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Por lo general, cuando la gente se entera de que soy investigadora privada se muestra impresionada e incluso entusiasmada, pero tienen una idea equivocada. Es muy raro el día que alguien intenta dispararme. De hecho, solo me ha ocurrido dos veces, y créeme, es menos divertido de lo que parece.
El hecho de ser mujer hace que el palo sea doble. Todo el mundo espera que un sabueso sea un hombre, un hombre guapo y desarreglado, con un problema con la bebida y tres ex esposas, normalmente un poli retirado que abandonó el cuerpo por motivos algo chungos pero básicamente injustos.
Y si bien el mundo de la investigación privada va escaso, desafortunadamente, de hombres guapos y desarreglados, está plagado, no, invadido de ex polis. Les parece la trayectoria lógica que deben seguir después de dejar el cuerpo; están acostumbrados a entrometerse, y si todavía mantienen buenas relaciones con sus antiguos colegas, tienen acceso a toda clase de información que está fuera del alcance de investigadoras como yo.
Si quiero saber si una persona posee antecedentes, no me queda otra que hacerme preguntas y conjeturar; en cambio, ellos no tienen más que telefonear a su viejo colega Paudie «Pies Planos» para que este se introduzca en el sistema y les pase la información con todo lujo de detalles.
Pero en casi todos los demás aspectos los ex polis son un desastre como investigadores privados. Tremendos. Creo que es porque están acostumbrados a contar con el respaldo del poder de la ley, cuando solo tenían que mostrar su placa para que la gente hiciera lo que ellos querían. No llevan bien la transición a la vida real, donde los ciudadanos no tienen que responder si no quieren. Si tu objetivo es que la gente hable y no dispones de una orden judicial o una placa de policía, necesitas encanto. Necesitas sutileza. Necesitas astucia. No puedes plantarte con tus zapatos del cuarenta y seis y un sándwich de lonchas de tocino asomando por el bolsillo y ponerte a ladrar preguntas.
Y en cuanto a la vigilancia, los ex polis son peor que inútiles. Básicamente, se niegan a bajar del coche —¿demasiado gordos?, ¿demasiado vagos?—, y a veces es necesario, sobre todo en un caso rural.
Tiempo atrás llevé el asunto de una compañía de seguros a la que un hombre había presentado una cuantiosa reclamación por una pierna paralizada. Vivía en una granja remota e inhóspita, sin un solo lugar donde yo pudiera esconderme sin ser vista, de modo que en la oscuridad de la noche cavé —sí, con mis propias manos y una pala— un foso, y durante los siguientes tres días me tiré trece horas diarias metida dentro con el objetivo apuntando hacia la casa.
Llovía. La tierra se empapó y se transformó en lodo. Me arruinó la ropa. Estaba aterida y aburrida y no tenía donde mear. Pero allí permanecí hasta conseguir la prueba filmada que necesitaba. Prueba que llegó al fin cuando un camión subió por el camino y mi sujeto salió de la casa demasiado garboso y saltarín para alguien con una pata supuestamente coja. El camión se detuvo frente a la casa, mi sujeto subió de un salto a la parte de atrás y, con la ayuda del camionero, procedió a descargar una bañera. (Con patas pero moderna; los pies eran almohadillas de acero inoxidable en lugar de garras de cobre, y el exterior estaba pintado de un peltre plateado. Muy bonita. La clase de bañera capaz de hacerse valer y ocupar el centro de una estancia mucho más grande.)
La bañera me tenía tan deslumbrada que casi me pierdo lo que sucedió a continuación, y fue que el sujeto de la pierna mala apareció con una escalera de mano y la apoyó en el muro de la casa, subió por ella con la bañera a cuestas y metió esta por la ventana de un dormitorio. Clic, clic, clic, hacía mi cámara desde mi refugio embarrado; runrún, runrún, hacía mi vídeo; y cuando al fin cayó la noche salí del agujero, lo rellené y regresé a la pensión, donde pasé una hora en la bañera (del todo corriente, muy a mi pesar), bebiendo el vodka y la Coca-Cola light que había conseguido colar y disfrutando de la satisfacción de un trabajo bien hecho.
Los ex polis, en cambio, jamás se tomarían tantas molestias, se creen por encima de todo eso. («Escaquearse», lo llaman.) Y otra cosa sobre los ex polis: les aterra que les disparen. Como ya he dicho, a mí me han disparado un par de veces y aunque no fue agradable, he de reconocer que resultó interesante. Incluso —al fin me atrevo a decirlo— estimulante. Esas cosas son un gran tema de conversación en las cenas.
Si alguna vez asistiera a una cena.
La gente suele preguntarme cómo me convertí en investigadora privada como si se tratara de algo tan misterioso como ser reclutado por la masonería. Mi respuesta es muy sencilla, mucho más sencilla de lo que esperan: hice un curso. No en Los Ángeles. No en Chechenia. Sino en la escuela politécnica de mi barrio, a cinco minutos en coche de mi casa. No la clase de curso en que te envían con tus compañeros a un intensivo de diez días en una casa solariega y luego te mandan al bosque, donde tiradores invisibles disparan al tuntún simplemente para prepararte para la realidad de nuestro trabajo. No, mi pequeño curso era una clase nocturna. Una vez a la semana, los miércoles. Ocho semanas. No abrigaba demasiadas esperanzas porque, en lo que a vocaciones se refiere, había probado muchas y fracasado en todas.
Cuando terminé el colegio pasé un par de años en la universidad tratando de sacarme una licenciatura en arte, pero me parecía tan estúpida y vana que suspendí todos los exámenes. A esto siguió un breve período compitiendo por el título de Peor Camarera del Mundo, tras lo cual me formé como azafata de vuelo, pero nunca conseguí ser lo suficientemente amable para el trabajo. Después me preparé como maquilladora profesional. Mi deseo era conseguir trabajo en películas cubriendo a los actores de sangre falsa, pero siendo autónoma tenía que competir con otras diez mil maquilladoras en cada proyecto, prácticamente teníamos que pelear a muerte, como en Gladiator. La que sobrevivía se llevaba el premio. La única manera de sortear la avalancha de maquilladoras autónomas era mantener una buena relación con los contratantes, algo que yo no acababa de conseguir.
La gente no tiende a contratarme. Mi tipo de personalidad no es el adecuado. O, mejor dicho, la gente tiende a contratarme un período breve y luego me despide. Una contratante de una película me dijo, al rescindirme el contrato, que mi cara engañaba.
—Eres bonita —se lamentó—. Tienes las facciones simétricas, y en Grazia salía un artículo que decía que los seres humanos estamos programados para elegir a las personas con las facciones simétricas más agradables a la vista. Así pues, la culpa no es mía, simplemente estaba respondiendo a un imperativo biológico. Incluso tienes dientes, por lo que cuando sonríes pareces... dulce, imagino. Pero no lo eres, ¿verdad?
—Espero que no —contesté.
—¿Lo ves?, ya estás otra vez. Vas de listilla y eres incapaz de filtrar tus pensamientos...
—... y mis pensamientos suelen ser desagradables.
—Exacto.
—Cogeré mis pinceles y esponjas y me iré.
—Por favor.
A continuación, casi por capricho, me apunté a un curso de Investigación Privada para Principiantes, y por primera vez en mi vida conseguí no saltarme una sola clase. Siempre estaba empezando cosas, buscando desesperadamente mi lugar, y a la tercera o cuarta semana el aburrimiento hacía acto de presencia y fingía un catarro y me quedaba en casa, y para cuando llegaba la siguiente clase me decía que ya me había perdido demasiada materia y que mejor lo dejaba para el próximo otoño.
Pero estas clases eran diferentes. Me daban esperanza. Podía hacer este trabajo, me dije. Encajaba con mi difícil personalidad.
El plan de estudios, con todo, dejaba mucho que desear. Una parte era sobre tecnología, sobre las diferentes maneras en que podías espiar a alguien, y la encontraba fascinante. Pero otra buena parte trataba de las restricciones que la Ley de Libertad de Información y la Ley de Protección de Datos imponían a los investigadores. El profesor dedicaba mucho tiempo a hablar de lo que no podíamos hacer y de toda la información jugosa que había ahí fuera, en el mundo, pero a la que no se podía acceder sin una orden judicial.
Así y todo, entre codazos y guiños hacía frecuentes menciones a los «contactos». Al parecer, todos los buenos investigadores privados tienen «contactos».
Levanté una mano.
—¿Por «contactos» se refiere a personas que tienen acceso a información a la que no se puede acceder legalmente?
El profesor me miró con cara de reproche.
—Eso lo dejo a su criterio, Helen.
—Lo interpretaré como un sí. ¿Y dónde podemos encontrar esos contactos?
—En www.illegalcontacts.org —respondió—. Es una broma —se apresuró a añadir cuando un par de alumnos corrieron a anotarlo—. Es una decisión personal. Pero ilegal —recalcó—. Es ilegal pasar la información pero también es ilegal pagar por ella. Es mucho mejor que desarrolléis el caso realizando una vigilancia estrecha, hablando con testigos, etcétera.
—Entonces, ¿acostarse con un policía sería una buena idea? —pregunté—. ¿Y con alguien que trabaja en Vodafone? ¿Y en Mastercard?
Cuando ya pensaba que no iba a responder, dijo:
—Prueba primero a hacerles un bizcocho. No quemes todos tus cartuchos de una vez.
Formábamos un grupo simpático y, aunque todavía faltaba un mes para Navidad, coronamos el último día de clase con ponche de vino caliente y pastelitos de carne. Luego, armados con nuestro título, salimos al mundo.
Una semana después —una semana— tenía trabajo como investigadora privada.
Hay que decir que en Irlanda corrían buenos tiempos y todo el mundo buscaba personal, pero aun así me alegré mucho de que me contratara una de las grandes agencias de investigadores privados de Dublín. Cuando digo grande quiero decir, naturalmente, pequeña. Pero era grande para tratarse de una agencia irlandesa. (Diez empleados.)
Estaba especializada en rastreos electrónicos. Por ejemplo, cuando una compañía tenía una reunión importante para hablar de algo confidencial, le horrorizaba la posibilidad de que empresas rivales o bribones de su propio grupo pusieran micrófonos, de manera que gente como yo era enviada con un montón de maquinaria que aullaba y pitaba como una descosida cada vez que tropezaba con un micrófono oculto bajo una mesa o un teclado. Pero hasta un mico bien entrenado hubiera podido realizar el trabajo, y pronto comprendí que no era eso lo que quería hacer. No obstante, en un caso sin precedentes, en lugar de ser despedida, ¡vinieron a buscarme! Otra agencia grande de investigadores privados de Dublín, y cuando digo grande quiero decir, naturalmente, pequeña. Y las perspectivas eran muy diferentes. Nada de trabajo de mico. Esta vez mucho trabajo de mula, o sea, vigilancia.
Sin embargo, tal como estaba Irlanda en aquella época, rebosante de dinero y de gente con ideas, algunos trabajos de vigilancia eran en el extranjero. Durante un tiempo disfruté de una vida bastante glamurosa. Me enviaron a Antigua, donde me alojé en un hotel de cinco estrellas. Me enviaron a París y también allí me alojé en un cinco estrellas. De acuerdo, estaba trabajando, no paseándome por la rue Faubourg de St. Honoré comprando zapatos. En lugar de eso sostenía micrófonos ultrasensibles contra tabiques, grababa conversaciones incriminatorias de hombres con mujeres que no eran sus esposas y regresaba victoriosa a casa con pruebas de una aventura amorosa.
Y, por supuesto, también hacía trabajos donde me pasaba tres días metida en un foso embarrado, y lo cierto es que también me gustaban. Estaba dispuesta a todo con tal de obtener resultados. Supongo que estaba —perdón por el tópico— hambrienta. Ansiaba el subidón de adrenalina que me producía trincar al malo, hacer lo imposible por obtener una prueba.
Aunque no todo era jauja. A veces un adúltero me descubría, se enfurecía e intentaba agredirme y romperme la cámara. La primera vez que me ocurrió algo así casi me muero del susto. No había calculado bien el gran peligro que corría. Pero eso no me detuvo. A partir de entonces fui con más cuidado, pero no me detuvo.
Adquirí fama de investigadora competente, incluso intrépida, y por primera vez en mi vida mucha gente me quería en su nómina. Me llovían las ofertas de trabajo, pero opté por hacer lo que todo el mundo cree que quiere hacer: establecerme por mi cuenta. Ser mi propia jefa, aceptar únicamente los casos que me interesaban, trabajar las horas que quisiera y —el sueño de todos— salir antes los viernes.
Pero te diré algo: trabajar por cuenta propia no es tan sencillo como parece. Tuve que invertir miles de euros en un equipo de vigilancia, tuve que salir a buscar clientes nuevos porque me impidieron llevarme a mis viejos clientes, y tenía que hacerlo todo sola, sin compañeros que asumieran parte del trabajo o atendieran siquiera el teléfono.
Pero lo hice. Me abrí una página en Facebook, me hice tarjetas de visita y me monté un despacho pequeño y agradable. Cuando digo agradable quiero decir, naturalmente, desagradable. Bastante inmundo, la verdad. Un espacio diminuto en el extremo de un edificio de pisos de protección oficial que rezumaban heroína.
Lo curioso es que en aquel entonces hubiera podido permitirme algo mejor. Visité un despacho precioso junto a la calle Grafton, con una situación ideal para la escapada del almuerzo. Tenía moquetas mullidas, techos altos, unas dimensiones idóneas y una rubia delgada respondiendo al teléfono en la recepción. Pero lo cambié por pisotear jeringuillas cada mañana.
Cuando mi hermana Rachel se enteró, declaró que eso confirmaba su análisis inicial de que tengo un problema. Y ella está formada en esas cosas, por lo que debe de saber de qué habla. (Es consejera en temas de adicción porque ella misma es ex adicta.)
Dice que tengo una tendencia anormal, casi psicótica, a llevar la contraria.
Y lo cierto es que esa parece ser mi manera de funcionar.