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Refresco de jengibre casero. ¿Quién me iba a decir a mí que acabaría saliendo con un hombre que se dedicaba a semejantes actividades? ¿O por lo menos con hijos que lo hacían? Qué extraño esto del amor, la forma en que unía a personas de lo más dispares.

Como el caso de Bronagh y Blake. Jamás los habrías imaginado juntos. Cuando empezaron a salir cuatro años atrás, me quedé de piedra, y no solo porque pensaba que siempre seríamos solo ella y yo. También porque Blake era un machote loco por el dinero, escandaloso y amante del rugby, el típico tío que se casaba automáticamente con rubias provocativas de piernas largas aunque les hubieran diagnosticado muerte cerebral. Ni en un millón de años se te habría ocurrido que Bronagh pudiera ser su tipo.

Y me habría apostado un crucero a que él tampoco era el tipo de Bronagh. Sin embargo, ya ves, de repente locos el uno por el otro.

En aquel entonces Blake era agente inmobiliario, pero siempre se apresuraba a aclarar que se trataba de un trabajo temporal. Blake era un hombre con un plan: se haría promotor inmobiliario, triunfaría y se compraría coches que rugieran y una mansión en Kildare y otra en Holland Park y una participación en un avión privado.

Cuando intenté burlarme de él diciendo: «¿Solo una participación, Blake? ¿Por qué no el avión entero?», me interrumpió de inmediato diciendo: «¿Y pagar el mantenimiento, las cuotas aeroportuarias y los costes del hangar? ¿Bromeas, Helen? Los hombres inteligentes prefieren la participación, tiene todas las ventajas sin los costes fijos».

De modo que el tipo no me entusiasmaba, pero tenía que alabar su gusto: entendía perfectamente a Bronagh. Le dejaba ser la loca que era. Bronagh jamás sería una esposa trofeo. Aunque viviera mil años, jamás organizaría cenas perfectas. Sin embargo, Blake la incluía como una parte fundamental de todas las salidas con sus clientes.

Una noche Blake consiguió entradas para una obra de teatro en el Abbey para algunos de sus clientes potenciales más glamurosos y no recuerdo por qué, pero yo también estaba invitada. La noche comenzó de forma agradable y civilizada, champán rosado en el bar, apretones de manos y muchos «Es un placer conocerle». Pero una vez que ocupamos nuestros asientos y las luces se apagaron, Bronagh se desmadró. A los pocos minutos de comenzar la obra, empezó a meterse con los pésimos diálogos. Yo esperaba que Blake le diera un codazo y susurrara: «¡Chisss! No delante de mis glamurosos clientes potenciales!», pero no abrió la boca.

En un diálogo especialmente coñazo, Bronagh dijo en un tono muy, muy alto: «¡POR EL AMOR DE DIOS!», y cuando miré a Blake, advertí que estaba desternillándose.

Cuando llegó el entreacto —estoy segura de que a los pobres actores les había parecido que no llegaba nunca— Bronagh nos condujo a todos al bar, donde declaró:

—Estoy organizando una fuga. Nos largaremos de este bodrio y beberemos una copa en cada pub que encontremos hasta Rathmines. ¿Quién se apunta?

Y los glamurosos clientes potenciales, en lugar de retroceder horrorizados, empezaron a aullar y a patear el suelo cual lobos en luna llena, y ahí que emprendimos nuestra histórica visita a todos los pubs que surgían a nuestro paso. Desaparecieron zapatos; la tarjeta de un donante de órganos se extravió y apareció más tarde en Filipinas; tres miembros del grupo despertaron en Tullamore sin la menor idea de cómo habían llegado hasta allí; un hombre llamado Louis regaló su coche (un BMW) a un sin techo y al día siguiente tuvo que patearse la ciudad buscando al hombre para recuperarlo; una chica llamada Lorraine apareció despatarrada en el suelo de su sala de estar luciendo un abrigo de Prada nuevo, todavía con la etiqueta de Brown Thomas —1.750 euros—, y la única explicación posible era que se había colado en Brown Thomas en mitad de la noche y lo había robado.

Sin embargo, todos los glamurosos clientes potenciales sin excepción aseguraron que había sido la mejor noche de sus vidas. Incluido el pobre Louis, que no volvió a ver su coche. (Lorraine, desde luego, tenía mucho de lo que estar agradecida —un abrigo de Prada nuevo a estrenar—, aunque es cierto que se pasó seis meses viviendo con el temor de que la poli se presentara en su casa.)

Helen no puede dormir
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