24
Menudo éxito.
Desmoralizada, salí y me apoyé en mi coche para esperar a que se me pasara la vergüenza y la sensación de fracaso.
Al rato saqué el móvil. Si no me aguardaba ya un SMS o un correo o una llamada perdida, tarde o temprano llegaría algo. Si esperaba el tiempo suficiente, mi móvil siempre acababa proporcionándome consuelo. Me moriría sin él.
No tenía nada aguardándome, así que llamé a Artie, pero salió directamente el buzón. Desesperada, necesitada de una voz amiga, llamé a mamá. Me respondió cariñosamente, lo que quería decir que no había encontrado las fotos de Artie en cueros.
—Claire no ha vuelto, pero Margaret y yo estamos desembalándolo todo —me explicó—. Te estamos dejando un cuarto precioso. ¿Cómo va el misterioso trabajo con Jay Parker?
—Eh... bien. Oye, solo por casualidad, ¿sabes algo de Docker?
—¿De Docker? —Parecía encantada—. La mar de cosas. ¿Qué quieres saber?
—Lo que sea. ¿Dónde vive?
—Docker es lo que se llama un ciudadano del mundo —respondió mamá cogiendo carrerilla—. Tiene casas por todo el planeta. Un piso de setecientos metros cuadrados en una vieja fábrica de botones de Williamsburg, un lugar espantoso, People le dedicó un artículo, tuvo que hacer ver que le parecía precioso, pero madre del amor hermoso, era... ¿cuál es esa palabra que utilizas tú? Repugnante, eso era. Con las paredes de ladrillo visto, como un centro de refugiados, y un suelo de tablones para el arrastre y sin habitaciones, no sé si me entiendes, solo pantallas que dividen los «espacios», y es tan grande que para ir desde el «espacio» de dormir hasta el «espacio» de asearse necesitas un patín. Se te pondrían los pelos de punta si lo vieras. ¡Una cisterna con cadena! Solo de pensarlo me entran ganas de lavarme las manos. Cabría esperar que con todo ese dinero... —Suspiró hondo—. Y en Nueva York tiene alquilada permanentemente una habitación en el hotel Chelsea de Manhattan, y te saldrían piojos solo de mirar las fotos. ¿Puedes creerte que he empezado a rascarme solo de mencionarla? Tiene algo que Docker llama «caseta» en la ladera de los Cairngorms. De una habitación, sin electricidad ni agua corriente. Dice que va allí para «vaciar la cabeza».
—¿Y todo eso lo has sacado de las revistas?
—Las leo con avidez y tengo memoria fotográfica.
—Eso no es cierto.
Tras una breve pausa, dijo:
—Vale, no la tengo. No sé por qué lo he dicho. Sería genial. ¿Sigo o no? Tiene una barraca de chapa de dos habitaciones en Soweto, su lugar favorito, dice, y yo digo que un cuerno. Luego está su residencia en Los Ángeles de cuarenta y nueve habitaciones con mercado propio y todo por si le entran ganas de salir a comprar una manzana irregular...
Dios mío, Wayne podría estar escondido en cualquiera de esos lugares. No tenía la más mínima posibilidad de encontrarle.
—... y su casa en el condado de Leitrim.
—¡Un momento! ¿Tiene una casa en el condado de Leitrim?
—¡Pues claro! —Parecía sorprenderle que no lo supiera—. Junto a Lough Conn. La compró hace seis o siete años, aunque no ha estado nunca. Increíble, ¿verdad? Un tipo ostentoso. Algunos de nosotros, y estoy hablando con alguien que sabe de esto, no tenemos ni un techo sobre nuestra cabeza mientras que Docker tiene tantos que ni siquiera ha estado debajo de todos ellos —terminó con amargura.
—Pensaba que te caía bien —repuse deprisa y corriendo. Necesitaba colgar y entrar en el catastro ya.
—Y yo, pero ahora ya no estoy tan segura.
—Oye, mamá, gracias por todo. Ahora debo dejarte.
Con dedos temblorosos, entré en el catastro y, efectivamente, siete años atrás una empresa constituida en el estado de California había comprado una casa en un terreno de un acre junto a un lago. Docker era su único director.
Me quedé mirando la pantalla mientras intentaba asimilar la información.
El condado de Leitrim era un lugar extraño para que una superestrella internacional tuviera una casa. ¿O no? Difícil saberlo, porque aunque no se hallaba demasiado lejos de Dublín —puede que a un par de horas en coche— yo no había estado nunca allí, ni había conocido a nadie de allí. Puede que nadie fuera de allí, puede que estuviera deshabitado. Como Marte.
Lagos. Eso era cuanto sabía de Leitrim, que tenía muchos lagos. Estaba plagado, según decían.
Lo siguiente que debía hacer era buscar la casa de Docker en Google Earth, pero soy reacia a utilizar Google Earth porque todavía me pongo colorada de la vergüenza.
Cuando Google Earth apareció por primera vez pensaba que era en directo. Pensaba que podías meterte en cualquier propiedad del mundo y ver lo que estaba ocurriendo en tiempo real. Pensaba que podías ver a la gente entrando y saliendo y los coches llegando y yéndose. No sabía que se trataba de una foto. Y la cosa no habría pasado de ahí si no hubiera compartido mi error con una clienta.
—¡Desde luego! —dije toda segura de mí misma—. Solo deme las coordenadas de la casa de Escocia y al instante podremos ver en mi portátil si el coche de su marido está allí. Puede que hasta le veamos salir discretamente del nidito de amor que tiene con su novia, canalla infiel.
—¿Está segura? —Mi clienta no parecía muy convencida.
—Por supuesto —respondí arrimándola a la pantalla—. Mire —dije—. Esa es la casa y ese es el... ¿Por qué no se mueve nada? —me pregunté mientras pulsaba las teclas de izquierda, derecha y centro—. Creo que la pantalla se ha congelado. Espere, reiniciaré el ordenador, solo serán unos segundos...
Lo único que puedo decir es: «Gracias a Dios que mi clienta era mujer». Llámame sexista, pero lo cierto es que las mujeres son mucho más comprensivas que los hombres en lo que se refiere a meteduras de pata tecnológicas.
Presa del mismo bochorno que había sentido entonces, encontré una foto de la casa de Docker. Un tejado borroso rodeado de mucho verde salvo por un lado con mucho negro que supuse era el lago. Pasado el perímetro de la valla había más verde. Una casa remota en una zona remota de un condado remoto.
Seguro que Wayne estaba escondido allí. Con Gloria. Seguro.
De repente lo vi todo claro. Wayne, incapaz de soportar la privación de carbohidratos y el bochorno de tener que cantar las viejas canciones de Laddz, había sentido la necesidad de desaparecer unos días, de manera que había enviado un correo a su viejo amigo Docker, quien le dijo: «Siempre estaré en deuda contigo por el estribillo de “Windmill Girl”, naturalmente que puedes alojarte en mi casa del recóndito lago Leitrim y llevarte a tu encantadora Gloria contigo».
Decidieron ir en el coche de Gloria porque... bueno, porque sí. Puede que Wayne tuviera bajones de azúcar y no confiara en sus manos para conducir. Entonces algo les hizo echarse atrás. ¡Exacto! ¡Gloria tenía una rueda pinchada! Y pensaron que no podían ir. Pero entonces reparó la rueda y telefoneó a Wayne y le dijo: «¡Buenas noticias!», y ahí que se fueron.
Ahora mismo estaban en Leitrim. Lo único que tenía que hacer era subirme al coche y presentarme allí. ¡Iría ahora mismo!
Un momento... ¿Estaban realmente allí? ¿Merecía la pena conducir hasta Leitrim por una simple corazonada? Sí, me contesté. La intuición me estaba diciendo que Wayne se hallaba en casa de Docker.
Con todo... existía una diferencia entre la intuición y... y... ¿cómo lo llamaría? La locura, supongo. No convenía confundirlas.
Puede que simplemente me muriera de ganas por ver una de las casas de Docker.
Me mordisqueé la mano y tomé una decisión dificilísima: me obligaría a esperar. Por lo menos un par de horas. De todos modos, tenía sentido. Era viernes por la tarde, el tráfico que salía de Dublín estaría parado.
Iría y haría lo que debería haber hecho hace horas —después de todo, ya casi había llegado—: iría y hablaría con los vecinos de Wayne.
Ya les detestaba por su inutilidad.