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El móvil soltó un pitido lastimero, como un pajarito recién nacido pidiendo comida. ¡Se me estaba acabando la batería! ¿Cómo había podido dejar que ocurriera? Presa del pánico, hurgué en mi atestado bolso y descubrí que no llevaba encima el cargador; seguramente lo había dejado en casa de mamá y papá. ¡Error de colegiala! Recogí mis cosas aprisa y corriendo, salí de casa de Wayne y subí al coche. No podía estar sin un teléfono operativo.
¿Y a quién veo entrar justo cuando abandonaba Mercy Close? ¡Nada menos que a Walter Wolcott! Como un buey en una gabardina beige, decidido, volcado sobre el volante, invadiendo casi toda la parte delantera de su coche. Seguro que había venido a interrogar a los vecinos. Casi se me escapó una risotada. Le harían papilla. Sobre todo las Viejas Activas. La poca paciencia que tenían la habían agotado conmigo. Y puede que Cain y Daisy le hicieran el mismo truco del rapto con que yo había sido obsequiada. Ojalá.
Wolcott estaba tan concentrado en su misión que no reparó en mí. Menudo investigador privado estaba hecho. Me pregunté una vez más si era la persona que me había golpeado. ¿Era de esa calaña?
Me costaba ponerle edad. Cincuenta y siete, quizá. O sesenta y tres. Por ahí, más o menos. Gordo pero compacto. Le había visto una vez —no me preguntes en qué circunstancias porque no lo recuerdo— en un acontecimiento social (tal vez una boda) y descubrí, inesperadamente, que era un excelente bailarín. Ligero de pies para un tipo tan corpulento, dirigía a una mujer que supuse era su esposa de una forma anticuada, segura, casi briosa.
Transcurridos unos minutos me pitó el móvil con un mensaje de texto. Sin dejar de conducir, lo leí. El sensor de movimiento instalado en casa de Wayne se había disparado. ¡Wayne había vuelto a casa! Experimenté tal subidón de adrenalina que pensé que la cabeza iba a estallarme, hasta que comprendí que probablemente era Walter Wolcott y el alma se me cayó a los pies.
Me sentía... profanada. Como si hubiera entrado en mi casa.
Llamé a Jay Parker con mi móvil agonizante.
—¿Walter Wolcott tiene una llave de casa de Wayne?
—Se la dio John Joseph.
Como si quisiera expresar su disgusto, mi móvil eligió ese momento para pasar a mejor vida.
Ya en casa de mis padres, mamá había reunido a Claire y Margaret. Después de encontrar el cargador y enchufarlo al móvil, acepté sus comentarios horrorizados sobre el estado de mi testa malherida, dejé que me convencieran de que me duchara y me lavara el pelo e hice que mamá extendiera un talón para Terry O’Dowd y lo metiera en un sobre con un sello.
—Leitrim —dijo maravillada—. Creo que nunca he conocido a nadie de Leitrim. ¿Y tú, Claire?
—No.
—¿Tú, Margaret?
—No.
—¿Tú, Hel...?
—¡No!
—Creo que deberías ir a urgencias para que te miren la cabeza —opinó Margaret.
—Para que le examinen la cabeza —le corrigió Claire antes de soltar una risotada—. ¡Como si fuera a servir de algo! ¿Cómo te encuentras hoy, Helen? ¿Algún impulso demente de arrojarte al mar?
Hummm.
La última vez que estuve mal, que tuve un episodio de depresión suicida, como quieras llamarlo, clasifiqué las reacciones de mi familia y amigos en diferentes categorías:
A) Los Bromistas. Claire era la estrella. Pensaban que bromear sobre mi estado mental lo reduciría a un tamaño manejable. Los que tenían más probabilidades de decir: «¿Algún impulso demente de arrojarte al mar?».
B) Los Negadores. Eran los que adoptaban la postura de que como eso que llamaban depresión no existía, nada me pasaba. Hace años yo habría pertenecido a esa categoría. Una subcategoría de los Negadores eran los Dum. Probablemente habrían dicho: «¿Qué razones tienes para estar deprimida?».
C) Los No Puedes Hacerme Esto. Eran los que me decían entre sollozos que no podía quitarme la vida porque me echarían mucho de menos. Las más de las veces acababa consolándolos yo a ellos. Mi hermana Anna y su novio Angelo volaron desde Nueva York para que pudiera enjugarles las lágrimas. Los que más probabilidades tenían de decir: «¿Tienes idea de cuánta gente te quiere?».
D) Los Fugitivos. Muchas, muchas personas dejaron de llamarme. La mayoría me traía sin cuidado, pero había una o dos que eran importantes para mí. La causa era el miedo, les aterraba que eso que tenía fuera contagioso. Los que más probabilidades tenían de decir: «Me siento tan impotente... Dios, ¿has visto la hora?». Bronagh —aunque entonces me dolía demasiado para poder admitirlo— ocupaba el primer lugar.
E) Los Nueva Era, esto es, los que proponían terapias alternativas, y eran muchos. Me animaban a hacer reiki, yoga, homeopatía, estudio de la Biblia, danza sufí, duchas frías, meditación, técnicas de liberación emocional, hipnoterapia, hidroterapia, retiros, chozas de vapor, manualidades de fieltro, ayuno, comunicación con los ángeles o comer solo alimentos azules. Todo el mundo tenía una historia sobre algo que había curado a su tía/ jefe/novio/vecino. Pero mi hermana Rachel se llevaba la palma. Me asediaba. No pasaba un día que no me enviara el enlace de algún engañabobos seguido de una llamada telefónica a los diez minutos para asegurarse de que había pedido hora. (Y yo estaba tan desesperada que hasta les di una oportunidad a muchos.) La que más probabilidades tenía de decir: «Este hombre hace milagros». Seguido de: «Por eso cobra lo que cobra. Los milagros no son baratos».
Solían darse polinizaciones cruzadas entre los diferentes grupos. A veces los Bromistas hacían piña con los Duros para decirme que recuperarse de una depresión consistía simplemente en el «dominio de la mente sobre la materia». Solo tenías que decidir que estabas mejor. (Como harías si tuvieras un enfisema.) O un No Puedes Hacerme Esto llamaba a un Nueva Era y se quejaba entre sollozos de mi egoísmo y el Nueva Era le daba la razón porque me había negado a soltar dos mil euros para una choza de vapor en Wicklow. O un Fugitivo regresaba de puntillas para observarme a escondidas y luego reclutaba a un Negador para lanzar un ataque a dos flancos diciéndome lo bien que me veían. Y eso era, de hecho, lo peor que podían hacerme, porque si les replicaba parecía que estaba haciéndome la víctima: «Pues yo no me siento bien, me siento tremendamente desgraciada».
Nadie entre las personas que me querían entendía cómo me sentía. No tenían ni idea y no se lo reprochaba, porque hasta que me ocurrió a mí yo tampoco la había tenido.
—No, Claire, estoy genial —dije—. Ningún impulso demente de arrojarme al mar.
Mientras esperaba a que el móvil se cargara me asaltó un cansancio repentino. No se me ocurría una sola cosa productiva que pudiera hacer para encontrar a Wayne, por lo que decidí aparcar el tema un par de horas. Envié un SMS a Artie.
Niños fuera?
Respondió al instante:
Bella aun aki. T escribo cuando se marche.
Entretanto, la casa de mis padres se llenó de periódicos y dulces.
—¿Hay galletas? —pregunté.
—Tráele galletas —dijo mamá a Margaret.
—De chocolate —grité.
Así que comimos galletas de chocolate y hojeamos hectáreas de periódicos y el «embarazo» de Zeezah fue objeto de numerosos comentarios desdeñosos. Nadie se lo tragaba, ni siquiera Margaret, una de las personas más crédulas que conozco.
—¿Cómo va a estar embarazada si es un hombre? —dijo mamá—. ¿Si ni siquiera tiene matriz?
—¡Exacto! —convine, aunque yo estaba bastante segura de que Zeezah era una mujer.
—¡Menuda sarta de mentiras! —Mamá alzó la revista que mostraba a Frankie Delapp «En casa»—. No es su casa, es una suite del Merrion que todo el mundo utiliza para estos reportajes. No imagináis cuántas veces la he visto. Billy Ormond hizo ver que era su casa. Amanda Taylor hizo ver que era su casa. La de veces que he visto esa «mesa de roble para veinte comensales».
—¿Y la casa de Wayne Diffney? —preguntó Margaret—. ¿También es un hotel?
Mamá le echó un vistazo.
—Auténtica —declaró—. Ningún hotel permitiría semejantes colores.
Dios, cómo me estaba costando mantener la boca cerrada y no desvelar lo mucho que sabía sobre la casa de Wayne.
—Qué lugar tan peculiar —comentó mamá inspeccionando las fotos de la preciosa, preciosa casa de Wayne—. De hecho —me miró casi con suspicacia—, es la clase de lugar que a ti te gustaría, Helen.
—Ah... ¿en serio?
—Wayne Diffney parece... —dijo mamá mirando las fotos.
—¿Qué?
—Una persona dulce.
—No tan dulce —replicó Claire desde detrás de una revista—. Recuerda aquella vez que golpeó a Bono con un palo de hurling.
Tenía razón. Lo había olvidado. Habían pasado muchos años, pero durante unas semanas Wayne Diffney fue un héroe, el campeón del pueblo. Bono era un ídolo tal en Irlanda que golpearle... en la rodilla... con un palo de hurling. En fin... se cargaba todos los tabúes. Como lanzarle un tanga rojo al Papa.
Tenía que reconocer que Wayne Diffney me intrigaba. Su casa estaba pintada de colores peculiares, casi desafiantes. No compraba leche. Y estaba la agresión a Bono, por supuesto. Y cuando su esposa Hailey lo abandonó fue a buscarla, se enfrentó como un pequeño David contra los Goliat que eran Bono y Shocko O’Shaughnessy para intentar recuperarla. (No funcionó, pero un diez por el esfuerzo.) Era apasionado, impulsivo, romántico. Por lo menos lo había sido y estaba segura de que aún le quedaba algo.
Y si pensaba en los libros de su mesita de noche... Tenía el Corán. Como es lógico, muchos agentes secretos leían el Corán para tratar de entender la manera de pensar de los terroristas suicidas con turbante. (Y estoy prácticamente segura de que ninguno se habría referido a ellos como terroristas suicidas con turbante. Aunque nadie habría podido confundirme jamás con un agente secreto.)
Y Wayne trabajaba principalmente en países donde resultaría útil saber acerca de las setenta vírgenes del paraíso y esas cosas...
El móvil pitó para indicar que se había cargado. Me lo apreté contra el pecho. Puede que estuviera demasiado apegada a él. Un instante después me llegó un mensaje de Artie.
TODOS fuera, TODOS. ¡Ven ya!
Titubeé. Seguro que había algo que podría estar haciendo para encontrar a Wayne, pero esta oportunidad con Artie era demasiado excepcional y valiosa para dejarla escapar.
—¡Bien! —Recogí rápidamente mis cosas—. Debo irme. Gracias por las galletas.
—Nada de tirarte al mar —me advirtió jovialmente Claire.
—Jojojo —respondí.