente cabe en ella?
—Doce, caben doce. Y te regalan cacahuetes.
Seguro que había gato encerrado, seguro que había alguna condición oculta. Para hacer tratos con Jay Parker tenías que ser ajedrecista. Tenías que pensar de antemano en varias jugadas taimadas.
—Dime, Parker, ¿quién me atacó anoche?
—¿Qué?
—Oh, vamos.
—Helen, ¿de qué estás hablando?
—Anoche, cuando regresé a Mercy Close, alguien me dio un golpe detrás de la cabeza.
—¿Con qué?
—Puede que con un rodillo. De esos modernos, de color blanco, que parecen porras.
—¿Estás herida?
Resoplé.
—¿Tú qué crees?
—Ahora mismo voy para allá. —Y colgó.
Me quedé mirando el teléfono. Pensé en toda la gente que había soltado cien euros para ver a Laddz y el pánico se adueñó de mí. El peso de sus expectativas y mi sentido de la responsabilidad eran tan abrumadores que por un momento pensé que iba a perder la cabeza.
Con dedos temblorosos, tecleé sendos correos electrónicos a Tiburón y Hombre del Teléfono suplicándoles que me enviaran de inmediato la información financiera y telefónica de Wayne o que por lo menos me dieran una idea de cuándo podría contar con ella. El caso es que sabía que Tiburón y Hombre del Teléfono, quienesquiera que fueran, no estaban ociosos, jugando a los videojuegos y decidiendo a cara o cruz cuándo enviarme la información. Obtener dicha información era un asunto del todo ilegal, una operación increíblemente delicada. Desconocía los entresijos, pero suponía que mis fuentes tendrían que pagar a sus contactos y que tales contactos tendrían que esperar la oportunidad de acceder a los archivos de Wayne y luego hacer desaparecer las huellas.
Sabía que mis súplicas difícilmente acelerarían las cosas.
Aun así, pensé que nada perdía por preguntar.
Hecho esto, subí al despacho de Wayne, contemplé su ordenador y me dije que tenía que probar «Birdie» como contraseña. Me convencí de que era una posibilidad real, tenía seis caracteres y, a juzgar por la foto que conservaba de ella en la habitación de invitados, estaba claro que era importante para Wayne. Tecleé las letras y al cabo de dos angustiosos segundos en la pantalla aparecieron las palabras «CONTRASEÑA INCORRECTA». Llevada por un miedo desbocado, sin apenas detenerme a asimilar el golpe, tecleé «Docker». Para mi horror, las palabras «CONTRASEÑA INCORRECTA» aparecieron de nuevo. Joder. Joder, joder, joder, joder.
Había agotado mis tres oportunidades de entrar en su ordenador. Había probado Gloria, Birdie y Docker, y ninguna me había funcionado.
Vale. Ahora mismo me subiría al coche y recorrería las calles hasta que viera a un adolescente con pinta de informático, lo secuestraría y lo encadenaría al ordenador de Wayne hasta que consiguiera entrar en él. Estaba tan llena de adrenalina que tenía que hacer algo, lo que fuera.
Tranquilízate, me dije, es solo un trabajo. Solo un trabajo. No un asunto de vida o muerte —esperemos—, solo un trabajo. Me recordé que ya tenía a profesionales sin escrúpulos trabajando para conseguir los archivos de Wayne, que dispondría de la información en uno o dos días y que no necesitaba secuestrar a nadie. Mi respiración se fue calmando y las oleadas de pánico remitieron.
Llamé al móvil de Wayne; había estado haciéndolo con regularidad y siempre lo había encontrado apagado. Si Wayne había desaparecido voluntariamente —algo que en realidad no sabía—, tendría que encenderlo de vez en cuando para ver sus mensajes, dondequiera que estuviera, pero mis llamadas todavía no habían coincidido con una de esas ocasiones. Nunca dejaba mensaje, pero esta vez sí lo hice. «Wayne, me llamo Helen. Estoy de tu lado. Puedes confiar en mí. Llámame, por favor.»
Tal vez lo hiciera. Cosas más extrañas sucedían.
Regresé abajo y, para mi sorpresa (categoría: impactante), cuando llegué a la puerta apareció Jay Parker. Había entrado utilizando una llave, lo que hizo que me sintiera invadida, hasta que recordé que esta no era mi casa.
Estaba pálido y parecía preocupado.
—Enséñamelo —dijo.
—¿El qué? Ah, mis heridas. —Con el pánico me había olvidado de ellas.
Entré en la cocina, donde la luz era más fuerte. Me aparté el flequillo y le mostré mi frente abultada y despellejada.
—Dios santo. —Me miró consternado—. ¿Por qué tienes la frente así si el golpe fue detrás de la cabeza?
—Porque el golpe me derribó y me di de bruces contra el suelo.
—¿Tan fuerte te dieron? —Parecía horrorizado.
Le observé detenidamente.
—¿Qué? ¿Les dijiste que me golpearan pero no muy fuerte?
—No tengo ni idea de quién te golpeó. ¡No tengo ni idea de lo que está pasando! —Por un momento pensé que iban a saltarle lágrimas de los ojos. Avanzó un paso y acercó su cabeza a la mía.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Sana, sana, culito de rana.
Durante un brevísimo instante sus labios rozaron la herida de mi frente y los sentí como un bálsamo. Dejé que el alivio me inundara, hasta que recuperé bruscamente el juicio y le aparté.
—¡Lo siento! —dijo.
Le miré fijamente a los ojos. Todavía tenía su cara demasiado cerca de la mía, la mirada triste y apesadumbrada. Se me cortó la respiración.
Sentí ese viejo tirón hacia él. Recordé lo mucho que nos habíamos divertido juntos, la ausencia de complicaciones.
Alargó los brazos para envolverme con ellos.
—¡No!
Los detuvo en seco y retrocedí para salir de su campo magnético hasta crear suficiente espacio entre nosotros. Separados por esa distancia prudencial, nos miramos con recelo.
—Lo siento —repitió—. Es que... —Hizo un gesto de impotencia—. Esto se está poniendo muy feo. ¿Qué está ocurriendo? Primero desaparece Wayne, luego te agreden...
—¿Seguro que no fuiste tú?
—¿Cómo puedes preguntármelo siquiera? —Con vehemente certeza, añadió—: Yo jamás, jamás te haría daño.
Pero sí me lo había hecho, ¿o no?
—¿Qué haces saliendo con ese vejestorio? —espetó—. ¡He oído que hasta tiene hijos! Tú no eres así, nunca serás así.
—¡Oye, no lo conoces!
—Pero te conozco a ti, Helen. Tú y yo somos iguales. Nunca conoceré a nadie como tú y tú nunca conocerás a nadie como yo. Somos perfectos el uno para el otro.
—¿Lo somos?
—Solo hay que ver cómo hemos recuperado el contacto.
—Porque me contrataste...
—Y después de presentar tu renuncia, ¡volviste! Es absurdo resistirse, estamos hechos el uno para el otro.
—¿Lo estamos?
Quiero decir, ¿lo estábamos?
La conexión de nuestras miradas estaba volviéndose demasiado intensa, así que cerré los ojos para romperla. Busqué la barra de acero dentro de mí y la utilicé para redirigir mi atención a lo que realmente importaba: el caso.
Abrí los ojos.
—¿Es cierto que Zeezah está embarazada? —pregunté.
—No, pero hemos obtenido dos portadas.
—Muy bonito. Tu madre estaría orgullosa de ti. ¿Tienes mi dinero?
Jay sacó un fajo de billetes y me lo tendió con cautela.
—Doscientos euros. Lo siento, es...
Agarré el dinero y regresé raudamente a mi zona de seguridad.
—Sí, lo sé, es todo lo que el banco te deja sacar. Dime, ¿qué historia te traes con Harry Gilliam?
Le observé con sumo detenimiento. Si pensaba ser sincero alguna vez en la vida, sería ahora.
Negó con la cabeza.
—Te juro que no conozco a ningún Harry Gilliam.
Qué terrible decepción. Puede que estuviera diciendo la verdad. O puede que no. Imposible saberlo.
—Quiero que tengas esto. —Jay sacó un folio de su bolsillo—. Es un contrato. Te he incluido en la participación de la recaudación.
—¿De qué estás hablando?
—Recibirás un porcentaje de la recaudación del miércoles, el jueves y el viernes y de otros conciertos que puedan celebrarse.
—¿Se trata de un ardid patético para no tener que pagarme mis honorarios? Porque si es así, ya puedes olvidarlo.
—No me estás escuchando. Esto es además de tus honorarios.
—No te corresponde a ti tomar esa clase de decisiones —repuse con desdén—. Has de consultarlo con los promotores, con John Joseph y a saber con quién más.
—No tengo que consultarlo con nadie porque te lo estoy dando de mi tajada. Esto es algo entre tú y yo. Si encuentras a Wayne, te daré el veinte por ciento de mi parte.
—Entonces, ¿has invertido en esto?
Suspiró.
—Sí.
—¿Quién más?
Meneó la cabeza.
—Eso no te incumbe.
—¿Qué parte te corresponde?
—El tres por ciento.
Solté un bufido despectivo.
—Imagino que neto. O sea que me estás ofreciendo un veinte por ciento de tu tres por ciento. No puedo aceptar menos del cincuenta por ciento.
—Ah, Helen —dijo—. Te daré el treinta. El treinta por ciento es lo máximo que puedo ofrecerte.
—Cincuenta por ciento —insistí. Se trataba de una negociación absurda porque el contrato carecía de valor. Nada que llevara la firma de Jay Parker tenía valor. Siempre encontraba la manera de escaquearse, de eludir sus responsabilidades. Siempre había una cláusula, algo escondido.
—Treinta y cinco —dijo.
—Que sea el cuarenta. —Me había cansado de jugar.
—De acuerdo. —Jay estaba garabateando algo en el «contrato»—. El cuarenta. —Me tendió la hoja arrugada y me la metí despreocupadamente en el bolso. Ya la había olvidado.
Parecía alarmado.
—¿Es que no lo entiendes? —me preguntó—. Si encuentras a Wayne y seguimos adelante con los conciertos, recibirás una pasta gansa.
—Lista de Palazos —dije—. «Pasta gansa.» No vuelvas a decirlo en mi presencia.
Al rato de marcharse Jay, me sonó el teléfono y me levanté trabajosamente para responder.
—¿Señora Diffney?
—¿Es Helen Walsh? —Tuve la impresión de que estaba llorando—. Siento molestarla. Me estaba preguntando si ha averiguado algo de...
—No, lo siento. —Justo había estado pensando en personarme en Clonakilty. Decidí que no era necesaria la molestia—. Y seguro que no está con usted, ¿verdad?
—Ojalá —respondió con la voz entrecortada por la emoción.
—Si me entero de algo, la informaré.