34

Jay Parker y yo regresamos de Leitrim en completo silencio. Decir que estábamos alicaídos habría sido un eufemismo.

Con lo segura, lo convencida que había estado de que habíamos dado con Wayne. Tenía que reconocer que a veces sufría de pensamiento monomaníaco —una vez que me aferraba a una idea era como un perro con un hueso, no la soltaba ni muerta— y me estaba costando digerir lo mucho que me había equivocado.

No solo no había encontrado a Wayne, sino que también había irrumpido en la casa de una estrella de fama mundial. Aunque Docker no viviera allí, aunque nunca hubiera estado en ella, las cosas podrían ponerse feas si decidía ir a por mí: órdenes de alejamiento, oprobio en público, rabia por parte de sus incontables admiradores.

Intenté tranquilizarme diciéndome que Docker nunca sabría que había sido yo. Pero la gente como él, la gente poderosa, puede descubrir lo que se proponga. Y estaba la cámara sobre la verja, probablemente con una encantadora filmación de mi persona.

¡Dios mío, la verja! Jay y yo habíamos tenido que marcharnos dejándola abierta porque mi artilugio mágico, que tan amablemente la había abierto, se había negado a cerrarla. Peor aún, habíamos dejado la puerta principal de Docker hecha trizas. Tendríamos que haber intentado tapar el inmenso boquete con cartón y cinta negra —si por alguna improbable casualidad hubiéramos logrado echar mano de cartón y cinta negra—, pero nos habíamos quedado tan chafados que ni se nos ocurrió. Ahora, camino ya de Dublín, caía en la cuenta de que si no se reponía el cristal, la fauna local acabaría instalándose en la casa. Era preciso arreglar esa puerta, pero yo no podía hacerlo. Aunque hubiera sido experta en cristales, no me hubiera visto con ánimos de volver a Leitrim, era demasiado espeluznante.

Tenía que contarle a alguien lo de la puerta, pero ¿a quién? No tenía el número de Docker ni manera alguna de ponerme en contacto con él. Quizá debería encargar a un cristalero de Leitrim que la reparara sin revelarle mi identidad.

Llegamos a los aledaños de Dublín cuando el sol ya empezaba a salir. La casa de Docker estaba tan sumergida en los angostos y remotos caminos de Leitrim que ya eran las tres de la mañana.

Abrí la boca por primera vez en horas.

—Jay, ¿dónde quieres que te deje?

Tenía la cabeza apoyada en la ventanilla y no daba la impresión de haberme oído.

—¿Jay?

Se volvió hacia mí. Parecía tan deprimido como yo. Jay era siempre tan optimista y positivo que por una milésima de segundo me dio pena.

—¿Dormías?

—No. Me estaba preguntando dónde demonios se ha metido Wayne... Estaba seguro de que se encontraba en esa casa.

—Yo también. —Un agotamiento aplastante me invadió cuando comprendí que tendría que empezar de cero. E interrogar a los vecinos con los que aún no había hablado. Tendría que conducir hasta el centro morcillero de Clonakilty para hablar con la familia de Wayne.

Pero lo haría. Seguiría rascando hasta que surgiera algo. Y todavía tenían que llegarme los informes de la gente del teléfono y las tarjetas de crédito. No todo era malo.

—Le encontraremos —dije.

—¿Tú crees?

—Seguro. —Bueno, a lo mejor.

Eso pareció animarlo.

—Eres genial —dijo—. Eres sencillamente genial. Tú y yo siempre formamos un gran equipo, Helen.

—No es cierto. —Jay acababa de cargarse la poca buena voluntad que había cometido el error de mostrar hacia él—. ¿Dónde quieres que te deje?

—Vivo donde siempre.

De repente sentí rabia contra él, por irrumpir de nuevo en mi vida, por actuar como si pudiéramos desenterrar nuestra vieja intimidad, por dar por sentado que recordaba todo lo que tenía que ver con él.

Con gélida cortesía, dije:

—Tendrás que recordarme la dirección.

—¿Qué? —Me miró atónito—. Sabes perfectamente dónde vivo.

—Me temo que no.

—Has estado en mi casa miles de veces.

—Todo lo relacionado contigo fue guardado en cajas y almacenado en los estantes más altos de algún lugar polvoriento e inaccesible de mi cerebro hace mucho tiempo.

Eso lo dejó helado. Podía percibir sus esfuerzos por hablar, pero estaba atrapado entre tantas emociones que no le salían las palabras. De repente se quedó inerte, como si lo hubieran desenchufado.

—Está bien —dijo con voz cansina—. Te indicaré cómo llegar.

Para cuando llegamos a su casa eran las cuatro y el sol ya estaba en lo alto. Siempre queriendo llamar la atención, el muy puñetero. Era como un niño que quería salir en Glee y no podía dejar de cantar y bailar. «¡Miradme, miradme!»

Jay bajó del coche y me obsequió con una media sonrisa.

—Saluda a mami Walsh cuando llegues a casa.

—¿Mami Walsh? Me voy a casa de mi novio. ¿Te acuerdas de él? ¿Metro ochenta y siete? ¿Increíblemente guapo? ¿Trabajo bien remunerado? ¿Ser humano esencialmente decente?

—Muy bien, agótate si quieres, pero no olvides que todavía estás buscando a Wayne.

—Hablaremos de eso mañana.

—Ya es mañana.

—Lo que tú digas.

Pisé el acelerador y mi coche arrancó con un chirrido agradablemente irrespetuoso.

Por la luz parecía que fuera mediodía. El sol era una despiadada bola blanca en un cielo blanco, pero las calles estaban vacías. Era como si hubiese estallado una bomba que hubiera matado a todo el mundo pero dejado los edificios intactos. Tenía la impresión de que todos habían muerto y yo era la única persona que quedaba con vida.

Cuando vi a dos chicas tambaleándose sobre sus tacones de regreso a casa casi esperé que se abalanzaran sobre mi coche, gruñendo en plan caníbal. Pero estaban tan concentradas en caminar derechas que ni me miraron.

Por un extraño golpe de suerte encontré un hueco para aparcar a solo dos calles de la casa de Artie. Entré sigilosamente en la casa y me cepillé los dientes. Siempre llevaba conmigo mi cepillo de dientes, incluso en los tiempos en que había tenido mi propio techo. De hecho, dada la naturaleza imprevisible de mi trabajo siempre lo llevaba todo encima: el maquillaje, el cargador del móvil, incluso el pasaporte. Era como un caracol, llevaba toda mi vida sobre la espalda.

Entré de puntillas en el dormitorio oscuro de Artie —ah, la bendición de las persianas— y me desvestí con sigilo. Podía sentir el calor de su cuerpo dormido y oler su preciosa piel. Me deslicé con cuidado en la cama, entre sus maravillosas sábanas, y me permití relajarme.

De repente, el brazo de Artie salió disparado hacia mí, me agarró y me atrajo hacia él.

—Creía que estabas dormido —susurré.

—Lo estoy.

Pero no lo estaba.

A Artie le gustaban sus polvitos matutinos.

Comenzó mordiéndome el hombro, pequeños pellizcos casi lo bastante fuertes para provocarme escalofríos estremecedores. Descendió por mi clavícula y empezó a rodear un pezón, luego el otro. Totalmente a oscuras, me recorrió con mordiscos y besos todo el cuerpo, hasta alcanzar los dedos de los pies, y luego subió.

No hablábamos, era todo sensación pura, hasta que creí que iba a estallar, y de pronto lo tenía moviéndose dentro de mí, rápido y vehemente. Esperó a que yo me corriera dos veces —era un alivio que por lo menos esa parte de mí siguiera funcionando—, tras lo cual noté que arqueaba la espalda y temblaba y se esforzaba por ahogar su grito de placer por temor a que los niños le oyeran. Instantes después su respiración volvía a ser tranquila y regular. Había vuelto a dormirse.

Cabrón afortunado. Yo era incapaz de conciliar el sueño. Estaba agotada pero la cabeza no paraba de darme vueltas. Me obligué a respirar lenta y profundamente y me dije con severidad: «Es hora de dormir. Estoy en la cama con Artie y todo va bien». Pero no me funcionó. Estaba muy inquieta. Mis somníferos se hallaban a solo dos metros de mí, en el bolso; estaba deseando tomarme uno y perder el conocimiento un rato.

Pero no aquí. Los somníferos eran demasiado valiosos para malgastarlos de este modo. Quería estar en un lugar donde poder dormir sin interrupciones y Artie se levantaba normalmente a las seis.

Me di cuenta de que quería irme a casa y en cuanto esa idea cruzó por mi mente, el alivio estalló dentro de mí como una bomba. Un segundo después recordé con una renovada sensación de pérdida que ya no tenía casa. La idea de meterme en el cuarto de invitados de mis padres se me antojaba mucho menos apetecible.

Pero el pánico iba en aumento. No podía seguir aquí tumbada, con el brazo de Artie sobre mí. Me levanté y me vestí a oscuras sin hacer prácticamente ruido con la ropa —pese a mi pésimo estado, todavía podía enorgullecerme de esa habilidad admirable—, salí de la habitación y cerré la puerta con cuidado. Bajé sigilosamente la escalera de cristal. Soy un fantasma, pensé, soy un espectro, soy un muerto viviente...

—¡Helen, estás aquí!

—¡Dios! —Creí que el corazón me iba a estallar del susto.

Bella estaba en medio del pasillo con un pijama rosa y un vaso en la mano con una bebida rosa.

—¿Has venido para la barbacoa? —me preguntó.

—¿Qué barbacoa? Son las cinco de la mañana.

—Esta noche vamos a hacer una barbacoa. A las siete. Con refresco de jengibre casero.

—Genial, pero ahora he de irme...

—¿Te apetece una copa de vino?

Me encantaría una copa de vino, pero sobre todo me encantaría largarme.

—¿Puedo peinarte?

—He de irme, cariño.

—¿Por qué no viniste anoche? Vimos una película genial sobre Edith Piaf. Tan triste, Helen. Tenía una joroba en la espalda y se hizo drogadicta por eso.

—¿En serio? —No estaba segura de que Bella estuviera en lo cierto, pero solo tenía nueve años, no tenía nada de malo que persistiera en su error.

—Cuando era niña su madre la abandonó y tuvo que vivir en un... ¿cómo se llama la casa donde viven las prostitutas?

—Burdel.

—Eso, en un burdel. Pero ella no se convirtió en prostituta, aunque hubiera podido. Amaba a un solo hombre y al día siguiente de su boda este se mató en un accidente de avión.

¿En serio?, me pregunté. ¿Justo al día siguiente? Si así era, menuda mala suerte.

—Fue un personaje trágico, Helen.

—¿Un personaje trágico? —¿De quién eran esas palabras? Parecían de Vonnie. ¿Había visto la película con ellos?

—Eso dijo mamá.

He ahí la respuesta.

—Ahora tengo que irme, Bella.

—¿En serio? Qué pena. —Parecía realmente triste—. Me gustaría hacerte un test. Lo elaboré yo misma pensando en ti. Va de nuestras cosas y colores predilectos. Pero nos veremos luego, ¿verdad? ¡Refresco de jengibre casero!

Helen no puede dormir
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