19

El coche de Wayne seguía en el mismo sitio. Sabía que nadie lo había movido porque había colocado un papelito debajo de la rueda trasera izquierda, el viejo truco de «la hebra de pelo en la puerta». Seguramente Wayne no había vuelto a casa pero pulsé tres veces el timbre por si las moscas. A continuación, empleando la llave que Jay me había dado, entré. Al instante, arrancándome casi la cabeza, la alarma empezó a aullar —había obligado a Jay a ponerla la noche antes— y en medio de un leve ataque de pánico consulté el papelito con la clave y tecleé el número.

Los aullidos cesaron y saboreé el súbito y bendito silencio. Y, por supuesto, los bellos colores de la casa de Wayne, que volvieron a impactarme con su audacia. Gangrena, el recibidor era sin duda Gangrena, y una paz momentánea me envolvió.

Procedí a tomarle el pulso al lugar. El correo de hoy no contenía nada interesante y no había mensajes nuevos en el teléfono fijo. Reproduje los últimos mensajes y escuché el de Gloria con suma atención. ¿Quién era? ¿Qué buena noticia era esa? Tenía que encontrar a Gloria, porque si encontraba a Gloria encontraría a Wayne. Lo sabía.

El mensaje de Gloria era el penúltimo. Después llamaba alguien que enseguida colgaba. Era un número de móvil y presentía que podía pertenecer a un taxista. Era la última llamada que Wayne había recibido en su teléfono fijo; teniendo en cuenta que no se había llevado el coche, existían muchas probabilidades de que se hubiera marchado en taxi —suponiendo, naturalmente, que su desaparición fuera voluntaria y no le hubiera recogido un amigo— y hoy en día los taxistas siempre llaman para avisar de que están delante de la casa porque son demasiado vagos para bajar del coche y caminar los dos metros hasta el timbre de la puerta para anunciar su llegada. Con razón somos un país de gordos.

Saqué mi móvil y marqué el número. Al quinto tono saltó el buzón de voz. La voz algo áspera de un hombre mayor.

«Soy Digby, deja tu mensaje.»

—Digby, soy Helen. —Me obligué a hablar con una sonrisa en los labios, toda una proeza hasta en mis mejores momentos, pero el esfuerzo valía la pena. Si llamas directamente a un desconocido actúa como si ya le conocieras, eso normalmente le lleva a creer que sois amigos y que tiene el deber de ayudarte. Algo nada fácil para la gente como yo, pero el caso es que si yo tuviera realmente una personalidad alegre y extravertida, no sería investigadora privada. Estaría trabajando de Relaciones Públicas, con tacones y sonrisa Profident, haciendo que todo el mundo se sintiera especial y recibiendo un sueldo decente—. Oye, Digby, cuando el jueves por la mañana recogiste a Wayne Diffney en Sandymount, en el... —¿Cuál era la maldita dirección? Busqué a toda prisa la correspondencia de hoy. (La carta de una admiradora dirigida al «Adorable Wayne, Cerca del Mar, Dublín, Irlanda». Esa no me servía. Encontré otra carta, una como Dios manda)—. En el 4 de Mercy Close. Está junto a la carretera de la costa de Sandymount. El caso es que Wayne ha perdido algo y cree que podría habérselo dejado en el asiento trasero de tu coche, y ofrece una recompensa. Pequeña, no te hagas demasiadas ilusiones, que no te permitirá mudarte a San Bartolomé... —Solté una de mis risotadas de león marino y las costillas me vibraron. En serio, o aprendía a reír como es debido o dejaba de fingir, me estaba perjudicando—. Así que cuando puedas llámame, Digby. Tienes mi teléfono. —No lo tenía, naturalmente, pero si le decía que lo tenía pensaría que nos conocíamos y que lo había olvidado, que a lo mejor sufría un principio prematuro de Alzheimer—. Por si lo has perdido, es el... —Le recité mi número de móvil, y ahora ya solo me quedaba esperar.

A lo mejor llamaba. A la mayoría de la gente le encanta la idea de recibir una recompensa. A menos que Digby se oliera la tostada. A menos que supiera que en el coche no había nada y temiera que le acusaran de quedarse cosas. O a menos que Wayne le hubiera untado bien para que no contara a nadie dónde lo había dejado. Las permutaciones eran infinitas y todas se basaban en el supuesto de que Wayne había desaparecido voluntariamente, y puede que no fuera así. Y si no era así, más me valía averiguar dónde estaba.

Volví a admirar la sala. Preciosa. No la vilipendiaría llamándola «acogedora», pero tampoco era una de esas estancias exageradamente masculinas, de cantos rectos y sillas Eames de cuero marrón. (Qué aburridas son las sillas Eames, qué poco imaginativas.) No, este espacio perfectamente estudiado tenía un sofá fantástico, ni demasiado masculino ni demasiado femenino, y dos sillones con tapicerías diferentes pero armoniosas. Había una chimenea —tenía que ser la original— y una ventana alta con marco metálico —también tenía que ser la original— y persiana veneciana. A la derecha de la chimenea destacaba un aparador empotrado —muy bonito, un trabajo de gran calidad— pintado, era una suposición, solo una suposición, aunque me habría jugado la vida, del Mala Circulación de Holy Basil.

Sin embargo, como suele ocurrir con los hombres, una de las paredes estaba forrada por entero de CD. Hubiera debido ponerme a sacarlos para ver si me daban una pista sobre Wayne, pero no me apetecía. No me interesan los CD, no me interesa la música. Me aburre a más no poder. Y te diré algo más, en el fondo creo que a ninguna mujer le gusta la música. Siempre desconfío de las melómanas. Para serte franca, no me las creo. Mucho concierto y mucho leer The Word y mucho hablar de «guitarras discordantes» y «bajos sustanciosos» y chorradas por el estilo, pero tengo la sensación de que simplemente fingen interés para conseguir un novio. En cuanto pescan uno, se escurren bajo la cama para recuperar su póster de Michael Bublé, quitarle la pelusa, devolverlo a su lugar en la pared y plantarle un gran beso.

Eché a andar por el pasillo; el tiempo corría, pero estaba intentando «sentir» a Wayne. Jesús, la cocina, qué bonita, los armarios pintados de Siniestro y las paredes de Congelación. El hombre tenía un gusto impecable. Impecable.

Las sillas de la cocina eran de Ikea pero Wayne había sabido elegirlas bien, parecían hechas para este Paraíso de Holy Basil. Arrastré una por el pasillo, hasta la puerta de entrada, y me subí a ella.

Por un momento deseé con todas mis fuerzas caerme al suelo y golpearme la cabeza y empezar a sangrar y morirme antes de que alguien me echara de menos —después de todo, la mayoría de los accidentes suceden en casa; la casa es muy, muy peligrosa, y está una mucho más segura saltando de aviones y conduciendo bólidos en carreteras de curvas—, pero conociendo mi suerte seguro que me rompía el tobillo y pasaba cuatro días en la sala de urgencias suplicando calmantes y siendo ignorada en favor de los afortunados cabrones que se habían pillado la lengua en el gancho de su panificadora y corrían el peligro de morir desangrados.

Me estiré y pegué en el techo una cámara minúscula. Cuando digo minúscula quiero decir que no era más grande que la cabeza de un alfiler. Prácticamente invisible. Y se activaba con el movimiento. ¡Una maravilla! De ese modo, si Wayne volvía a casa, digamos que para recoger una muda, nada más cruzar la puerta —no te lo pierdas— ¡yo recibiría un SMS en mi móvil!

Hubo un tiempo —no muy lejano— en que en un caso de desaparición como este tenías que pasarte varios días metida en el coche delante de la casa del sujeto, confiando en que apareciera. Ahora dispongo de esta pequeña maravilla.

Salí a la calle y, fingiendo indiferencia por si había alguien mirando, instalé un dispositivo de rastreo en el costado del coche de Wayne. Porque ¿cuán bochornoso sería que Wayne regresara y se las pirara en su precioso Alfa negro mientras yo me hallaba a solo unos metros de él?

El rastreador, al igual que la cámara, era diminuto y se sostenía con un simple imán. ¿Cómo funcionaba? En cuanto el coche empezara a moverse yo recibiría un SMS —sí, otro— en mi móvil y a partir de ahí podría seguir cada movimiento de Wayne a través de mi pantalla.

Entré de nuevo y diez segundos después mi móvil pitó con un SMS que me informaba de que una persona había entrado en casa de Wayne. Tuve un subidón de adrenalina, hasta que caí en la cuenta de que esa persona era yo y que cada vez que entrara en casa de Wayne recibiría ese mensaje. No obstante, me alegró comprobar que el sistema funcionaba. Tecnología de vigilancia, cómo me gustaba; constantemente aparecían nuevos inventos y en el juego de la investigación privada has de estar al día. Pero hace dos años aproximadamente, cuando la recesión empezó a hacer mella de verdad, ya no pude permitírmelo. En aquel entonces competía con dos grandes agencias con mucha pasta, por lo que perdí varios trabajos. Y menos ingresos significaba menos dinero para comprar tecnología, lo que a su vez significaba menos trabajo.

Claro que la recesión nos había salpicado a todos. Firmas grandes, operadores autónomos... todos tuvieron que reducir sus tarifas. Pero yo seguía tirando, seguía con la cabeza fuera del agua, hasta que un año atrás —y no soy la única investigadora privada a la que le ocurrió— la situación se hizo insostenible.

No me entraba dinero alguno. Ni un céntimo. Por lo menos dos años y medio antes, cuando estaba demasiado mal para poder trabajar, había recibido algunos euros de un par de agencias que me tenían semicontratada. Pero esta vez dejé de tener ingresos prácticamente de un día para otro. Aunque llevaba tiempo recortando gastos —había cerrado el despacho y cuando me tocó renovar el seguro del hogar, lo cancelé—, todo cambió radicalmente: renuncié a lujos como peluquería, pañuelos y bases de maquillaje caras; la lavadora se rompió y así se quedó; mi cepillo eléctrico pasó a mejor vida y no pude reemplazarlo. Sufrí una infección ocular y una visita a Waterbury quedaba descartada. La solución más obvia era vender el piso, hasta que me lo tasaron y comprendí que me pasaría el resto de mi vida en pérdida patrimonial.

Como cientos de miles de personas, acudí a bienestar social y me pregunté qué excusa utilizarían para rechazarme. Eligieron el hecho de que era autónoma. Pero no nos engañemos, si no hubiera sido eso habrían salido con otra cosa: que llevaba el pelo largo, que nací en martes, que de pequeña pensaba que todos los gatos eran niñas y todos lo perros niños y se casaban entre sí. La única manera de conseguir una ayuda social es no haber trabajado nunca. Mi consejo es que pases directamente del colegio al paro y nunca, nunca abandonarlo.

Empecé a priorizar los pocos ingresos que ganaba: tenía que pagar el impuesto sobre la renta porque no quería acabar en chirona; tenía que disponer de teléfono —era mi cuerda de salvamento, más que la comida o la Coca-Cola light— y, a ser posible, tenía que conservar el coche porque lo necesitaba para trabajar. Además, si las cosas empeoraban siempre podría vivir en él.

Hice exactamente lo que todo el mundo aconseja que no hagas, esto es, utilizar la tarjeta de crédito para pagar la hipoteca. Cuando alcancé el límite tuve que parar. Como consuelo, no corría un peligro inminente de acabar en la calle; había tantas personas atrasadas en el pago de sus hipotecas que el gobierno había concedido una amnistía temporal.

Quedarme sin techo, con todo, era cuestión de tiempo y a esas alturas debía una suma aterradoramente exorbitante en mi tarjeta de crédito y ni siquiera era capaz de satisfacer los pagos mínimos. Estaba tan asustada que decidí abstenerme de abrir las facturas. Con el tiempo las facturas dejaron de llegar y fueron sustituidas por sobres amarillos de aspecto oficial. Ignoré los tres primeros hasta que, en un arranque de valentía, abrí uno y descubrí que iban a llevarme a juicio por morosa.

Presa del pánico, pensé en pedir un préstamo a alguien. Las únicas personas solventes que se me ocurrían eran Margaret, mis padres, Claire y Artie. Pero al marido de Margaret acababan de despedirle y a mamá y papá les habían reducido la pensión y no andaban demasiado boyantes. Claire conseguía hacer malabarismos con el dinero, pero si sumaba todas sus deudas seguramente debía más que yo. La situación económica de Artie era probablemente sólida, pero eso daba igual porque jamás le pediría dinero a él. No, estaba sola en esto.

Aunque no esperaba mucho, pedí hora con uno de esos asesores de deuda subvencionados por el gobierno. Un hombre con gafas me dijo —en un tono acusador, no pude evitar sentir— que había sido una inconsciente y que mi situación era nefasta. Luego me preguntó si poseía «activos» que pudiera vender.

—¿Activos? —dije—. Hombre, tengo un yate. Es pequeñito, pero vale dos millones de euros. Y una casa en el lago Como. ¿Serviría eso?

Se le iluminó la cara, pero al instante recuperó la seriedad.

—Jajá —dijo en tono cansino.

—Eso digo yo, jajá. ¿No cree que si estuviera sentada en una montaña de activos probablemente ya se me habría pasado por la cabeza venderlos? ¿Me ha tomado por una cretina?

—Se lo ruego, nada de insultos —repuso remilgadamente.

—¿Qué? ¿Lo dice por lo de cretina? «Cretina» no es un insulto. «Cretina» es un término médico. —Conseguí controlarme las ganas de añadir en un tono cargado de desprecio: «Cretino».

De hecho, había intentado vender mi equipo de vigilancia en eBay, pero el dinero que ofrecían era tan irrisorio que decidí conservarlo.

—Le aconsejo que escriba a su acreedor y le proponga pagar su deuda en pequeños plazos —dijo el remilgado—. Y ahora váyase, por favor.

Mientras salía reflexioné sobre la facilidad con que conseguía hacerme enemigos. Ese hombre me odiaba sin habérmelo propuesto siquiera. No obstante, seguí su consejo y la gente de la tarjeta de crédito me contestó que mis pequeños plazos no eran lo bastante cuantiosos y que mantenían su intención de llevarme a juicio.

Entretanto, seguí batallando; en ningún momento dejé de buscar trabajo y me salió alguna que otra cosa, pero todo el mundo acababa cerrando el negocio antes de poder pagarme. El último mes lo había dedicado exclusivamente a localizar a la gente que me debía dinero.

La situación siguió empeorando. Me cortaron la tele digital y solo me quedó la infumable tele terrestre. Ya no podía permitirme que me recogieran la basura y tenía que hacer el espantoso, espantoso trabajo de llevar mi basura a casa de mamá y papá. La fecha del juicio llegó y no acudí porque pensaba que no serviría de nada.

Diez días atrás llegó a mi buzón la última reclamación de mi factura eléctrica: si no pagaba en menos de una semana me la cortarían. Decidí que podía vivir sin ella; era verano, no necesitaba calefacción ni luz y nunca cocinaba. Podía ducharme con agua fría y apañármelas sin nevera. No podría ver DVD y, lo que es peor, tendría que ir a otras casas para cargar el móvil. Así y todo, valiente hasta el final, me dije que ya me las arreglaría.

La gente de la compañía eléctrica cumplió su palabra: a los siete días me cortaron el suministro. Aun así, me llevé un fuerte impacto; había llegado a creer que se apiadarían y durante un tiempo harían la vista gorda. Pero no. Por tanto, ni luz, ni agua caliente ni zumos mágicos atravesando la pared para reactivar mi móvil. Al día siguiente me despertaron unos golpes en la puerta. Tres hombres fornidos aguardaban fuera; uno de ellos me entregó una hoja. La leí: habían fallado en mi ausencia y venían a llevarse objetos del valor de mi deuda con la tarjeta de crédito. Era todo enteramente legal.

Como no me habría servido de nada resistirme, invité a los muchachos a pasar y les ofrecí mi lavadora averiada. La rechazaron y tampoco mostraron especial entusiasmo por los óleos equinos. De hecho, parecían ligeramente flipados con el apartamento.

Podría haber hecho lo que hace mucha gente: atacarles, escupirles, intentar detenerles. Pero los empujones y puñetazos no habrían cambiado las cosas.

El sofá, los sillones y la tele salieron por la puerta a una velocidad de vértigo. Los hombres miraron a su alrededor, preguntándose qué llevarse a continuación, y de repente sonrieron: habían reparado en mi cama. Y les gustó. Sí, les gustó mucho. Decidieron que podía valer algunos euros. Con suma eficiencia, sacaron una caja de herramientas eléctricas y desarmaron la cama de la Madre Superiora en un visto y no visto.

Muda de humillación, vi cómo la sacaban. Se llevaron los pies y el cabecero con las incrustaciones lacadas, el colchón, el edredón, las almohadas y hasta las sábanas negras que tanto me había costado conseguir.

Conteniendo las lágrimas, pregunté a uno de los hombres:

—¿Qué tal duerme?

Me miró a los ojos y dijo:

—Bastante mal, la verdad.

Se fueron con la misma aparatosidad con que habían llegado, y en el silencio dejado por su partida comprendí que me hallaba en un piso sin luz, sin sofá, sin sillas, sin recogida de basura, sin seguro y sin cama.

Y en ese momento decidí rendirme, tirar la toalla, como quieras llamarlo. Había invertido tanta energía en contener el desastre, en buscar trabajo, en intentar ser optimista, que no me quedaban fuerzas para seguir luchando. Ni siquiera me molesté en llamar a los de la hipoteca para decirles que me había ido —no tardarían en averiguarlo— y contraté discretamente a dos hombres y una furgoneta para que embalaran lo que quedaba de mi vida y lo llevaran a un depósito.

Para ahuyentar tan lúgubres pensamientos, me senté en el sofá de Wayne y disfruté de la experiencia. Luego me senté en uno de los sillones y también disfruté de la experiencia. Después pasé al otro sillón y también me gustó mucho. Entonces caí en la cuenta de que me estaba apegando al lugar, lo cual podía ser un peligro porque, habiendo perdido mi casa tan solo el día antes, estaba convaleciente. Debía ir con cuidado, ahora que tenía conmigo la llave de Wayne y la clave de su alarma, de no descubrirme instalándome en su casa sin darme cuenta.

Bien. Tenía una lista de cosas que hacer.

1) Encontrar a Gloria.

2) Tantear a los vecinos.

3) Hablar con Birdie.

4) Encontrar a Digby, el taxista potencial.

5) Ir a Clonakilty para hablar con la familia de Wayne. Pero todavía no. No hasta que dejara de parecerme un paso obvio.

Sin embargo, en lugar de salir disparada por la puerta con mi lista de deberes, decidí tumbarme en el suelo de la sala de estar, sobre una bella alfombra, y contemplar el techo (pintado, osadamente, de Hastío). En voz alta pregunté:

—¿Dónde estás, Wayne?

Eso, ¿dónde estaba? ¿Paseándose por Connemara en una autocaravana y fotografiando tojos? ¿O le habían secuestrado? No había considerado seriamente esa posibilidad porque Jay y los demás Laddz estaban convencidos de que se trataba de un berrinche, pero de repente me asaltó la imagen de Wayne metido en un zulo con las piernas y los brazos amarrados con cable eléctrico.

Pero ¿quién querría secuestrarle? ¿Y por qué motivo? No podía decirse que le sobrara el dinero. ¿O sí? ¿Se me había pasado algo por alto en el raudo examen de sus finanzas? Tenía que volver a su despacho para echar otro vistazo, pues las razones por las que una persona desaparece suelen ser dos: dinero y sexo.

Y si el rescate no era la causa, caí en la cuenta de que existían otras razones por las que podría haber sido secuestrado. Tal vez alguien deseara sabotear el regreso de Laddz. Alguien que se la tuviera jurada a Jay —seguro que centenares de personas— o a los promotores. Pero sería absurdo raptar a Wayne a tantos días del primer concierto. Cuanto más tiempo mantenías retenido a alguien, más probabilidades había de que te pillaran. Si alguien hubiera querido realmente sabotear el concierto, habrían secuestrado a Wayne el miércoles mismo. De ese modo no habría tiempo de encontrarlo, lidiar con la prensa, devolver el dinero... Sería un auténtico caos.

Siempre existía, cómo no, la probabilidad del chiflado. Puede que un admirador obsesivo —«chupaventanas», creo que los llaman— hubiera caído en una devoción tipo Misery y se hubiera apropiado de Wayne. Puede que en este preciso instante Wayne se hallara embutido en un traje blanco mal entallado y encadenado a un confidente rosa en una mazmorra con alfombras y almohadones, cantando los éxitos de Laddz una y otra vez mientras su raptor misterioso (sospecho que una mujer) gritaba: «¡Otra, otra!».

¿O acaso todo este asunto era una artimaña orquestada por Jay para disparar la venta de entradas? (¿Qué tal se estaban vendiendo?, me pregunté. Tendría que averiguarlo.) ¿Era posible que Jay estuviera marcándose un doble farol? ¿Acaso él mismo había hecho «desaparecer» temporalmente a Wayne y luego me había contratado para «encontrarle»? ¿Contratado porque me tenía por una inútil? ¿Existía la posibilidad de que su obsesión por mantener la prensa a raya fuera pura comedia? ¿De que en un par de días los detalles sobre la «desaparición de Wayne» se filtraran a la prensa y la demanda de entradas para ver si Wayne aparecía o no en el concierto se disparara?

No tenía más que recordar lo reacio que Jay se había mostrado anoche cuando quise instalar los monitores en la casa y el coche de Wayne. Cierto que era tarde y estaba hecho caldo y no hubiera pasado nada por esperar unas horas, pero si realmente hubiera estado muerto de preocupación, ¿no habría querido que lo hiciera de inmediato?

El motivo de mi suspicacia era que ya me habían tendido una trampa de esa naturaleza en otra ocasión. Años atrás me contrataron para obtener pruebas fotográficas de una mujer infiel. No obstante (por razones demasiado complejas que no vienen al caso), la persona que me contrató no quería pruebas, pero necesitaba hacer ver que estaba tomando medidas. Básicamente, me dio el trabajo porque pensaba que yo era demasiado inepta para sacarlo adelante.

Todavía hoy me escuece recordarlo, y si Jay Maldito Parker me estaba manipulando de igual modo, le... le...

De la ira pasé a la desolación. Encontraría la forma de castigarle, pero ahora no podía pensar en ello, ahora debía pensar en Wayne.

No sabía por qué, puesto que no nos conocíamos, pero deseaba ayudarle. Supongo que pensaba que parecía buena persona. Lo cual es una forma un poco absurda de juzgar a alguien. Mira a Stalin, sin ir más lejos. Si no supieras lo cabrón que había sido, podrías pensar, con su bigote y sus ojos marrones de oso, que era una buena persona. Tenía algo que me recordaba al dueño de la taberna que Bronagh y yo frecuentábamos cuando estuvimos de vacaciones en Santorini. Era como un tío adorable y muchas veces nos invitaba a beber. Así pues, cada vez que veo una foto de Stalin me conmuevo y pienso: «¡Ouzo gratis!», en lugar de retroceder y pensar lo que debería estar pensando, que es: «Déspota paranoico responsable de la muerte de veinte millones de personas».

Podría estar tan equivocada con Wayne como con Stalin.

Pese a todo, decidí que merecía la pena explorar la posibilidad de que Wayne no hubiera desaparecido voluntariamente, de que hubiera entrado en contacto con tipos de mala calaña.

Yo disponía de un contacto en el mundo criminal, Harry Gilliam. Nos habíamos conocido años atrás, cuando su ayudante me contrató para trabajar en un caso (curiosamente, el mismo caso para el que me habían contratado por mi ineptitud). Tanto Harry como yo salimos maltrechos del lamentable asunto, en mi caso literalmente. Un perro me mordió el trasero, pero esa no era la razón de que odiara a los perros. Siempre los había odiado, por lo que el trauma duró poco.

Harry, en cierto modo, estaba en deuda conmigo, pero me resistía a llamarle. Los favores son como el dinero, no puedes malgastarlos en cosas inútiles. Has de estar muy segura de que deseas lo que vas a obtener. Y tras meditarlo detenidamente, decidí que Wayne lo merecía.

Marqué el número de Harry y al sexto tono alguien dijo:

—¿Sí?

—¿Harry? —pregunté sorprendida. Nunca atendía personalmente sus llamadas.

—Ya sabes que no debes utilizar mi nombre por teléfono —replicó secamente.

—Lo olvidé. Ha pasado mucho tiempo. —Podría haberle dado una respuesta ocurrente, pero no era buena idea cabrearle. Harry siempre me había parecido un tipo algo ridículo, pero estaba muy bien relacionado. Poseía información que yo sería incapaz de obtener por otros medios—. Necesito hablar contigo. Solo un par de preguntas.

Harry se negaba a hacer negocios por teléfono. Antes pensaba que eran manías de hombre duro, pero ahora que sabía lo de los teléfonos pinchados, comprendía su postura.

—¿Puedo ir a verte? —pregunté.

Estaba calculando mentalmente cuánto tiempo me llevaría hablar con los vecinos de Wayne. Imposible saberlo. Por desgracia, hablar con los vecinos —cualquier vecino— era por lo general un peñazo. O te encontrabas con autómatas de rostro inexpresivo que «no querían meterse en problemas» y te cerraban la puerta en las narices o, peor aún, les volvía locos la idea de participar en un caso y, aunque no sabían nada remotamente útil, se ponían a parlotear y conjeturar como cotorras («¿Crees que podría ser miembro de Al-Qaeda? Porque alguien tiene que serlo»).

Opté por ir a ver a Harry. Mejor pájaro en mano, etcétera, etcétera.

—¿Puedo ir ahora? —pregunté.

—No. Yo te indicaré cuándo. Recibirás una llamada.

Después de colgar me vine abajo. Estaba empezando a aceptar el hecho que Wayne podría no regresar nunca, de que podría estar muerto. La mayoría de polis te dirán que si no encuentras a una persona desaparecida en las primeras cuarenta y ocho horas, lo más seguro es que la haya palmado. Como es lógico, se refieren a personas que no han desaparecido de forma voluntaria, y puede que Wayne simplemente estuviera escondido en algún lugar, pero tanto da.

A fin de ahuyentar ese deprimente pensamiento puse la tele, la cual descansaba en los elegantes estantes ensamblados en el hueco de la chimenea.

Una inesperada casualidad hizo que me incorporara en el sofá. ¿Quién aparecía en la pantalla? ¡Nada menos que Docker! Una crónica en Sky News de Bono y él y otros dos benefactores famosos entregando una carta en el número 10 de Downing Street en nombre de un país oprimido. Le observé detenidamente. Tan atractivo, tan radiante, tan bien hecho. Costaba creer que fuera irlandés.

Helen no puede dormir
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