33

Tres meses habían transcurrido, tres meses escasos, desde mi primera visita al doctor Waterbury —en la que me había mofado de su receta de antidepresivos— hasta mi intento de ahogo.

Una semana después de aquella primera visita no solo había comprado los antidepresivos, sino que además estaba de nuevo en su consulta suplicando que me aumentara la dosis y ansiando saber cuándo empezarían a hacerme efecto.

El descenso al infierno había comenzado tres o cuatro días después del diagnóstico. Ya no había estado muy animada que dijéramos, pero la bajada se volvió de pronto mucho más empinada. Quizá porque el doctor Waterbury le había puesto nombre.

Empecé a sentirme como si me estuviera rompiendo.

Como un iceberg separándose de un témpano, enormes pedazos de angustia procedieron a desprenderse dentro de mí para salir a la superficie. Todo me parecía feo, agresivo y extraño, y tenía la sensación de estar viviendo en una película de ciencia ficción, como si hubiera aterrizado en un cuerpo semejante al mío y en un planeta semejante a la Tierra pero donde todo era maligno y siniestro. Tenía la sensación de que las personas a mi alrededor habían sido sustituidas por dobles. No me sentía nada, nada segura. Desasosiego era lo que mejor describía mi estado, un desasosiego elevado a la millonésima potencia.

Durante el día tenía el estómago cerrado, no podía comer nada, mientras que de noche me entraba un apetito voraz y devoraba galletas, patatas fritas y un cuenco de cereales tras otro.

Empecé a tomar las pastillas pero a los pocos días estaba de vuelta en la consulta del doctor Waterbury buscando una dosis mayor. El hombre —amable pero firme— me dijo que tardarían tres semanas en hacerme efecto, que no esperara milagros.

—No me diga eso —sollozé, retorciéndome delante de él—. Necesito algo que me ayude de verdad. Y también necesito dormir. Deme somníferos, se lo ruego.

Me recetó Stilnoct de 10 a regañadientes y me advirtió hasta quedarse sin voz que eran sumamente adictivos, que si me aficionaba demasiado a ellos no conseguiría dormir.

—¡Pero si de todos modos no duermo! —protesté.

—¿Le ha ocurrido algo que haya provocado este... este estado de ánimo? —me preguntó.

—No. —Nada había sucedido, ningún trauma reciente o pasado. Ninguna ruptura amorosa. Tampoco el fallecimiento de un ser querido. No me habían atracado ni robado. Mi estado actual me había caído como del cielo. Ojalá hubiera habido algo, porque si no sabía qué me pasaba, ¿cómo podía reponerme y volver a mi estado normal?

—¿Se ha sentido así otras veces? —me preguntó.

—No. —Hice un repaso raudo de mi vida—. Bueno, puede que sí... Alguna que otra. Pero no tan mal como ahora. Y los ataques duraban poco, por lo que ni siquiera era consciente de ellos, no sé si me explico.

Asintió.

—La depresión es episódica.

—¿Qué significa eso?

—Significa que una vez que aparece tiende a repetirse.

Lo miré de hito en hito.

—¿Lo dice para hacerme sentir mejor o peor?

—Ni una cosa ni otra. Solo le informo.

Me fui a casa a aguardar que transcurrieran las tres semanas. Durante la espera pasé horas y horas en internet, googleando «depresión», y me alarmó descubrir que mis síntomas no encajaban del todo con los de la depresión clásica. Esta, al parecer, deja sin energía y paraliza, de manera que la persona no puede hacer nada. Leí un blog de una pobre mujer que estaba en la cama con ganas de hacer pipí y que tardó sesenta y siete horas en lograr arrastrarse hasta el cuarto de baño.

Mi caso era diferente. Yo estaba muy alterada, necesitaba tener cosas que hacer, no parar ni un momento. Lo que no quería decir que consiguiera resultados, porque tenía la concentración por los suelos. No podía leer, ni siquiera revistas. De no ser por las series de televisión en DVD, no sé qué habría hecho.

No decidí a propósito dejar de responder los correos electrónicos, fue solo que me habría sido más fácil subir al Everest que construir una frase. Y tampoco tomé conscientemente la decisión de no atender el teléfono, tenía toda la intención de hacerlo más tarde, o mañana, en cuanto me acordara de hablar como una persona normal. No me di de baja en el trabajo, no llegué hasta ese extremo. El trabajo me dio de baja a mí. De alguna manera había conseguido endosar a otros los pocos casos en los que había estado trabajando y me adentré en un lugar donde no tenía trabajo, una situación que estaba decidida a que fuera meramente temporal. Pero la temporalidad empezó a alargarse. La gente me llamaba para ofrecerme casos nuevos pero yo no podía hablar con ellos ni devolverles las llamadas, y transcurridos unos días ya era demasiado tarde y sabía que habrían decidido contratar a otra persona.

Veía muchísima tele, sobre todo las noticias, a las cuales apenas había dedicado atención con anterioridad. Me afectaban profundamente las noticias malas —desastres naturales, atentados terroristas— pero no por las razones adecuadas. Me daban esperanza.

En los foros de internet sobre depresión constaté que a la gente le afligían enormemente las catástrofes, en cambio a mí me animaban. Me decía que si había un terremoto en otro país, existía la posibilidad de que también se produjera un terremoto en Irlanda, preferiblemente debajo de mis pies. No le deseaba mal a nadie más, quería que el resto de la gente sobreviviera y fuera feliz, pero yo quería morir.

Sabía que mi estado de ánimo no era lógico, que estaba distorsionado e iba en contra del instinto. El ser humano intentaba protegerse instintivamente del peligro, en cambio yo quería abrazarlo. De hecho, cada vez que salía de casa lo hacía con la esperanza de que algo terrible me aconteciera, porque a pesar de todas esas estadísticas de que se producían más accidentes en casa que en cualquier otro lugar, yo seguía pensando que tenía más probabilidades de que me mataran si salía a la calle.

Mis pastillas constituían mi bien más preciado. Las llevaba en el bolsillo del pantalón y de vez en cuando las sacaba para contemplarlas, para clavarles una mirada de confianza. Esperaba con impaciencia a que fueran las once de la mañana para poder tomarme mi siguiente antidepresivo y encontrarme un día más cerca de la curación.

Mis somníferos eran un auténtico tesoro. El día que el doctor Waterbury cedió y me extendió la receta, lloré literalmente de alivio —bueno, creo que era de alivio, pero para entonces lloraba todo el día, por lo que era difícil asegurarlo— y esa noche fui capaz de afrontar el momento de irme a la cama sin el pavor acostumbrado y cuatro episodios de Larry David.

Por un lado, el somnífero funcionaba —me mantenía inconsciente durante siete horas—, pero me despertaba sintiéndome como si unos extraterrestres me hubieran abducido mientras dormía. Me tocaba el trasero con aprensión. ¿Habían experimentado conmigo? ¿Me habían sometido al célebre sondaje rectal?

Aunque el sueño inducido químicamente era preferible a horas interminables de espantosa vigilia, los somníferos me producían sueños espantosos, retorcidos y vívidos. Ni siquiera en mi estado de inconsciencia me sentía a salvo. Tenía la sensación de que me pasaba las noches subida a una montaña rusa mientras gente horrible me insultaba. Y por la mañana chocaba bruscamente con el mundo, sintiéndome como si hubiera hecho un viaje largo y extenuante mientras me hallaba fuera de mi cuerpo.

Sin embargo, pese a lo atroces que fueron esos primeros días, estaban marcados por la inocencia, porque entonces todavía creía que la medicación iba a curarme. Si conseguía aguantar las tres semanas de rigor, me decía, las pastillas empezarían a hacer su efecto. Pero las tres semanas llegaron y pasaron y yo me sentía peor. Más asustada, más incapaz de funcionar.

A veces, por la noche, me subía al coche y conducía durante horas, pero en dos ocasiones reventé el neumático delantero izquierdo por golpear un bordillo sin querer. Yo, que siempre había estado tan orgullosa de mi conducción, era oficialmente una amenaza al volante.

Regresé al doctor Waterbury, y como había pasado tanto tiempo en la red, sabía de antidepresivos más que él. Podría citarte textualmente cada pastilla en el mercado, todas las diferentes familias: los tricíclicos, los IRSN, los ISRS, los IMAO.

Le propuse que me recetara un tricíclico menos conocido, el cual, según descubrí en mi búsqueda por internet, podría ayudarme con mis síntomas concretos. Tuvo que consultarlo en un libro, tras lo cual me miró alarmado.

—Los efectos secundarios de este antidepresivo son fuertes —dijo—. Erupciones, delirio, posibilidad de hepatitis...

—Sí, sí —convine—. Acúfenos, ataques, peligro de esquizofrenia. No pasa nada, en serio. No me importa siempre y cuando funcione y deje de tener la sensación de estar en una película de ciencia ficción.

—Se receta poco —repuso—. Yo, desde luego, nunca lo he recetado. ¿Por qué no probamos con Cymbalta? A muchos de mis pacientes les ha dado buenos resultados.

—Leí sobre el otro en internet...

Farfulló algo que bien podría haber sido: «Maldito internet».

—... y una mujer de un blog tenía la misma sensación que yo, la de estar despierta dentro de una pesadilla, y las pastillas le ayudaron.

Negó con la cabeza.

—Le recetaré Cymbalta, es más seguro.

—Si acepto, ¿me recetará más somníferos?

Tras una larga pausa, dijo:

—Si acepta ver a un terapeuta.

—Hecho.

—Bien.

—¿Tardará Cymbalta tres semanas en hacerme efecto?

—Me temo que sí. —Anotó unos nombres en un trozo de papel—. Un par de terapeutas que yo recomendaría.

Apenas hice caso. Solo me interesaban las pastillas. Le arrebaté la receta.

—Tres semanas, dice, y estaré bien.

—Hombre...

Pero las tres semanas pasaron y tuve que volver.

—Estoy peor —le informé.

—¿Llamó a alguno de los terapeutas?

—¡Desde luego que sí! —Habría hecho cualquier cosa que creyera que podía ayudarme—. Fui a ver a Antonia Kelly. Me cae bien, es empática. —Y tenía un coche precioso. Un Audi TT. Negro, naturalmente. Estaba dispuesta a depositar mi confianza en una mujer con tan buen gusto para los coches—. Hemos quedado en vernos los martes, pero la terapia tardará una eternidad en hacer efecto, me dijo. Meses. Sobre todo porque tuve una infancia feliz. —Le miré con cara de pasmo—. ¡No tenemos nada con lo que trabajar!

—Seguro que ha sufrido algún trauma...

—¡No, no he sufrido ningún trauma! ¡Ojalá lo hubiera sufrido! —Me obligué a tranquilizarme—. Doctor Waterbury, le prometo que me trabajaré mis traumas aunque no los tenga, y aunque odie esa palabra. Pero necesito algo a corto plazo. ¿Puede cambiarme las pastillas? Por favor, ¿puede darme aquellas de las que le hablé?

—De acuerdo. Pero, al igual que las otras, tardarán tres semanas en hacerle efecto.

—Dios mío —dije. Gemí, en realidad—. No sé si duraré tres semanas.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que si pudiera traducir mi dolor mental en dolor físico, usted mismo me pondría una almohada en la cara por pura compasión. Quiero decir que si fuera un perro, usted mismo me pegaría un tiro.

Tras una larga pausa, dijo:

—Creo que debería considerar la posibilidad de ingresar en un lugar de reposo.

—¿En un lugar de reposo? ¿De qué está hablando?

—De un hospital.

—¿Para qué? —Era cierto que no lo pillaba. Estaba pensando en la vez que me quitaron el apéndice—. ¿Se refiere a un hospital psiquiátrico?

—Sí.

—¡No estoy tan mal como para eso! ¡Solo hemos de acertar con las pastillas! Deme las pastillas malas, las que me provocarán ataques y esquizofrenia, y estaré genial.

Escribió a regañadientes una receta para los tricíclicos, con todos sus efectos secundarios, y aunque me causaron una erupción y una fase breve (posiblemente imaginaria) de acúfenos, no me hicieron sentir mejor.

Fue entonces cuando comprendí que no tenía lo que fuera que había que tener para seguir adelante.

Helen no puede dormir
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