45

Una vez en la calle telefoneé a Parker. Contestó al primer tono.

—¿Helen?

—¿Dónde coño estás?

—En el Centro de Televisión de RTÉ.

—Voy hacia allá para que me des las llaves de Wayne. Asegúrate de que tenga un pase esperándome en la recepción.

—¿Qué diab...?

Colgué. Ignoraba qué rollo se traían Harry Gilliam y Jay. Estaba asustada y enfadada, lo cual era desagradable pero, curiosamente, mejor que lo que había sentido mientras había estado fuera del caso.

Para mi sorpresa, en la recepción del Centro de Televisión lo sabían todo de mí. Me había preparado para un tira y afloja agotador con algún funcionario prepotente, pero en lugar de eso me estaba esperando un pase laminado con mi nombre. Mal escrito, claro. Yo era «Helen Walshe» (había alguien dado a las «es»), y tras un telefonazo un ayudante de producción vestido de negro apareció en la recepción para acompañarme a la sala de invitados del programa.

Nunca había estado en una sala de invitados y, para mi gran decepción, tenía el mismo aspecto que un salón grande. Había muchos sillones, un bar en una esquina y una veintena de personas sentadas en grupos que no interactuaban entre sí. Exceptuando el contingente Laddz, ignoraba quiénes eran los demás invitados, pero decidí aventurarme. ¿Un chef que había escrito un libro de cocina? ¿Una mujer de uñas y tetas falsas que se había acostado con hombres famosos? ¿El capitán del equipo de hurling de la GAA que había ganado la final de Munster? ¿Un grupo de tres al cuarto con un single o un concierto que promocionar? Ah, ese sería Laddz, claro.

Los miembros del contingente Laddz formaban una piña cerrada. Allí estaba Jay, cómo no, y John Joseph y Zeezah hablando en voz baja. Roger St. Leger se había traído la rubia de piernas largas que había conocido en la barbacoa. Estaban tendidos en un sofá, completamente beodos, partiéndose de risa, bebiendo vodka y con pinta de montárselo en cualquier momento.

Frankie parecía tenso y extrañamente taciturno. Pensé que era porque le desagradaban las payasadas de Roger —seguro que el «hombre en las alturas» no las aprobaría— hasta que caí en la cuenta de que se hallaba en una situación complicada. Su carrera televisiva se encontraba en un punto álgido: tal como estaban las cosas, en cuanto Maurice McNice la palmara, él heredaría su puesto. Y mientras Frankie esperaba que Maurice la palmara, resultaba un poco violento que fuera a cantar a su programa. Casi podría calificarse de regodeo.

Jay, por su parte, estaba hablando con un hombre que parecía uno de los productores del programa.

—Pero Wayne está enfermo —le estaba diciendo Jay—, tiene la garganta hecha polvo. No puede cantar.

—¡Nadie le está pidiendo que cante! —espetó el productor—. La gente no canta en Saturday Night In, solo mueve la boca.

—Wayne está en la cama con treinta y nueve de fiebre —dijo Jay—. No puede ni levantarse. Sería mucho mejor hacerle una entrevista a John Joseph y su nueva y flamante esposa.

Enseguida me hice una composición de lugar: Laddz había sido invitado al programa para «cantar» antes de la deserción de Wayne y ahora Parker estaba intentando salvar esa oportunidad de hacer publicidad proponiendo una entrevista a John Joseph y Zeezah. El productor, sin embargo, no estaba nada contento con el nuevo arreglo porque el programa ya incluía una entrevista con una estrella del hurling de la GAA que acababa de casarse.

—Ya tenemos una entrevista con una «nueva y flamante esposa» —señaló el productor— y ninguna actuación musical. ¡Los programas de entretenimiento tienen sus reglas! Quedaría descompensado.

—Esa mujer —Jay señaló a Zeezah— es una superestrella internacional. Una entrevista con ella sería un golpe maestro.

Al productor se le iluminó la cara.

—Podría cantar.

—¡No! —Jay vio que la oportunidad de hacer publicidad de Laddz se le escapaba de las manos—. No se ha traído su vestuario. Zeezah no puede subirse a un taburete sin más y ponerse a cantar. No es Christy Moore.

El productor recibió una orden urgente a través de su walkie-talkie y se levantó de un salto.

—Tengo otro asunto que atender, pero tú y yo no hemos terminado.

En cuanto se hubo largado, posé una mano en el hombro de Jay. Levantó la vista.

—Así que has vuelto —dijo—. ¿Qué ocurre?

—Dame las llaves de la casa de Wayne.

—Cuéntame qué ocurre.

—Tu amigo Harry me ha convencido para que siga buscando a Wayne.

—¿Harry? —Parecía genuinamente desconcertado, aunque con Jay nunca se sabía—. ¿Quién es Harry?

—No estoy de humor para sandeces. Pero que sepas que seguirás pagándome independientemente del rollo que te lleves con Harry.

—No sé de qué me hablas —insistió Jay— y me alegro de que te reincorpores. Pero que sepas que cuando dimitiste esta tarde John Joseph contrató a otro investigador privado.

—¿A quién?

—A Walter Wolcott.

Le conocía. Un tío entrado en años. Con un estilo de trabajo muy diferente al mío. Metódico. Poco imaginativo. Dispuesto a propinar más de un puñetazo. Ex poli, naturalmente.

—Ya ha conseguido las listas de pasajeros de todas las aerolíneas, incluidas las de los vuelos privados. Definitivamente, Wayne no ha salido del país.

—Eso ya lo sabíamos. Encontramos su pasaporte, ¿recuerdas?

—También ha comprobado los ferries, los puertos pequeños y las agencias de alquiler de barcos. Wayne no ha utilizado nada de eso.

Seguro que Wolcott había obtenido toda esa información confidencial a través de sus antiguos colegas de la policía, sin tener que desembolsar un céntimo. Ese amor entre camaradas es muy poderoso.

—Wolcott también ha comprobado los grandes hoteles —continuó Jay.

Probablemente gracias, una vez más, a la ayuda de sus antiguos colegas.

—Pero ni rastro de Wayne. Ahora mismo está probando suerte con hoteles más pequeños, como Bed & Breakfasts, pero le llevará su tiempo. —Sobre todo porque los Bed & Breakfasts no aparecían en ninguna base de datos—. Tal vez deberíais unir fuerzas —propuso.

Ni loca me asociaría con un viejo madero como Wolcott.

No me hacía ninguna gracia que estuviera metido en el caso. Eran pocas las probabilidades de que tomáramos el mismo camino, pero si los dos aparecíamos en el mismo lugar para hablar con la misma persona las cosas podrían complicarse. Sobre todo si él llegaba primero.

—¿Qué sabe de las llamadas y las finanzas de Wayne? —pregunté. Esa era la información que de verdad importaba, y no era probable que los amigotes que Wolcott tenía en la policía pudieran conseguírsela. Desvelar listas de pasajeros sin justificación es solo ligeramente ilegal; desvelar registros de llamadas y datos bancarios es algo muy diferente, completamente ilegal.

Jay sacudió la cabeza.

—Wolcott no puede conseguir esa información a través de sus canales habituales. Para conseguirla necesita dinero, pero John Joseph no se lo ha autorizado. De hecho, se puso como una fiera cuando descubrió lo que yo te había pagado.

—¿En serio? —Cómo podía ser tan agarrado—. Apuesto a que John Joseph ha obligado a Wolcott a aceptar el trabajo bajo el acuerdo de cobrar únicamente en el caso de que encuentre a Wayne.

—Ajá.

Walter Wolcott casi me dio pena por un momento. Corrían tiempos difíciles para los investigadores, como bien sabía. Apenas disponíamos de poder de negociación. Pero eso significaba que seguía llevándole ventaja a Wolcott. Estaba a punto de recibir los datos telefónicos y financieros de Wayne. Y aunque no era una fortuna, yo estaba recibiendo doscientos euros al día.

El productor regresó.

—Está bien —le dijo a Jay—, no me dejas otra opción. Entrevistaremos a la «nueva y flamante esposa».

—Gracias, tío.

—Y no vuelvas a llamarme nunca más, da igual a quién representes, da igual a quién estés vendiendo.

—Eh, no hace falta ponerse así —protestó Jay.

El productor le ignoró.

—Vosotros dos —llamó a John Joseph y Zeezah—, a maquillaje.

Jay me entregó las llaves de la casa de Wayne pero decidí quedarme otro rato en la sala de invitados. Me dije que para investigar, pero en realidad quería quedarme porque todo esto me parecía fascinante.

—Parker —dije—, ¿y si Wayne no aparece y se anulan los conciertos?

—Los conciertos no se anularán, aunque tenga que subirme yo al escenario y cantar.

—Hablo en serio. Aparte de OneWorld Music, ¿quién más los financia? Si la cosa se va al traste, ¿quién cobra el dinero del seguro?

Tardó unos segundos en responder.

—Eso no te incumbe.

—Contesta. ¿Quién cobra el dinero?

—Ya te he dicho que no te incumbe.

Le miré con dureza.

—Eres uno de ellos, ¿verdad?

Me esquivó la mirada.

—Oye, tú sigue buscando a Wayne, ¿de acuerdo? Es para lo único que te pago.

Quince minutos más tarde, John Joseph y Zeezah regresaban de maquillaje con la cara hecha un cuadro. Un cuadro.

—¿Qué está pasando aquí? —me preguntó John Joseph—. He oído que te has reincorporado.

—Así es, por lo que ya puedes deshacerte de Walter Wolcott.

Con el brillo rosa perla que lucía en los labios lo tenía difícil para atemorizar, pero lo intentó de todos modos.

—No pienso despedirle. Wolcott ha obtenido más resultados en tres horas que tú en dos días y no me ha costado un céntimo. Creo que de quien deberíamos deshacernos es de ti.

—Tu amigo Harry Gilliam tiene especial interés en que siga en el caso.

¿Era eso un parpadeo?

—¿Quién?

—Harry Gilliam.

—Nunca he oído hablar de él.

—Claro.

—Escuchad —se apresuró a intervenir Jay, adoptando el papel de conciliador—. El miércoles está a la vuelta de la esquina. Cuantos más recursos dediquemos a esto, mejor.

John Joseph me miró fríamente.

—Como quieras —dijo al fin, y se volvió para fulminar a Roger—. No bebas más, nos estás dejando en ridículo.

Aguardamos en un silencio incómodo hasta que dos ayudantes de producción llegaron para llevarse a John Joseph y Zeezah. Eran el primer número, una mala señal, una indicación de que eran los invitados menos importantes del programa. Los vimos desde la pantalla instalada en la sala. Antes de que la entrevista saliera al aire John Joseph se santiguó, lo que provocó en Roger St. Leger una carcajada desdeñosa. En eso estaba con él.

Maurice McNice describió a John Joseph como «un hombre que no necesita presentación», pero lo presentó de todos modos, por si acaso.

—Contadnos cómo os conocisteis. —Maurice sonrió a John Joseph, luego a Zeezah y de nuevo a John Joseph. Era de la vieja escuela. Lanzaba preguntas facilonas. Si buscabas polémica con él, podías esperar sentado.

—Fue en Estambul —explicó John Joseph—. Zeezah estaba cantando en la fiesta de cumpleaños de una amiga. No tenía ni idea de quién era.

Sentado a mi lado, Roger St. Leger soltó una risotada.

—Ni idea de quién era, seguro que no.

En la pantalla, Maurice McNice preguntó:

—Entonces, ¿no tenías ni idea de que era una superestrella?

—Ni idea —contestó John Joseph, lo que provocó otro ataque de ebrio desdén en Roger St. Leger.

—La vida según John Joseph Hartley —dijo—. «What a wonderful world.» —Y se puso a cantar.

—Cállese —protestó la estrella de hurling de la GAA—. Quiero oír la entrevista, y también mi esposa.

—Lo siento, tío, lo siento. Perdone, señora Hurling.

La contrición le duró medio segundo. En cuanto John Joseph abrió de nuevo la boca, se dobló de la risa.

—No sabía que era una superestrella —aseguró John Joseph.

—Y yo no sabía que él era una superestrella —añadió Zeezah.

—¡Porque no lo es! —aulló Roger.

Maurice McNice ignoró a Zeezah. Lo dicho, de la vieja escuela. Opinaba que las mujeres no debían salir en la tele.

—Tengo entendido que eres aficionado a los coches clásicos —dijo a John Joseph—. Yo también. Háblanos de tu Aston.

—Ah, es una belleza —aseguró John Joseph.

—«Pero no tanto como mi esposa» —apuntó Roger.

—Pero no tanto como mi esposa —señaló John Joseph, y Roger, muerto de la risa, casi se cae del sofá.

—¿Piensas contarle al señor McNice que tuviste que vender el Aston para financiar la carrera de tu «nueva y bella esposa»? —preguntó Roger a la pantalla—. No, imagino que no.

La entrevista estaba tocando a su fin.

—Menciona los conciertos, vejestorio estúpido —farfulló Jay mirando a Maurice McNice como si pudiera controlar su mente.

En honor a la verdad, Maurice mencionó los conciertos de reencuentro e informó del lugar y las fechas. Y lo hizo sin equivocarse, lo cual era toda una proeza.

—Todavía quedan algunas entradas, creo —añadió, y dicho esto soltó una risita inesperadamente maliciosa, como dando a entender que todavía no se había vendido ni una.

Y eso fue todo. La entrevista terminó, dieron paso a publicidad y minutos después John Joseph y Zeezah estaban de vuelta en la sala de invitados con un subidón de adrenalina y con todo el mundo abrazándoles y diciendo: «Habéis estado fantásticos».

Hasta yo me dejé contagiar por el entusiasmo.

Zeezah me dio un abrazo.

—Me alegro tanto de que hayas decidido seguir buscando a Wayne —dijo—. Por favor, ahora tienes que actuar con rapidez.

¿Adónde debería ir? Eran las diez y media de la noche, un poco tarde para emprender algo. Decidí ir a casa de Wayne. Estaba empezando a verla como la Fuente. Me pondría cómoda, recuperaría fuerzas y vería si se me ocurría algo.

Conduje hasta Mercy Close y aparqué a unas tres puertas de la casa de Wayne. Bajé del coche, cerré la portezuela y apenas había reparado en el sonido de unos pasos corriendo detrás de mí cuando noté el impacto. Algo duro me golpeó en la parte posterior de la cabeza haciendo que mi cerebro se estrellara contra la parte frontal del cráneo. Caí hacia delante y el asfalto se elevó raudamente para estamparse contra mi frente. Vi las estrellas y el vómito se agolpó en mi garganta y una voz me dijo quedamente al oído: «Deja de buscar a Wayne». Todo ocurrió muy deprisa. Sabía que debía darme la vuelta para intentar verle la cara, pero estaba demasiado aturdida para poder moverme. Las pisadas huyeron a la carrera, martilleando el asfalto, hasta perderse en la distancia.

Quise —intenté— levantarme para correr tras mi agresor pero el cuerpo no me respondía. Me puse a cuatro patas y tuve dos arcadas pero no vomité.

Mi situación era tan dramática que estaba segura de que algún vecino de Wayne saldría para interesarse por mi estado, pero nadie salió. Finalmente, supongo que harta de esperar una «mano amiga», me levanté temblando e intenté determinar los desperfectos. ¿Cuántos dedos tenía en alto? Tres, si bien lo sabía porque precisamente eran los míos. ¿Qué día era hoy? ¿Con quién estaba casada Beyoncé? ¿Sangraba?

Sábado. Jay-Z. Sí.

Tenía un golpe delante de la cabeza y un golpe detrás de la cabeza y sangre en la frente. Alguien me había atacado. El sinvergüenza. El muy sinvergüenza.

El golpe solo había pretendido asustarme, no hacerme daño de verdad.

Pero no me había asustado.

De hecho, dada mi tendencia a llevar la contraria, tuvo el efecto contrario. Si la desaparición de Wayne era lo bastante importante para que alguien intentara disuadirme de que siguiera buscándole —¡para golpearme incluso!—, haría lo que fuera por encontrarle.

Helen no puede dormir
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