17

Fui directa a la farmacia, compré mis antidepresivos y me tragué el primero ahí mismo, sin agua, de lo desesperada que estaba por metérmelo en el organismo. Waterbury, como de costumbre, me había recalcado que tardarían tres semanas en hacerme efecto, pero yo estaba pensando en el fármaco como en un escudo protector que podría impedirme caer de nuevo en el... horror, el infierno... como quieras llamarlo. También me apropié de doce somníferos, doce circulitos blancos de alivio. Me habría encantado tomarme cuatro o cinco de golpe y dormir como un tronco dos días seguidos, dejar de existir, pero tenía muy pocos, no podía malgastarlos.

Subí al coche y me encontraba a medio camino de mi apartamento cuando caí en la cuenta de lo que estaba haciendo. De repente me asaltó una profunda tristeza. Mi ex piso no era gran cosa, una caja de un dormitorio en la cuarta planta de un edificio de obra nueva, pero había significado mucho para mí. No solo por el placer de vivir sola, lo cual para una persona irritable no tiene precio. O por el orgullo de poder pagar una hipoteca.

Era el hecho de poseer algo en lo que no tenía que ceder. Había pasado tantos años de mi vida cayéndole mal a la gente y teniendo que moderarme para sobrevivir, que convertir mi piso en un hogar era mi gran oportunidad de ser plenamente yo.

Antes de mudarme Claire ya me estaba bombardeando con revistas de decoración y todo el mundo hablaba de «abrir» las reducidas habitaciones e «introducir luz y aire». Papá, feliz de que por fin me fuera de casa, se ofreció a alquilar una furgoneta y propuso que fuéramos todos juntos a Ikea.

—A pasar el día —dijo—. Podemos comer allí. He oído que hacen unas albóndigas suecas buenísimas. Compraremos todo lo que necesitas, hasta una cuchara para servir helado.

Pero en lugar de decorar mi piso al estilo limpio y luminoso de Escandinavia, me fui al otro extremo. Lo cerré. Lo hice íntimo e interesante y lo llené de antigüedades. Cuando digo antigüedades me refiero, naturalmente, a trastos viejos, pero ahora que tenía una hipoteca que pagar iba justa de dinero. Busqué ventas de herencias en las que compras una caja enorme de porquerías vetustas por nada y menos, generalmente repleta de lámparas rotas y espantosos óleos de caballos, pero donde alguna que otra vez encuentras algo útil o bonito. Que fue por lo que acabé con un espejo de cuerpo entero en perfecto estado salvo por algunas manchas y un precioso juego de aguamanil con alguna que otra grieta. (Juego de aguamanil: jarra y cuenco de cerámica para lavarse en los viejos tiempos, antes de que existiera la ducha. ¿Te imaginas?)

Mi cama salió de un convento que estaba cerrando el chiringuito. De caoba con incrustaciones de laca negra en el cabecero y los pies, era bastante ostentosa para unas monjas que supuestamente habían renunciado a los bienes terrenales; puede que perteneciera a la madre superiora. Me gustaba imaginármela cómodamente tumbada en la recargada cama, picoteando fruta confitada, bebiendo madeira y viendo America’s Next Top Model mientras en la gélida capilla las paliduchas novicias se arrodillaban sobre guisantes congelados soñando con una comida de agua hervida.

Con los meses fui acumulando más muebles. Sobre la ventana de la sala de estar coloqué un gran abanico de plumas de pavo real para que filtrara la luz y la tiñera de azul. Más adelante, en una subasta, tropecé con dos cortinas decoradas con pavos reales y pensé que me irían que ni pintadas con las plumas. Pero, ay, eran demasiado grandes para la sala y la barra acabó abarcando todo el ancho de la pared, de manera que cuando cerraba las cortinas tenía la sensación de estar en una gruta.

El color de la pintura lo elegí con sumo cuidado. Como ya he dicho, no podía permitirme la gama de Holy Basil, pero me esforcé por encontrar imitaciones baratas y no hay duda de que lo conseguí porque Tim, el pintor, desarrolló un fuerte dolor en el lado izquierdo del rostro después de pasarse una mañana pintando mi dormitorio de rojo oscuro. (El color, casi idéntico, de Holy Basil se llamaba Hedor a Muerte.)

—Estoy tomando Migraleves como si fueran Smarties —me dijo, y lo tuve dos días de baja.

Me obsesioné con conseguir un juego de fundas de edredón de color negro y me pasaba horas en internet despotricando contra The White Company.

Durante un tiempo no hice otra cosa que trabajar en mi piso para hacerlo aún más fabuloso. Era como estar enamorada. No podía pensar en nada más. En un arranque de inspiración, eché un velo sobre el espejo de cuerpo entero para hacer que mi reflejo semejara un espectro. Luego lo quité. Las cosas habían ido demasiado lejos.

Eso me provocó un leve ataque de revisionismo. Tiré el juego de aguamanil agrietado porque era un juego de aguamanil. Y agrietado. Y, la verdad, un poco cutre. Luego empecé a tener dudas sobre mi cuarto de baño gris acorazado, así que lo pinté de amarillo. (Nombre oficial: Ranúnculo.) (Pero Gangrena en el muestrario de Holy Basil.) El pesado aparador de teka resultó tener carcoma. Y el mantel de felpilla verde musgo, moho.

Bien mirado, mi nuevo hogar se hallaba en permanente evolución. Invitaba a pasar a la gente con cautela. Quería que les gustara tanto como a mí, y con algunos fue así y con otros no. Bronagh, por supuesto, lo encontró fabuloso, Claire lo encontró fabuloso, papá —inesperadamente— lo encontró fabuloso, y Anna murmuró: «Voces distantes», lo que interpreté como algo bueno.

A Margaret, en cambio, no le gustó demasiado. Durante su primera visita contempló las paredes verde hiedra con inquietud y dijo: «Dan miedo». Dos semanas después me comunicó como si tal cosa: «No quiero que mis hijos vayan a tu casa. No durmieron bien después de la última visita».

Rachel dijo que mi piso era la manifestación de una mente enferma. En cuanto puso un pie en mi recibidor azul marino soltó una carcajada desdeñosa y dijo con pesar: «Ya lo he visto todo».

Y cuando Jay Parker entró en mi vida comentó que pasar media hora en mi sala de estar viendo Top Gear era como estar enterrado vivo.

Helen no puede dormir
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