7

—¿Y ahora? —preguntó Jay—. ¿Demasiado tarde para sondear a los vecinos?

—Demasiado tarde.

—Podríamos ir a ver a John Joseph.

—Es medianoche —dije—. ¿No estará durmiendo?

—No lo creo. —Hizo una mueca de desdén—. El rock and roll nunca duerme.

—Por eso lo digo. John Joseph tiene tanto de rock and roll como de cáncer de próstata. De todos modos, la hora por la que me has pagado acaba de tocar a su fin. Si quieres que me desplace a otro lugar tendrás que aflojar más pasta.

Con un suspiro, se metió la mano en el bolsillo trasero y sacó un grueso fajo de billetes. Desgajó unos cuantos.

—Dos horas más a tu precio exorbitante.

—Gracias. John Joseph, ahí vamos.

John Joseph vivía en una urbanización nueva de Dundrum. Una verja electrónica controlada desde una caseta de plexiglás por un guardia de seguridad uniformado nos bloqueó el paso.

—Vamos, Alfonso —dijo Jay pegando el morro del coche a la verja—. Abre.

—¿Señor Parker? ¿Está el señor Hartley al corriente de su visita?

—Lo estará en un minuto.

—Voy a llamarle. —Alfonso descolgó un teléfono marrón de aspecto peculiar, como esos que aparecen en las películas de los setenta, y Jay apretó el acelerador con frustración.

—Pensaba que tenías la llave de las casas de todos tus artistas —comenté.

—Así es. Pero solo cuando no están.

—Y entonces, ¿qué haces? ¿Entrar a hurtadillas y frotarte con sus manoplas del horno? ¿Lamer el queso y devolverlo al paquete?

La verja se estaba abriendo y Alfonso nos estaba haciendo señas con la mano.

—Muchas gracias —le dijo Jay en español—. Algún día, Helen, te darás cuenta de que no soy el cerdo por el que me tienes.

—¿Aquello de allí es el garaje? —pregunté cuando pasamos frente a un edificio del tamaño de un almacén. El famoso garaje abarrotado de coches de época—. Echemos un vistazo al Aston Martin.

—No menciones el Aston Martin.

—¿Por qué no?

Jay encajó el coche en una plaza situada junto a una puerta enorme.

—Porque no. Tu móvil vuelve a sonar. Una chica popular, por lo que veo.

Otra vez Artie. Ahora no era un buen momento. No con Jay Parker tan cerca y a punto de dar cierto impulso al caso.

Aunque no me parecía bien dejar que el teléfono sonara sabiendo que era Artie, me obligué a meterlo de nuevo en el bolso. Le llamaría en cuanto me fuera posible.

Cuando levanté la vista encontré los ojos oscuros de Parker clavados en mí. Me estremecí.

—Deja... de mirarme como...

—¿Quién era? ¿Tu chico? Le gusta tenerte controlada, ¿a que sí? ¿O es al revés?

—Jay, deja... —Que te jodan. Nadie controlaba a nadie.

—La cosa va en serio, ¿eh? Y yo que pensaba que iba a ser el único hombre al que querrías en toda tu vida.

La sangre me hirvió y mi boca se preparó para soltar algunas humillaciones cuidadosamente escogidas, pero eran tantas las palabras que luchaban por salir que, como borrachos en un atraco a un bar abarrotado de gente, se enredaban en la salida y ninguna lograba salir.

—¡Era broma! —Rió contra mi semblante enmudecido y saltó del coche—. Sé lo mucho que me odias. Vamos. —Subió los amplios escalones de granito al trote y una mujer menuda de origen hispano, con un vestido negro y un delantal blanco, nos condujo hasta un recibidor de al menos tres plantas de alto.

—Hola, Infanta —le saludó Jay en español con una gran sonrisa—. ¿Cómo estás?

—¡Señor Jay! —Infanta parecía encantada de verle. Estaba claro que tenía un ojo pésimo para la gente—. ¡Hace tres días que no viene a verme! ¡Ya le echaba de menos!

—Y yo a ti. —Jay la envolvió en un abrazo de oso y emprendió con ella un vals por el recibidor.

Observé cómo bailaban. Las manos me temblaban y la cara me ardía. Ira, supongo. Si aceptaba este trabajo iba a tener que limitar mi contacto con Jay Parker. Tenía un efecto horrible sobre mí.

—¡Oooh, señor Jay! —Infanta detuvo el vertiginoso torbellino—. El señor John Joseph le está esperando en el salón.

—Te presento a mi amiga Helen Walsh —dijo Jay, colorado y jadeando por el esfuerzo.

Infanta me miró con veneración.

—Todos queremos a Jay Parker, tiene suerte de que sea su amigo —dijo.

—No es mi amigo —repliqué, e Infanta dio un paso atrás con cara de estupefacción.

—Adelante, pon en evidencia a la pobre mujer —dijo Jay.

—Pero es que no lo eres. —Miré a la mujer—. Infanta, lo siento mucho, pero Jay Parker no es mi amigo.

—Está bien —repuso en un hilo de voz.

Tuve que sumergirme en mi interior para encontrar la barra de acero que estaba corriendo el riesgo de doblarse ligeramente. Me aferré a ella y dejé que me infundiera fuerza. Hacía falta algo más que el rostro dolido de Infanta para conseguir que yo, Helen Walsh, me sintiera culpable.

El salón era gigantesco. A duras penas se divisaba a John Joseph al fondo. Estaba de pie frente a la chimenea, con un codo sobre la repisa, pero el gesto parecía algo forzado. De acuerdo, no era una chimenea baja, pero aun así.

Parecía haber optado por una decoración (creo) de Salón de Noble Medieval. Mucho panel de madera labrada y mucho tapiz además de una monumental araña de luces de tres pisos confeccionada con las astas de alguna bestia prehistórica. Dos perros lobo irlandeses se paseaban cerca del fuego y las luces de unas velas parpadeaban en apliques de plomo.

—¡Jay! —John Joseph cruzó la estancia a grandes zancadas. Por un momento pensé que iba a echar a galopar sobre uno de los lobos, y pese a ser un famoso de poca monta, no pude evitar cierta emoción. De cerca parecía un duendecillo anciano. La cara de dulces y grandes ojos oscuros que había funcionado a los diecinueve años estaba ahora, con treinta y siete, algo encogida y Gollumosa.

—Tú debes de ser Helen Walsh. —Me ofreció un apretón de manos cálido y firme—. Gracias por subirte a bordo tan pronto. Siéntate. ¿Qué te apetece beber?

Tengo por costumbre que las personas me caigan mal desde el primer instante. Simplemente porque eso me ahorra tiempo. Además, no soporto a la gente que utiliza la expresión «Subirse a bordo» a menos que sean marineros, y obviamente nunca lo son. Sin embargo, no sabía qué pensar de John Joseph.

Era cordial y simpático, y parecía seguro de sí mismo. En sus ojos había un destello sagaz, y su mirada me recorrió de arriba abajo pero no en plan asqueroso, sino asimilándolo todo. Decididamente, no era el idiota que había imaginado.

No era mucho más alto que yo, y eso que yo mido uno cincuenta y siete, pero la falta de estatura no es obstáculo para impresionar o incluso intimidar, o eso me han dicho.

Una Coca-Cola light se materializó ante mí a pesar de que no recordaba haberla pedido, y a Parker le colocaron delante un café. Un engranaje eficaz, la casa de los Hartley. John Joseph se sentó a mi lado en uno de los cuatro cojines del kilométrico sofá.

—Adelante —me dijo.

—Bien, vayamos al grano. ¿Sabes si Wayne se drogaba o si pedía dinero prestado a gente chunga?

—Qué va. Él no es esa clase de persona.

—¿Hace mucho que le conoces?

—Quince años por lo menos. Más, veinte. Estábamos juntos en Laddz.

—Tengo entendido que hace algunos trabajos para ti.

—Muchos, por lo general en temas de producción. Trabajamos sobre todo en Turquía, Egipto y Líbano.

—Suponiendo que Wayne esté utilizando cajeros automáticos o tarjetas de crédito, la forma más rápida de dar con él sería entrando en su ordenador. ¿Se te ocurre cuál podría ser su contraseña?

John Joseph ladeó la cabeza y dejó vagar la mirada con expresión soñadora.

—Estoy pensando —dijo—. Es el botox que Jay me obligó a ponerme lo que hace que parezca un descerebrado. Arrugaría el entrecejo si pudiera.

No bastó para arrancarme una sonrisa pero me hizo gracia.

Al rato sacudió la cabeza.

—No. Ni idea. Lo siento.

—Es muy importante. Si se te ocurre algo dímelo. Te daré mi tarjeta. —Con ayuda de un bolígrafo, le solté la deprimente cantinela—: Este número de despacho ya no existe. —Lo taché—. Y este número de casa ha cambiado. —Borré mi número fijo, mi ex número fijo, Jesús, qué desgarrador, y anoté el número de mis padres—. Debería imprimirme unas tarjetas nuevas... —comenté vagamente. Imposible—. ¿Te importaría darme tu número?

Me dio un número de móvil y solo uno. La gente como él suele tener como mínimo cuatro móviles y una plétora de contactos para la casa y el despacho, pero únicamente me proporcionó un número. Y, la verdad sea dicha, era cuanto necesitaba para ponerme en contacto con él.

—John Joseph, eres la última persona que sabemos que habló con Wayne. ¿Le telefoneaste anoche? ¿Hace veintiséis horas? ¿Qué sensación te dio?

—Mala... Wayne no lleva bien lo del reencuentro. Dijo que ya había dejado atrás todo eso del grupo pop, que le ponía enfermo cantar las canciones, que no podía cumplir el régimen y que nunca le entrarían los trajes.

—Por tanto, no te sorprendió que no se presentara en el ensayo de esta mañana.

—En realidad, sí. Anoche me prometió que acudiría y le creí.

—¿Estás preocupado por él?

—¿En qué sentido? ¿Te refieres a si pienso que ha podido...?

—Suicidarse, sí. —Al pan pan y al vino vino. No tenía toda la noche.

—¡Dios mío, no! No estaba tan mal.

—¿Crees que alguien pudo secuestrarle?

John Joseph me miró estupefacto.

—¿Quién querría secuestrarle? Wayne no es esa clase de persona.

—¿Cuáles fueron sus últimas palabras?

—«Hasta mañana.»

—No son muy esclarecedoras que digamos. Una pregunta obvia, pero ¿se te ocurre adónde puede haber ido?

Negó con la cabeza.

—No tengo ni idea. Pero a un hotel de lujo o algo parecido seguro que no. Wayne es un poco... extravagante.

—Ya se lo he preguntado a Jay y no puede asegurarlo, pero es probable que tú conozcas la respuesta.

—Dispara —dijo.

—¿Wayne tiene novia?

—No.

Mentía.

Ignoraba por qué lo sabía, quizá porque había contestado con excesiva prontitud o porque sus pupilas se habían contraído, pero poseía una especie de soplón subconsciente con el que había conectado.

—¿De qué va esta historia? —pregunté.

—No hay ninguna historia. —Difícil afirmarlo bajo esa iluminación medieval, pero tuve la impresión de que John Joseph había empalidecido.

El silencio se prolongó y, yendo en contra de toda mi formación, fui yo la que lo rompió.

—Gloria.

—¿Quién es Gloria? —Su actitud era tan agresiva, tan defensiva, que casi me compadecí.

—¿No sabes quién es Gloria?

—No.

—¿Y si te enseño una foto? Para refrescarte la memoria. —Hurgué en mi bolso y encontré la foto de Wayne y la chica—. Ten —dije.

La miró medio segundo y declaró:

—Esta es Birdie.

—¿Quién?

—La ex novia de Wayne. Birdie Salaman.

—Nunca he oído hablar de ella.

—Es una ciudadana corriente. No está metida en el negocio que llamamos del espectáculo.

No, no, no digas esas cosas.

—Rompieron. No sé, puede que hace nueve meses.

Nueve meses, ¿eh? Y después de tanto tiempo todavía tenía una foto de ella boca abajo en el cuarto de invitados, irradiando tristeza.

—¿Tienes el teléfono de Birdie?

—Lo buscaré y te lo enviaré por SMS.

—¿De veras no tienes ni idea de quién es Gloria?

—De veras.

Decididamente, ahí había algo, un parpadeo, un tic imperceptible a simple vista, pero existía. No obstante, tendría que volver a él más tarde, ahora mismo no conseguiría sonsacarle nada a John Joseph. Después de un tiempo en este trabajo aprendes cuándo has de presionar y cuándo has de aflojar. Hora de cambiar de táctica.

—¿Has hablado con los padres de Wayne?

—Su mamá me llamó esta tarde a eso de las seis, preocupada por si sabía por qué Wayne no contestaba al teléfono. Sus padres no tienen ni idea de dónde está. Tiene una hermana, Connie, que también reside en Clonakilty, y un hermano, Richard, que vive en el estado de Nueva York, al norte. Les llamé, pero tampoco está con ellos.

—Ya, pero... si Wayne se ha refugiado con su familia, dudo mucho que ellos lo delaten, ¿no crees?

John Joseph parecía molesto.

—Entonces, ¿por qué me llamó la señora Diffney? Y además, ¡tú no lo entiendes! Hace mucho que les conozco, estamos muy unidos, soy casi como otro hijo para ellos, a mí no me mentirían. Créeme, Wayne no está con ninguno de ellos. Su familia está tan preocupada como yo.

Debería verificar personalmente ese dato, pero sonaba a cierto; debería postergar mi viaje a Clonakilty por el momento.

Al menos podía descartar al hermano que vivía en el estado de Nueva York. Era imposible que Wayne hubiera podido entrar en Estados Unidos sin pasaporte.

—Necesitaré los nombres, direcciones y números de teléfono de la panda de Clonakilty.

—Los tengo —anunció Jay desde el otro extremo del sofá—. Te los envío ahora mismo por SMS.

Devolví mi atención a John Joseph.

—¿Wayne fuma?

—No, lo dejó hace años. —Ajá. De modo que los mecheros de su cajón eran solo para las velas aromáticas.

—¿Tiene asistenta?

—No. Carol, su mami, le enseñó bien. Y Wayne dice que limpiar le relaja.

Jay Parker chasqueó la lengua con desdén. Le clavé mi mirada más gélida, pues daba la casualidad de que yo también encontraba relajantes las tareas del hogar. Había pasado la mayor parte de mi vida indiferente a la porquería. Habría sido feliz viviendo en una zanja siempre y cuando tuviera SkyPlus; sin embargo, nada más comprarme el piso tomé conciencia del encanto de aspirar y lustrar, del sentimiento de satisfacción, de orgullo... Volvamos a Wayne.

—¿Padece alguna dolencia digna de mención?

John Joseph se encogió de hombros.

—Somos hombres, no hablamos de esas cosas. Aunque tuviera un cáncer testicular y se le hubiera caído un huevo, seguiríamos hablando de fútbol.

—Ahora que lo mencionas, ¿cuál es su equipo?

—El Liverpool. Pero es un seguidor moderado, no un enloquecido.

—He visto que tiene cosas de tipo... —odio tanto esa palabra que hasta me costaba pronunciarla-... espiritual en su dormitorio. La maravilla del ahora y chorradas así.

—Siempre está comprando libros en Amazon, pero nunca los lee.

—Oye, sé que es una pregunta horrible pero no me queda más remedio que hacértela.

John Joseph me miró con suma atención.

—¿Hacía... hace... yoga?

—¡Dios mío, no! —respondió horrorizado, y Jay se atragantó de la impresión.

—¿Medita?

—¡No! Wayne es un tío normal. Le traían sin cuidado esos condenados libros.

¡Santo Dios, por ahí venía Zeezah, la última mujer de John Joseph! De repente perdí el interés por todo lo demás. Aunque había visto las fotos nupciales de Zeezah en la portada de Hello!, estaba deseando verla en sus tan alabados carne y hueso. Me regalé los ojos con ella y almacené expresiones para repetírselas a la gente que me caía bien. Mirada altiva y morritos. Secado internacional. Pantalones de montar blancos. Botas de montar negras y lustrosas. Chaqueta corta de cintura ultraestrecha. Contorno de labios tan grueso que semejaba un bigote fino. Y, lo mejor de todo, una fusta negra en la mano.

—Hola, Zeezah —le saludó Jay.

—Ah, hola —respondió distraída.

—Zeezah —dijo Jay—, te presento a Helen Walsh.

—Ah, hola —dijo más distraída aún. Se acercó a la chimenea y con algún pretexto nos dio la espalda, y juro por Dios que jamás he visto, ni antes ni ahora, un pandero igual. Tan redondo, tan blanco. Esas nalgas me tenían hipnotizada. Realmente hipnotizada.

Sin embargo, no me dejé intimidar. Llegué incluso a ocultar una sonrisita de suficiencia. Sí, sí, Zeezah, ahora eres muy sexy. Sí, sí, ahora estás tan lozana y turgente que parece que vayas a estallar. Pero dentro de diez años serás una obesa mórbida. Tienes toda la pinta de alguien que acabará palmándola de una anestesia general durante una liposucción.

Sacudió la fusta en dirección a los perros y estos se encogieron entre gemidos.

No me gustan los perros. De hecho, odio a los perros. Pero hasta yo pensé que se había pasado.

John Joseph parecía abochornado.

—Deja en paz a los perros, nena.

Zeezah se puso en cuclillas y, con voz suave, dijo:

—Lo siento, perritos. —Y les acarició el hocico. Los chuchos la llenaron de lametazos de gratitud y adoración. Idiotas.

—¿No es curioso que un poco de crueldad haga que me quieran más todavía? —dijo.

Sonrió con expresión traviesa y, para mi gran sorpresa (categoría: agradable), descubrí que Zeezah me gustaba.

—Ven a hablar con Helen —le dijo John Joseph—. Está aquí para ayudarnos a encontrar a Wayne.

—Bien. —Vino, se sentó a mi lado e incluso me tomó la mano. Con suma seriedad, dijo—: Por favor, tienes que encontrarle. Wayne es un buen hombre.

—Nadie dice que no lo sea —replicó Jay, a la defensiva.

—Tú lo dices. Dices que es débil.

—No dije débil. Dije que no tenía fuerza de voluntad.

—¿Crees que Frankie Delapp no come Jammie-dodgers en mitad de la noche? —le preguntó desdeñosamente Zeezah—. ¿Crees que Roger St. Leger no bebe cerveza?

—No bebe cerveza. Bebe vodka y lo tiene permitido porque es bajo en carbohidratos.

Y dale con los carbohidratos.

—Zeezah, ¿sabes de alguien que quisiera hacer daño a Wayne?

—Wayne es un buen hombre.

—¿Se te ocurre dónde puede estar?

—No. —Suspiró y me soltó la mano—. Pero dame tu teléfono y te llamaré si me viene algo a la cabeza.

—De acuerdo. —Busqué mi tarjeta en el bolso. Quién iba a decirme a mí cuando me desperté esta mañana atroz que acabaría el día dando mi número de teléfono a una superestrella, aunque solo lo fuera en Oriente Próximo—. Y si necesito ponerme en contacto contigo... —dije sutilmente—, ¿lo hago a través de John Joseph?

Me clavó una mirada severa.

—Soy una persona independiente, con un teléfono propio. Te estoy enviando mi número en este preciso instante.

—Bien, genial... —Espera a que le diga a mamá que tengo el número de teléfono de Zeezah. No, mejor no se lo digo, no vaya a ser que me lo robe y empiece a enviarle mensajes de texto rabiosos—. Ahora, ¿puedo pediros a los tres que dejéis volar vuestra imaginación y me digáis dónde creéis que podría estar Wayne? Dejadla volar cuanto queráis, como si se tratara de un juego. Empezaré yo. Wayne está... aprendiendo a hacer pan en Ballymaloe House.

—¡Pan! —aulló Jay.

—Sushi, si lo prefieres. ¿John Joseph?

—Yo creo que Wayne está... en una clínica para hacerse una liposucción de barriga.

—¿En serio? —El rostro de Jay se iluminó—. ¿Crees que se habrá repuesto para el miércoles por la noche?

—Estamos jugando —le recordó Zeezah—. Creo que Wayne está... visitando a sus padres y recibiendo dosis de amor.

—Creo que Wayne está... —dijo Jay— en ese sitio budista de West Cork aprendiendo a meditar. —Tendrá mala leche—. No, he cambiado de idea. Está en un concurso de ingestión de tartas en North Tipperary, donde está arrasando. Tiene el premio asegurado.

—Zeezah, ¿conoces a Gloria, la amiga de Wayne? —pregunté.

—¿Gloria? —Juro por Dios que la expresión de su cara se congeló. Un brevísimo instante, pero lo vi—. ¿Quién es Gloria?

No respondí. Aguardé a que ella llenara el silencio. Negó con la cabeza.

—No conozco a ninguna Gloria.

Tal vez no, tal vez lo había imaginado. Después de todo, no estaba siendo yo.

—Zeezah, ahora voy a hacerte una pregunta crucial. ¿Tienes idea de cuál puede ser la contraseña del ordenador de Wayne? Seis letras.

Lo meditó con la mirada perdida y la frente completamente lisa. No podía ser que Jay también la hubiera obligado a ella a ponerse botox. Solo tenía veintiún años. Claro que la ausencia de arrugas en la frente podía deberse a su edad...

—¿Seis letras? —Su rostro se iluminó y vislumbré un rayo de esperanza—. ¡Ya lo sé! —declaró—. ¿Qué te parece Zeezah? —Soltó una risita pícara y yo, en un esfuerzo por mostrarme cortés, probé a emitir un ruidito que semejara una risa, lo cual probablemente fue una mala idea porque soné como un león marino y todo el mundo me miró alarmado. Además, tuve la sensación de que me había desgarrado un músculo del pecho.

Helen no puede dormir
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